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— Saldré yo.

— Bueno. Prometido.

La silueta retrocedió y la cortina volvió a cerrarse.

Del interior del laboratorio llegaron unos ruidos confusos. Oí un chirrido como si arrastraran una mesa. Al fin la cerradura chirrió, el panel de vidrio se abrió, y Sartorius apareció en el corredor.

Se quedó allí, apoyado de espaldas contra la puerta. Era muy alto, flaco, todo huesos bajo el jersey blanco. Se había anudado al cuello un pañuelo negro. Bajo el brazo, llevaba un delantal de laboratorio, quemado por los reactivos. La cabeza, extraordinariamente angosta, se inclinaba a un lado. No le veía los ojos; unos lentes negros le escondían la mitad de la cara. La mandíbula inferior era alargada; tenía los labios azules, y las orejas enormes, azuladas. No se había afeitado. Unos guantes antirradiación de color rojo le colgaban de las muñecas, sujetos por los cordones.

Nos miramos un rato con una aversión no disimulada. Los cabellos hirsutos de Sartorius (evidentemente él mismo se los había recortado) eran de color plomo; la barba entrecana. Como Snaut, tenía la frente quemada, pero sólo la mitad inferior; por encima era pálida; se ponía sin duda alguna clase de gorra, cuando se exponía al sol.

— Bueno, estoy escuchando — me dijo.

Yo tenía la impresión de que no le importaba lo que yo quería decirle; tenso, y pegado siempre a la placa de vidrio, estaba atento sobre todo a lo que ocurría a sus espaldas.

Desconcertado, yo no sabía cómo empezar.

— Me llamo Kelvin… Sin duda ha oído hablar de mí. Soy, o mejor dicho era, colega de Gibarían.

El rostro enjuto de Sartorius, todo planos verticales — así me lo imaginaba yo a Don Quijote— era inexpresivo; y esto no me ayudaba a encontrar las palabras.

— He sabido que Gibarían… ha muerto.

Me interrumpí.

—¡Si! Lo escucho — dijo Sartorius, impaciente.

—¿Se suicidó? ¿Quién encontró el cadáver? ¿Fue usted o Snaut?

—¿Por qué me lo pregunta a mí? ¿No le ha informado el doctor Snaut?

— Deseaba oír la versión de usted.

— Usted ha estudiado psicología, doctor Kelvin, ¿no es cierto?

— Sí. ¿Y entonces?

—¿Usted sirve a la ciencia?

— Sí, por supuesto. ¿Qué relación?…

— Usted no es comisario ni empleado de la justicia. En este momento son las dos y cuarenta, y usted, en lugar de ocuparse de las tareas que le fueron asignadas, no sólo ha amenazado forzar la puerta del laboratorio sino que además me interroga como si me considerase sospechoso.

La transpiración le corría por la cara. Yo estaba decidido, y dije, apretando los dientes:

—¡Usted es sospechoso, doctor Sartorius! — y continué, furioso—: ¡Además, lo sabe perfectamente!

— Kelvin, si no se retracta y me pide disculpas, enviaré una denuncia contra usted.

—¿Por qué le pediría disculpas? ¿Porque se encierra y se atrinchera en este laboratorio, en vez de salir a saludarme, en vez de decirme la verdad sobre lo que pasa aquí? ¿Ha perdido por completo la cabeza? Y usted, sí, ¿quién es usted? ¿Un sabio o un mísero cobarde? ¡Responda!





No sé qué otras cosas le grité. Sartorius ni siquiera se inmutó. Unas gruesas gotas le resbalaban por las mejillas de poros dilatados. De pronto, comprendí: ¡no me había oído! Las manos cruzadas a la espalda, sujetaba con todas sus fuerzas la puerta que se sacudía, como si alguien, del otro lado, ametrallara el panel.

Con una voz extraña, aguda, Sartorius gimió:

—¡Váyase! Se lo suplico… ¡Retírese, por amor de Dios! Baje, yo iré a reunirme con usted, haré cuanto quiera, pero ahora se lo suplico, ¡váyase!

La voz revelaba tal agotamiento que tendí maqui-nalmente los brazos, para ayudarlo a retener aquella puerta. Sartorius lanzó un grito de horror, como si yo le hubiese apuntado con un cuchillo. Empecé a retroceder, mientras él gritaba con voz de falsete: —¡Váyase! ¡Váyase! Ya voy, ya voy, ya voy. ¡No! ¡No!

