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Sobrevino un silencio mientras la silueta permanecía inmóvil, recortada en el cielo de nubes y la lluvia que caía sobre el jardín del Belvedere. Después el cardenal se apartó de la ventana, y la claridad gris, diagonal, se deslizó sobre su hombro para desvelar una huesuda mandíbula, el cuello púrpura de la sotana, el reflejo de una cruz de oro sobre el pecho, el anillo pastoral en la mano que, dirigida hacia monseñor Spada, cogía el documento y lo entregaba, ella misma, a Lorenzo Quart.

– Lea.

Quart obedeció la orden, formulada en un italiano gutural con resonancias polacas. La hoja de papel de impresora contenía un memorándum en pocas líneas:

Santo Padre:

Este atrevimiento se justifica por la gravedad de la materia.

A veces la silla de Pedro está demasiado lejos y las voces humildes no llegan hasta ella. Hay un lugar en España, en Sevilla, donde los mercaderes amenazan la casa de Dios, y donde una pequeña iglesia del siglo XVII, desamparada por el poder eclesiástico tanto como por el seglar, mata para defenderse. Ruego a Vuestra Santidad, como pastor y como padre, que vuelva los ojos hacia las más humildes ovejas de su rebaño, y pida cuentas a quienes las abandonan a su suerte.

Suplicando vuestra bendición, en el nombre de Jesucristo Nuestro Señor.

– Apareció en el ordenador personal del Papa -aclaró monseñor Spada cuando su subordinado concluyó la lectura-. Sin firma.

– Sin firma -repitió Quart, mecánico. Solía repetir en voz alta algunas palabras, igual que timoneles y suboficiales repiten las órdenes de los superiores; como si al hacerlo se concediera a sí mismo, o a los demás, ocasión para reflexionar sobre ellas. En su mundo, algunas palabras equivalían a órdenes. Y ciertas órdenes, a veces sólo una inflexión, un matiz, una sonrisa, podían resultar irreparables.

– El intruso -estaba diciendo el arzobispo- utilizó trucos para disimular el punto exacto de origen. Pero la investigación confirma que el mensaje se escribió en Sevilla, con un ordenador conectado a la red telefónica.

Quart leyó por segunda vez el papel, tomándose tiempo.

– Habla de una iglesia… -se interrumpió, en espera de que alguien completara la frase por él. Sonaba demasiado estúpido dicho en voz alta.

– Sí -confirmó monseñor Spada-: una iglesia que mata, para defenderse.

– Una atrocidad -apostilló Iwaszkiewicz, sin precisar si se refería al concepto o al objeto.

– De todas formas -añadió el arzobispo-, hemos confirmado su existencia. Me refiero a la iglesia -le dirigió una fugaz mirada al cardenal antes de pasar un dedo por el filo de la plegadera-. Y comprobado también un par de sucesos irregulares y desagradables.

Quart puso el documento sobre la mesa del arzobispo, pero éste no lo tocó, limitándose a mirarlo cual si el acto pudiera acarrear dudosas consecuencias. Entonces el cardenal Iwaszkiewicz se acercó a coger el papel, y tras doblarlo en cuatro pliegues lo introdujo en un bolsillo. Después se encaró con Quart:

– Queremos que viaje a Sevilla e identifique al autor.

Estaba muy cerca, y a Quart, que casi podía oler su aliento, le desagradó la proximidad. Sostuvo su mirada unos segundos y después, haciendo un esfuerzo de voluntad para no dar un paso atrás, miró a monseñor Spada por encima del hombro del cardenal para ver que sonreía breve y ligeramente, agradeciéndole aquel modo de establecer su lealtad al escalón jerárquico.

– Cuando Su Eminencia habla en plural -aclaró el arzobispo desde su asiento- se refiere, por supuesto, a él y a mí. Y por encima de nosotros, a la voluntad del Santo Padre.

– Que es la voluntad de Dios -matizó Iwaszkiewicz, casi provocador, manteniendo la corta distancia y las pupilas negras, duras, fijas en Quart.

