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Creo que esta isla se llama Villings y que pertenece al archipiélago de las Ellice. Del comerciante de alfombras Dalmacio Ombrellieri (Calle Hiderabad, 21, suburbio de Ramkrishnapur, Calcuta) podrán ustedes obtener más precisiones. Ese italiano me alimentó varios días que pasé enrollado en alfombras persas; después me cargó en la bodega de un buque. No lo comprometo, al recordarlo en este diario; no soy ingrato con él… La Defensa ante sobrevivientes no dejará dudas: como en la realidad, en la memoria de los hombres -donde a lo mejor está el cielo- Ombrellieri habrá sido caritativo con un prójimo injustamente perseguido y, hasta en el último recuerdo en que aparezca, lo tratarán con benevolencia.

Desembarqué en Rabaul. Con una tarjeta del comerciante visité a un miembro de la sociedad más conocida de Sicilia; en el brillo metálico de la luna, en el humo de fábricas de conservas de mariscos, recibí las últimas instrucciones y un bote robado; remé exasperada-mente, llegué a la isla (con una brújula que no entiendo; sin orientación; sin sombrero; enfermo; con alucinaciones); el bote encalló en las arenas del este (sin duda los arrecifes de coral que rodean la isla estaban sumergidos); me quedé en el bote, más de un día, perdido en episodios de aquel horror, olvidando que había llegado.

La vegetación de la isla es abundante. Plantas, pastos, flores de primavera, de verano, de otoño, de invierno, van siguiéndose con urgencia, con más urgencia en nacer que en morir, invadiendo unos el tiempo y la tierra de los otros, acumulándose inconteniblemente. En cambio, los árboles están enfermos; tienen las copas secas, los troncos vigorosamente brotados. Encuentro dos explicaciones: bien que las yerbas estén sacando la fuerza del suelo o bien que las raíces de los árboles hayan alcanzado la piedra. (El hecho de que los árboles nuevos estén sanos parece confirmar la segunda hipótesis.) Los árboles de la colina se endurecieron tanto que es imposible trabajarlos; tampoco puede conseguirse nada con los del bajo; los deshace la presión de los dedos y queda en la mano un aserrín pegajoso, unas astillas blandas.

En la parte alta de la isla, que tiene cuatro barrancas pastosas (hay rocas en las barrancas del oeste), están el museo, la capilla, la pileta de natación. Las tres construcciones son modernas, angulares, lisas, de piedra sin pulir. La piedra, como tantas veces, parece una mala imitación y no armoniza perfectamente con el estilo.

La capilla es una caja oblonga, chata (esto la hace parecer muy larga). La pileta de natación está bien construida, pero, como no excede el nivel del suelo, inevitablemente se llena de víboras, sapos, escuerzos e insectos acuáticos. El museo es un edificio grande, de tres pisos, sin techo visible, con un corredor al frente y otro más chico atrás, con una torre cilíndrica.

Lo encontré abierto; en seguida me instalé en él. Lo llamo museo porque así lo llamaba el mercader italiano. ¿Qué razones tenía? Quién sabe si él mismo las conoce. Podría ser un hotel espléndido, para unas cincuenta personas, o un sanatorio.

Tiene un hall con bibliotecas inagotables y deficientes: no hay más que novelas, poesía, teatro (si no se cuenta un librito -Belidor: Travaux – Le Moulin Perse – París, 1937-, que estaba sobre una repisa de mármol verde y ahora abulta un bolsillo de estos jirones de pantalón que llevo puestos. Lo tomé porque el nombre "Belidor" me pareció extraño y porque me pregunté si el capítulo Moulin Perse no explicaría ese molino que hay en los bajos). Recorrí los estantes buscando ayuda para ciertas investigaciones que el proceso interrumpió y que en la soledad de la isla traté de continuar. (Creo que perdemos la inmortalidad porque la resistencia a la muerte no ha evolucionado; sus perfeccionamientos insisten en la primera idea, rudimentaria: retener vivo todo el cuerpo. Sólo habría que buscar la conservación de lo que interesa a la conciencia.)