Entreabrió la puerta y se precipitó en el cuarto. Me pareció que un objeto amarillo, un disco reluciente le había brillado un instante sobre el pecho.

Un rumor sordo llegaba ahora del laboratorio; la cortina voló de costado; una gran sombra se proyectó sobre la pantalla de vidrio; luego la cortina volvió a caer y no vi nada más. ¿Qué ocurría en la habitación? Oí unos pasos precipitados, como si se hubiese entablado una persecución, enloquecida: luego un estruendo de vidrios rotos, y la risa de un niño…

Las piernas me temblaban; yo miraba la puerta con ojos extraviados. El silencio había sucedido al pandemónium. Me senté en el alféizar plastificado de una ventana y allí me quedé, un cuarto de hora quizá, no sé, esperando a que algo ocurriese o sintiéndome tan anonadado que ya no tenía ganas de levantarme. Me estallaba la cabeza. Se oyó un chirrido y una luz creciente iluminó el rellano.

Desde mi sitio, no veía más que una parte del corredor que rodeaba el laboratorio. Yo estaba ahora en la cúspide de la Estación, bajo el casco mismo de la superestructura; las paredes eran cóncavas e inclinadas, con ventanas oblongas a intervalos de unos pocos metros de distancia. Los postigos exteriores se levantaron, el día azul tocaba a su fin. Un resplandor incandescente atravesó los ventanales. Las molduras de níquel, los pestillos, las bisagras: todo centelleó. En la puerta del laboratorio — el panel de vidrio— brillaron unas iridiscencias pálidas. Me miré las manos, apoyadas sobre las rodillas; eran grises a la luz espectral. Mi mano derecha sostenía la pistola de gas; no me había dado cuenta, ignoraba que había retirado la pistola de la funda. La enfundé de nuevo. Sabía ya que ni siquiera una pistola radiactiva me habría ayudado. ¿De qué me hubiera servido? Yo no podía derribar la puerta y tomar por asalto el laboratorio.

Me incorporé. El disco solar se hundió en el océano, como una explosión de hidrógeno; bajaba yo la escalera cuando me alcanzó con un abanico de rayos horizontales, que sentí como una quemadura.

En mitad de la escalera me detuve a reflexionar y subí de nuevo. Fui por el pasillo, alrededor del laboratorio, y luego de recorrer un centenar de pasos me encontré frente a otra puerta de vidrio, idéntica a la anterior. No intenté abrirla; sabía que estaba cerrada.

Escudriñé la pared, buscando una abertura, una mirilla cualquiera. La idea de espiar a Sartorius se me había ocurrido muy naturalmente. No me sentía avergonzado. Estaba decidido a terminar con las conjeturas y a conocer la verdad, aunque como ya imaginaba, la verdad fuera incomprensible.

Recordé que las salas del laboratorio estaban iluminadas por claraboyas, dispuestas en la cúpula exterior de la Estación; desde afuera sería posible entonces espiar a Sartorius. Ante todo yo tenía que bajar, y conseguir una escafandra y un equipo de oxígeno. Los tragaluces eran quizá lucernas de vidrio esmerilado; pero yo quería ver el laboratorio y no se me ocurría ninguna otra solución…

Volví a la cubierta inferior. La puerta de la cabina de radio estaba abierta. Snaut dormía hundido en el sillón. Entré en el cuarto y Snaut despertó sobresaltado.

—¡Hola, Kelvin! — dijo con voz ronca. No respondí, y él continuó—: ¿Averiguaste algo?

— Sí… no está solo.

Snaut torció la boca.

— Ah ¿de veras? Algo averiguaste en efecto. ¿Tiene visitas?

Repliqué casi impulsivamente:

— No entiendo por qué no quieres decirme de qué se trata. Puesto que voy a quedarme aquí, tarde o temprano sabré la verdad. ¿Por qué estos misterios?

— Cuando tú también hayas recibido visitas, comprenderás.

Me pareció que mi presencia lo importunaba y que no deseaba continuar la charla.

Salí.

—¿A dónde vas?

No contesté.

La plataforma estaba como yo la había dejado. Mi cápsula calcinada se encontraba todavía allí, de pie, abriendo la boca. Me acerqué al vestuario, donde se alineaban las escafandras. De pronto, aquella excursión al casco exterior dejó de interesarme.