– Que es, en efecto, la voluntad de Dios -confirmó monseñor Spada sin que fuera posible detectar en su tono indicio alguno de ironía. A pesar de su poder, el director del IOE conocía perfectamente los límites, y su mirada era una advertencia al subordinado: ambos se movían en aguas peligrosas.

– Comprendo -dijo Quart, y encarando de nuevo los ojos del cardenal hizo una breve y disciplinada inclinación. Iwaszkiewicz pareció relajarse un poco mientras a su espalda monseñor Spada movía la cabeza, aprobador:

– Ya le dije que el padre Quart…

El polaco levantó, para interrumpir al arzobispo, la mano donde lucía el anillo cardenalicio.

– Sí, lo sé -miró por última vez al sacerdote y dejó de interponerse entre ambos, yendo de nuevo hacia la ventana-. Lo ha dicho y lo repitió antes. Dijo que era un buen soldado.

Había hablado con irónico hastío, y se puso a mirar la lluvia como si se desentendiera del asunto. Monseñor Spada dejó la plegadera sobre la mesa para abrir un cajón del que sacó una gruesa carpeta de cartulina azul.

– Identificar al autor de la carta es sólo parte del trabajo -dijo mientras situaba la carpeta ante sí-… ¿Qué dedujo de su lectura?

– Que podría haberla escrito un eclesiástico -respondió Quart, sin vacilar. Después hizo una pausa, antes de añadir-: Y que tal vez está loco de remate.

– Es posible -monseñor Spada abrió la carpeta, hojeando un dossier que contenía recortes de prensa-. Pero es un experto informático y los hechos que cita son auténticos. Esa iglesia tiene problemas. Y también los causa. Las muertes son reales: dos en los últimos tres meses. Todo huele a escándalo.

– Huele a algo peor -dijo el cardenal sin volverse, de nuevo silueta recortada en el contraluz gris.

– Su Eminencia -aclaró el director del IOE- es partidario de que el Santo Oficio tome cartas en el asunto -hizo una pausa significativa-. Al viejo estilo.

– Al viejo estilo -repitió Quart. Respecto a la Congregación para la Doctrina de la Fe, no le gustaban ni el viejo estilo ni el nuevo, y eso iba también a cuenta de los propios recuerdos. Por un instante entrevió, en un rincón de su memoria, el rostro de un sacerdote brasileño, Nelson Corona: un cura de favelas, uno de aquellos hombres de la Iglesia de la Liberación para cuyo ataúd él había suministrado la madera.

– Nuestro problema -proseguía monseñor Spada- es que el Santo Padre desea una encuesta en regla. Pero meter en esto al Santo Oficio le parece excesivo. Matar moscas a cañonazos -hizo una pausa calculada, mirando fijamente a Iwaszkiewicz-. O con lanzallamas.

– Ya no quemamos a nadie -oyeron decir al cardenal, como si le hablase a la lluvia. Parecía lamentar que así fuera.

– De cualquier modo -continuó el arzobispo- se ha decidido que, de momento -recalcó el de momento de forma significativa-, sea el Instituto para las Obras Exteriores el que realice la investigación. O sea, usted. Y sólo en caso de apreciarse indicios de gravedad, el problema sería transferido al brazo oficial de la Inquisición.

– Le recuerdo, hermano en Cristo -el cardenal seguía dándoles la espalda, vuelto hacia el Belvedere-, que la Inquisición dejó de existir hace treinta años.

– Es cierto, disculpe Vuestra Paternidad. Quise decir: transferir el problema al brazo oficial de la Congregación para la Doctrina de la Fe.

– Ya no quemamos a nadie -repitió Iwaszkiewicz, obstinado. Ahora había en su voz un eco oscuro, un presagio de amenaza.

Monseñor Spada guardó silencio unos segundos, sin apartar los ojos de Quart. Ya no queman a nadie pero le sueltan los perros negros, decía la mirada. Lo acosan, y lo desprestigian, y lo matan en vida. Ya no queman a nadie pero cuidado con él. Ese polaco es peligroso para ti y para mí; y de los dos tú eres el más vulnerable.

