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Garrison estaba comprobando el objetivo, ladeaba la plataforma del trípode para ajustar el encuadre. Maggie intentaba hacer caso omiso de sus preparativos, de su ritual, procuraba que su serenidad calculadora, sus manos firmes y fuertes, no la asustaran. Pensaba vertiginosamente. El maldito brazo le latía dolorosamente, y también el corazón, cuyo golpeteo constante atronaba sus oídos y amenazaba con desbaratar sus procesos mentales.

– Voy a entrar en la historia, no cabe duda -mascullaba Garrison mientras ajustaba la velocidad del obturador y giraba la lente de la cámara. Enfocaba, hacía otro cambio. Reajustaba la apertura. Hacía otra comprobación, se preparaba.

Maggie levantó muy despacio las rodillas hasta el pecho, sin hacer ruido. Garrison estaba tan concentrado que no se dio cuenta. A veces le daba la espalda y le impedía ver la cámara. Parecía absorto en su tarea. Empezaba a convertirse en el cámara invisible.

– Nadie ha intentado esto. Un autorretrato en el que la película capte el alma fugitiva… Todo en el preciso instante… -prosiguió. Sus palabras parecían haberse convertido en una suerte de mantra que le impelía a seguir adelante-. Y el encuadre -dijo-. Es, definitivamente, el momento preciso y el encuadre. Oh, sí, seré famoso. No cabe duda. Más allá de todas mis esperanzas. Más allá de las de mi madre -estaba tan enfrascado que parecía haber olvidado a su víctima. O, mejor dicho, parecía haberla reducido al papel de simple modelo que aguardaba, indefensa, convertirse en copartícipe de su horrenda escenificación.

Pero Maggie no quería esperar. Esforzándose por no hacer ruido, levantó los pies cuanto pudo. Sólo un poco más. Bastante cerca. Sí, podría agarrar la cuerda. Pero no el nudo. Cambió de postura y notó una punzada de dolor en el brazo que casi la hizo llorar. Se detuvo. ¡Mierda!

Miró a Garrison. Él estaba desenrollando el cable; lo iba desenredando mientras avanzaba hacia la encimera. ¡Cielo santo! Ya casi estaba listo. Maggie intentó asir de nuevo el nudo, estiró los dedos, las esposas metálicas le arañaron las muñecas. Si podía soltarse los pies, tal vez pudiera defenderse cuando Garrison se acercara a ella dispuesto a estrangularla. Le dolía tanto el brazo que sabía que le sería difícil mantenerse consciente. No podía permitir que Garrison llegara tan lejos. No podía permitir que le rodeara el cuello con la cuerda. Si no… si no, estaba perdida.

El permanecía parado junto a la encimera, con el interruptor del cable en la mano. Maggie lo vio levantar la pistola con la otra mano. Se quedó helada. No iba a usar la cuerda. ¿Estaba pensando en pegarle un tiro?

Garrison se giró para mirarla. Ella mantuvo las rodillas pegadas al pecho. Sus dedos se detuvieron junto al nudo. Le daba igual que él lo notara. Era demasiado tarde. Estaba listo. Y de pronto el resto de su cuerpo se quedó tan paralizado como su brazo derecho. Hasta su mente se detuvo en seco.

Sin decir palabra, Garrison se acercó a ella, arrastrando con cuidado el cable. Se colocó delante, cerniéndose sobre ella, a menos de un metro de distancia. Miró a la cámara y comprobó el encuadre. Reajustó el cable que llevaba en la mano, colocando entre su índice y su pulgar el bombín de plástico que accionaba la cámara.

Estaba preparado.

– Recuerda -le dijo a Maggie sin apartar la vista del objetivo-, una exclusiva de primera plana.

Antes de que ella pudiera moverse, antes de que lograra reaccionar, Garrison se acercó a la sien el cañón de la pistola y apretó al unísono el gatillo y el disparador de la cámara. Maggie cerró los ojos. Un borbotón de sangre y masa cerebral salpicó su cara y las paredes. El sonido del obturador de la cámara se perdió en la explosión. Un olor a pólvora llenó el aire.

Cuando abrió los ojos, vio caer al suelo ante ella, con un ruido sordo, el cuerpo de Garrison. Tenía los ojos abiertos. Pero estaban ya vacíos. El alma de Ben Garrison, pensó, había desaparecido mucho antes de su muerte.

