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Un rostro fuerte y huesudo del color de la miel fresca acentuado por un cuidado bigote lustroso; el pelo peina?do hacia atrás con gomina y cogido en una complicada coleta que le colgaba entre los omóplatos. En resumidas cuentas: un productor de éxito que gozaba con su poder y riqueza.
– Me gustaría grabar esta conversación, señor Redford.
– Muy bien, teniente. -Se retrepó en el abrazo de su perro tristón y cruzó las manos sobre el abdomen-. Tengo entendido que han practicado ustedes un arresto.
– Así es. Pero la investigación continúa. Usted cono?cía a la difunta Pandora.
– La conocía bien, en efecto. Tenía entre manos un proyecto con ella, por supuesto habíamos coincidido en numerosas ocasiones a lo largo de los años y, cuándo se terciaba, nos acostábamos.
– ¿Eran ustedes amantes en el momento de su muer?te?
– Nunca fuimos amantes, teniente. Nos acostába?mos. No hacíamos el amor. De hecho, dudo que ningún hombre le haya hecho el amor a Pandora, o lo haya in?tentado siquiera. Si existe, es que es tonto. Yo no lo soy.
– ¿Ella no le gustaba?
– ¿Gustarme? -Redford se rió-. Por favor. Era sin duda el ser humano más desagradable que he conocido jamás. Pero talento sí tenía. No tanto como ella pensaba, y menos en determinadas áreas, pero…
Alzó sus elegantes manos con un fulgor de anillos: piedras negras sobre oro macizo.
– La belleza es asequible, teniente. Hay quien nace con ella y hay quien la compra. Un físico atractivo es realmente fácil de conseguir hoy día. Las caras agrada?bles nunca pasan de moda, pero para ganarse la vida con ello hay que tener talento.
– ¿Y cuál era el talento de Pandora?
– Un aura, un poder, una elemental e incluso mini?malista capacidad para rezumar sexo. El sexo siempre ha vendido y siempre venderá.
Eve inclinó la cabeza.
– Sólo que ahora está autorizado.
Redford le dedicó una sonrisa divertida.
– El gobierno necesita esos ingresos. Pero no me re?fería a la venta de sexo, sino a su utilización comercial. Y nosotros lo hacemos: desde refrescos hasta utensilios de cocina. Y moda -añadió-. Siempre la moda.
– Que era la especialidad de Pandora.
– Podías envolverla en visillos de cocina, lanzarla a la pasarela, y la gente más o menos inteligente abría la cuen?ta de crédito para comprar. Era un verdadero reclamo. No había nada que no pudiera vender. Ella quería actuar, lo cual es triste. Nunca habría podido ser otra cosa que lo que era: Pandora, la única.
– Pero dice usted que tenía un proyecto con ella.
– Sí, algo donde ella representara básicamente su propio papel. Nada más y nada menos. Podría haber funcionado. La explotación, sin duda alguna, habría producido ganancias muy importantes. Aun estaba en fase inicial.
– Usted estaba en su casa la noche del crimen.
– Sí, Pandora necesitaba compañía. Y supongo que quería pasarle por la cara a Jerry que ella iba a protago?nizar una de mis películas.
– ¿Cómo se lo tomó la señorita Fitzgerald?
– Con sorpresa e imagino que irritación. Yo también me enfadé pues aún faltaba mucho para que el proyecto fuese viable. Casi hubo una buena escena, pero nos inte?rrumpieron. La chica, la fascinante joven que apareció en la puerta. Esa que acaban de arrestar -dijo con brillo en los ojos-. Según los media, usted y ella son muy amigas.
– ¿Por qué no se limita a contarme lo que pasó al lle?gar la señorita Freestone?
– Melodrama, acción, violencia. El cine en vivo. La guapa valiente viene a exponer su caso. Ha estado llo?rando, tiene la cara pálida, la mirada desesperada. Dice que renunciará al hombre que ambas quieren para sí, a fin de protegerlos a él y a su carrera profesional.
«Primer plano de Pandora. Su cara rezuma cólera, desdén, loca energía. Oh, qué hermosa es. Casi un peca?do. No acepta el sacrificio, quiere que su adversaria co?nozca el dolor. Primero el dolor emocional, por las crueldades que le dice, luego el dolor físico cuando des?carga el primer golpe. Se produce la clásica pelea. Dos mujeres peleando cuerpo a cuerpo por un hombre. La más joven tiene el amor de su parte, pero ni siquiera eso puede con el brío de la venganza. Ni con las afiladas uñas de Pandora. Antes de que la sangre llegue al río, los dos caballeros de la fascinada audiencia pasan a la ac?ción. Uno de ellos recibe un mordisco por sus desvelos.