– Usted, padre Quart -esta vez, al hablar de nuevo, el director del IOE adoptó un tono cuidadoso y formal-, irá a establecerse durante algunos días en Sevilla… Hará lo posible por identificar al autor de la carta. Mantendrá prudente contacto con la autoridad eclesiástica local. Y sobre todo conducirá el asunto por cauces discretos y razonables -colocó otro dossier sobre el anterior-. Aquí está toda la información de que disponemos. ¿Tiene alguna pregunta?

– Una sola, Monseñor.

– Pues hágala.

– El mundo está lleno de iglesias con problemas y escándalos potenciales. ¿Qué tiene ésta de especial?

El arzobispo dirigió una ojeada a la espalda del cardenal Iwaszkiewicz, pero el inquisidor se mantenía en silencio. Después se inclinó un poco sobre las carpetas de la mesa, como acechando en ellas una revelación de última hora.

– Supongo -dijo al fin- que el pirata informático se tomó mucho trabajo, y el Santo Padre ha sabido apreciarlo.

– Apreciarlo suena excesivo -apuntó Iwaszkiewicz, distante.

Monseñor Spada encogió los hombros:

– Digamos, entonces, que Su Santidad ha decidido distinguirlo con una atención personal.

– A pesar de su insolencia y su osadía -volvió a apostillar el polaco.

– A pesar de todo eso -concluyó el arzobispo-. Por alguna razón, este mensaje en su ordenador privado le pica la curiosidad. Quiere mantenerse informado.

– Mantenerse informado -repitió Quart.

– Puntualmente.

– Una vez en Sevilla, ¿debo consultar también con la autoridad eclesiástica local?

El cardenal Iwaszkiewicz se volvió hacia él:

– Su única autoridad en este asunto es monseñor Spada.

En ese momento se restableció el fluido eléctrico, y la gran araña del techo iluminó la estancia, arrancando reflejos a la cruz de diamantes y al anillo en la mano que señalaba al director del IOE:

– Será a él a quien usted informe. Y sólo a él.

La luz eléctrica suavizaba un poco los ángulos de su rostro, matizando la línea fina y obstinada de unos labios angostos, duros. Una de esas bocas que no han besado en su vida más que ornamentos, piedra y metal.

Quart hizo un gesto afirmativo:

– Sólo a él, Eminencia. Pero la diócesis de Sevilla tiene su ordinario, que es un arzobispo. ¿Cuáles son mis instrucciones a ese respecto?

Iwaszkiewicz enlazó las manos bajo la cruz de oro, mirándose las uñas de los pulgares:

– Todos somos hermanos en Cristo Nuestro Señor. Así que son deseables las relaciones fluidas, e incluso la cooperación. Pero allí gozará usted de dispensa en lo tocante a obediencia. La Nunciatura de Madrid y el arzobispado local han recibido instrucciones.

Quart se volvió hacia monseñor Spada antes de responder al cardenal:

– Quizá Su Paternidad ignora que no gozo de las simpatías del arzobispo de Sevilla…

Era cierto. Dos años atrás, una cuestión de competencias sobre la seguridad del viaje papal a la capital andaluza había causado un áspero enfrentamiento entre Quart y Su Ilustrísima don Aquilino Corvo, titular de la sede hispalense. A pesar del tiempo transcurrido, aún batían olas de aquella marejada.

– Conocemos sus problemas con monseñor Corvo -dijo Iwaszkiewicz-. Pero el arzobispo es hombre de Iglesia, y sabrá poner el bien superior por encima de sus antipatías personales.

– Todos estamos en la nave de Pedro -se permitió decir monseñor Spada, y Quart comprendió que, a pesar del peligro que suponía compartir tapete con Iwaszkiewicz, el IOE tenía buenas cartas en aquella historia. Ayúdame a jugarlas, decían los ojos del superior.

– El arzobispo de Sevilla ha sido puesto al corriente, por cortesía -comentó el polaco-. Pero usted tiene plena independencia para obtener toda la información necesaria, utilizando no importa qué recursos.

– Legítimos, por supuesto -apuntó de nuevo monseñor Spada.