Epílogo

LUNES, 2 de diciembre

Washington, D. C.

Maggie esperaba junto a la puerta de la sala de juntas de la comisaría. Tenía la cabeza apoyada en la pared. Todavía le dolía el cuello, incluso más que el hombro, que llevaba escayolado. Tully permanecía sentado en silencio a su lado y miraba la puerta como si ansiara que se abriera, haciendo caso omiso del periódico desplegado sobre sus rodillas. El titular de apertura del Washington Times hablaba de un nuevo dispositivo de seguridad aeroportuaria. En algún lugar, bajo el pliegue del periódico, una noticia breve mencionaba el suicidio de un fotoperiodista.

Tully la sorprendió mirando el periódico.

– El Cleveland Plain Dealer también ha sacado el suicidio de Garrison en la sección de breves -dijo como si le hubiera leído el pensamiento-. Seguramente habría salido en titulares si hubieran tenido fotos para ilustrar la noticia.

Maggie asintió con la cabeza.

– Sí. Lástima que no las hubiera.

Tully le lanzó una de sus miradas, con la ceja alzada y un ceño poco convincente.

– Pero las había.



– Por desgracia, son pruebas. Y no podemos entregar a los medios fotografías que se consideran pruebas, ¿no? ¿No eres tú el que siempre intenta convencerme de que debo cumplir el reglamento?

Él sonrió.

– Entonces, ¿esas pruebas estarán guardadas en un lugar adecuado?

Maggie se limitó a asentir con la cabeza de nuevo, se recostó en la pared y se ajustó el cabestrillo.

Había intentando hacer justicia impidiendo que las espantosas imágenes tomadas por Ben Garrison no le granjearan la notoriedad que tanto había ansiado. Una notoriedad por la que se había obsesionado hasta el punto de estar dispuesto a incluirse a sí mismo en su monstruoso catálogo de instantáneas.

– ¿Sabes algo de Emma? -preguntó Maggie para zanjar la cuestión de las pruebas, las fotografías y los carretes guardados en el armario de su despacho de Quantico.

Tully dobló el periódico y abandonó de buen grado el asunto al tiempo que dejaba el periódico junto a un montón de revistas viejas que había sobre la mesa, a su lado.

– Va a quedarse una semana más con su madre -contestó-. Ha invitado a Alice a quedarse con ellas. También quería invitar a Justin Pratt.

– ¿En serio? ¿Y qué dijo Caroline?

– No creo que le hubiera importado. La casa es enorme, pero yo dije que nada de chicos -sonrió como si se alegrara de tener algo que decir al respecto-. Pero en realidad no hizo falta. En cuanto se enteró de lo de Eric, Justin quiso volver a Boston.

– Así, que al final algunas cosas han tenido un final feliz, ¿no?

Nada más decir esto, Maggie vio que su madre se acercaba por el pasillo. Kathleen iba vestida con un discreto traje marrón, llevaba tacones y se había maquillado. Algunos policías que había en el pasillo y en las puertas la siguieron con la mirada al pasar. Tenía buen aspecto. Parecía dueña de sí misma y, sin embargo, Maggie sintió que sus músculos se tensaban y que su estómago se hacía un nudo.

Tully se puso en pie.

– Hola, señora O'Dell -dijo. Le ofreció su silla y ella se sentó junto a Maggie. Saludó a su hija con una inclinación de cabeza y le dio las gracias en voz baja a Tully.

– Creo que voy a ir a por un café -dijo Tully-. ¿Os traigo uno?

– Sí, por favor -dijo Kathleen O'Dell con una sonrisa-. Con leche.

Tully se quedó esperando.

– Maggie, ¿quieres una Pepsi light?

Ella levantó los ojos y negó con la cabeza, pero le expresó con la mirada su agradecimiento. Tully se limitó a inclinar la cabeza y echó a andar por el pasillo.

Maggie miró de frente, siguiendo el ejemplo de su madre.

– No sé qué haces aquí -dijo.

– Quería venir a declarar -entonces, como si recordara algo, se puso el bolso sobre el regazo, lo abrió y sacó un sobre. Vaciló y le dio unos golpecitos sobre su mano. Volvió a bajar el bolso y a dar golpecitos con el sobre. Por fin se lo entregó a Maggie sin apenas mirarla.