Redford gimió y se frotó el hombro.
– Pandora me hundió los colmillos mientras yo tira?ba de ella. Debo confesar que estuve tentado de darle un puñetazo. Su amiga se marchó, teniente. Dijo algo así como que Pandora lo sentiría, pero parecía más desdi?chada que enfurecida.
– ¿Y Pandora?
– Enardecida. -Él también lo parecía, mientras narra?ba lo sucedido-. Toda la tarde había estado de un humor peligroso, y después del altercado la cosa empeoró. Jerry y Justin se largaron con más prontitud que elegancia, y yo me quedé un rato tratando de sosegar a Pandora.
– ¿Lo consiguió?
– ¿Bromea? Ella estaba furiosa, profería toda clase de absurdidades. Dijo que iría a buscar a aquella zorra y que le arrancaría la piel. Que castraría a Leonardo. Que cuan?do hubiera terminado no podría ni vender botones en la esquina. Ni los mendigos le iban a comprar sus trapos, et?cétera. Transcurridos veinte minutos, desistí. Entonces se puso furiosa conmigo por estropearle la velada y empezó a lanzarme improperios. Que no me necesitaba, que tenía otros contratos, contratos más suculentos.
– Dice usted que salió de allí a eso de las doce y media.
– Aproximadamente.
– ¿Pandora se quedó sola?
– El servicio estaba compuesto exclusivamente por androides. Que yo sepa, allí no había nadie más.
– ¿Adonde fue cuando salió de casa de Pandora?
– Vine aquí, a curarme el hombro. La mordedura te?nía mal aspecto. Había pensado trabajar un poco, hacer unas llamadas a la costa. Después fui a mi club y pasé un par de horas en la piscina y en la sauna.
– ¿A qué hora llegó al club?
– Creo que serían las dos. Sé que pasaban de las cua?tro cuando llegué a casa.
– ¿Vio o habló con alguien entre las dos y las cinco de la mañana?
– No. Una de las razones de que vaya al club fuera de horas es la intimidad. Tengo instalaciones propias en la costa, pero aquí he de arreglármelas siendo socio de un club.
– ¿Que se llama…?
– Olympus, está en Madison. -Arqueó una ceja-. Veo que mi coartada no es perfecta. Sin embargo, entré y salí con mi llave de código. Como dictan las normas.
– No me cabe duda. -Y Eve se aseguraría de que lo hubiera hecho-. ¿Sabe de alguien que deseara hacer daño a Pandora?
– Teniente, la lista sería interminable. -Sonrió de nuevo, dientes perfectos, ojos a la vez divertidos y mata?dores-. Yo no me cuento entre ellos, simplemente por?que Pandora no significaba tanto para mí.
– ¿Compartió usted con ella su último capricho en drogas?
Redford se puso rígido, dudó, se relajó otra vez.
– Excelente estratagema, teniente. La incoherencia suele pillar con la guardia baja a los incautos. Diré, para que conste, que yo jamás pruebo sustancias ilegales de ninguna clase. -Pero su sonrisa era demasiado fácil, y ella supo que estaba mintiendo-. Pandora tartamudeaba de vez en cuando. Pensé que era problema suyo, que de?bía haber encontrado algo nuevo, algo de lo que parecía estar abusando. De hecho, yo entré en su dormitorio aquella misma tarde.
Hizo una pausa, como si recordara una escena.
– Ella acababa de sacar una píldora de una hermosa cajita de madera. China, me parece. La caja -añadió con una sonrisa presta-. A ella le sorprendió que yo llegara tan pronto, y metió la caja en un cajón del tocador y luego lo cerró con llave. Le pregunté qué estaba escon?diendo y ella dijo… -Hizo otra pausa, empequeñeció los ojos-. ¿Cómo fue que lo dijo…? Su tesoro, su fortu?na. No…, algo como su recompensa. Sí, estoy seguro de que ésa fue la palabra. Luego se tragó la píldora con un poco de champán. Después copulamos. Me pareció que al principio estaba distraída, pero de pronto se volvió frenética, insaciable. Creo que nunca lo habíamos he?cho con tanto nervio como esa vez. Nos vestimos y ba?jamos al salón. Jerry y Justin acababan de llegar. Nunca volví a preguntarle al respecto. No era cosa de mi in?cumbencia.