En el hall, las paredes son de mármol rosa, con algunos listones verdes, como columnas hundidas. Las ventanas, con sus vidrios azules, alcanzarían al piso alto de mi casa natal. Cuatro cálices de alabastro, en que podrían esconderse cuatro medias docenas de hombres, irradian luz eléctrica. Los libros mejoran un poco esta decoración. Una puerta da al corredor; otra al salón redondo; otra, ínfima, tapada por un biombo, a la escalera de caracol.

En el corredor está la escalera principal, de estuco y alfombrada. Hay sillas de paja, y las paredes están cubiertas de libros.

El comedor es de unos dieciséis metros por doce. Arriba de triples columnas de caoba, en cada pared, hay terrazas que son como palcos para cuatro divinidades sentadas -una en cada palco-, semiindias, semi-egipcias, ocres, de terracota. Son tres veces más grandes que un hombre; las rodean hojas oscuras y prominentes, de plantas de yeso. Abajo de las terrazas hay grandes paneles con dibujos de Fuyita, que desentonan (por humildes).

El piso del salón redondo es un acuario. En invisibles cajas de vidrio, en el agua, hay lámparas eléctricas (la única iluminación de ese cuarto sin ventanas). Recuerdo el lugar con asco. A mi llegada había centenares de peces muertos; sacarlos, fue una operación horripilante. He dejado correr agua, días y días, pero siempre tomo allí olor a pescado podrido (que sugiere las playas de la patria, con sus turbios de multitud de peces, vivos y muertos, saltando de las aguas e infectando vastísimas zonas de aire, mientras los abrumados pobladores los entierran). Con el piso iluminado y las columnas de laca negra que lo rodean, en ese cuarto uno se imagina caminando mágicamente sobre un estanque, en medio de un bosque. Por dos aberturas da al hall y a una sala chica, verde, con un piano, un fonógrafo y un biombo de espejos, que tiene veinte hojas, o más.

Las habitaciones son modernas, suntuosas, desagradables. Hay quince departamentos. En el mío hice una obra devastadora, que dio poco resultado. No tuve más cuadros -de Picasso-, ni cristales ahumados, ni forros con valiosas firmas, pero viví en una ruina incómoda.

En dos ocasiones análogas hice mis descubrimientos en los sótanos. En la primera -habían empezado a mermar las provisiones de la despensa- buscaba alimentos y descubrí la usina. Cuando recorría el sótano advertí que ninguna pared tenía el tragaluz que yo había visto desde afuera, con vidrios espesos y rejas, medio escondido entre las ramas de un conífero. Como en una discusión con alguien que me sostuviera que ese tragaluz era irreal, visto en un sueño, salí a comprobar si todavía estaba.

Lo vi de nuevo. Bajé al sótano y tuve gran dificultad para orientarme y encontrar, por adentro, el sitio que correspondía al tragaluz. Estaba del otro lado de la pared. Busqué hendiduras, puertas secretas. La pared era muy lisa y muy sólida. Pensé que en una isla, en un lugar tapiado tenía que haber un tesoro; pero decidí romper la pared y entrar, porque me pareció más verosímil que hubiera, si no ametralladoras y municiones, un depósito de víveres.

Con el hierro que servía para atrancar una puerta, y una creciente languidez, abrí un agujero: se vio claridad celeste. Trabajé mucho y esa misma tarde estuve adentro. Mi primera sensación no fue el disgusto de no encontrar víveres, ni el alivio de reconocer una bomba de sacar agua y una usina de luz, sino la admiración placentera y larga: las pare-des, el techo, el piso, eran de porcelana celeste y hasta el mismo aire (en ese cuarto sin más comunicación con el día que un tragaluz alto y escondido entre las ramas de un árbol) tenía la diafanidad celeste y profunda que hay en la espuma de las cataratas.

Entiendo muy poco de motores, pero no tardé en ponerlos en funcionamiento. Cuando se me acaba el agua llovida, hago trabajar la bomba. Todo esto me ha sorprendido: por mí y por la simplicidad y buen estado de las máquinas. No ignoro que para contrarrestar una falla, solamente cuento con mi resignación. Soy tan inepto que todavía no he podido averiguar el destino de unos motores verdes que hay en el mismo cuarto, ni de ese rodillo con aletas que está en los bajos del sur (vinculado con el sótano por un tubo de hierro; si no estuviera tan alejado de la costa le atribuiría alguna relación con las mareas; podría imaginar que sirve para cargar los acumuladores que ha de tener la usina). Por esa ineptitud hago mucha economía; no pongo en marcha los motores sino cuando es indispensable.

Sin embargo, en una ocasión, todas las luces del museo estuvieron encendidas la noche entera. Fue la segunda vez que hice descubrimientos en los sótanos.

Yo estaba enfermo. Tuve la esperanza de que en alguna parte del museo hubiera un mueble con remedios; arriba no había nada; bajé a los sótanos y… esa noche ignoré mi enfermedad, olvidé que los horrores que estaba pasando vienen, solamente, en los sueños. Descubrí una puerta secreta, una escalera, un segundo sótano. Entré en una cámara poliédrica -parecida a unos refugios contra bombardeos que vi en el cinematógrafo- con las paredes recubiertas por chapas de dos tipos -unas de un material como el corcho, otras de mármol- simétricamente distribuidas. Di un paso: por arcadas de piedra, en ocho direcciones vi repetirse, como en espejos, ocho veces la misma cámara. Después oí muchos pasos, terriblemente claros, a mi alrededor, arriba, abajo, caminando por el museo. Adelanté un poco más: se apagaron los ruidos, como en un ambiente de nieve, como en las frías alturas de Venezuela.

Subí la escalera. Había el silencio, el ruido solitario del mar, la inmovilidad con fugas de ciempiés. Temí una invasión de fantasmas, una invasión de policías, menos verosímil. Pasé horas entre las cortinas, angustiado por el escondite que había elegido (era posible verme de afuera; si quería escaparme de alguien que estuviera en el cuarto debía abrir la ventana). Después me atreví a registrar la casa pero seguía inquieto: me había oído rodear de pasos nítidos; a distintas alturas, movedizos.

A la madrugada bajé de nuevo al sótano. Me rodearon los mismos pasos, de cerca y de lejos. Pero esa vez los comprendí. Molesto, seguí recorriendo el segundo sótano, intermiten-temente escoltado por la bandada solícita de los ecos, multiplicadamente solo. Hay nueve cámaras iguales; otras cinco en un sótano más bajo. Parecen refugios contra bombardeos. ¿Quiénes eran los que, en 1924, más o menos, construyeron este edificio? ¿Por qué lo han dejado abandonado? ¿Qué bombardeos temían? Asombra que los ingenieros de una casa tan bien construida hayan respetado el moderno prejuicio contra las molduras, hasta el punto de haber hecho este refugio que pone a prueba el equilibrio mental: los ecos de un suspiro hacen oír suspiros, al lado, lejanos, durante dos o tres minutos. Donde no hay ecos el silencio es tan horrible como ese peso que no deja huir, en los sueños.

El lector atento puede sacar de mi informe un catálogo de objetos, de situaciones, de hechos más o menos asombrosos; el último es la aparición de los actuales habitantes de la colina. ¿Cabe relacionar a estas personas con las que vivieron en 1924? ¿Habrá que ver en los turistas de hoy a los constructores del museo, de la capilla, de la pileta de natación? No me decido a creer que una de estas personas haya interrumpido alguna vez Té para dos o Valencia, para hacer el proyecto de esta casa, infestada de ecos, es cierto, pero a prueba de bombas.