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– Hay ciertas cosas que debemos discutir, Kathleen. ¿Te importa que hablemos en mi compartimento?

Kathleen pasó por encima de Alice y lo siguió hasta el reservado del fondo del autobús. Le flaqueaban las piernas y notaba una tirantez en el estómago. El reverendo no le había dirigido la palabra desde su ceremonia de castigo. ¿Estaría aún enfadado?

El reservado era pequeño. Una cama ocupaba casi todo el espacio. En un rincón, junto a la mesa escritorio, había un cuarto de baño diminuto. Se oía el rugido del motor. El reverendo cerró la puerta y Kathleen oyó que echaba el pestillo.

– Sé lo doloroso que ha sido para ti lo de esta tarde, Kathleen -dijo él con voz tan suave y acariciadora que Kathleen sintió un alivio inmediato-. Me habría gustado intervenir, pero hubiera parecido una muestra de favoritismo, y eso habría sido aún peor para ti. Me importas mucho. Por eso estoy dispuesto a hacerte este favor especial.

Le indicó que se sentara en la cama y se pusiera cómoda. A pesar de que su voz sonaba suave y tersa, Kathleen advertía en sus ojos una frialdad que no conocía y que le crispaba los nervios. Se sentó de todos modos para no enojarlo, sobre todo si estaba dispuesto a hacerle un favor especial. Había sido tan amable otras veces…

– Lo siento mucho -dijo, a pesar de que ignoraba qué explicación esperaba él. Sabía que al reverendo no le gustaba que sus seguidores pidieran excusas y que, le dijera lo que le dijese, pensaría que se estaba justificando.

– Bueno, eso es agua pasada. Estoy seguro de que, con mis bendiciones especiales, no volverás a traicionarnos.

– Claro que no -dijo ella.

Entonces, con aquella misma fría mirada en los ojos, el reverendo comenzó a desabrocharse los pantalones mientras decía:

– Hago esto por tu bien, Kathleen. Quítate la ropa.

Capítulo 69

Gwen encontró a Maggie en su despacho, acurrucada en el mullido sofá, sobre cuyo brazo había apoyado las piernas, con un montón de carpetas apoyadas en el pecho y los ojos cerrados. Sin decir palabra, soltó la correa de Harvey y le dio una palmada en el lomo para que se acercara a su ama. El perro no vaciló ni pidió permiso: apoyó sus enormes zarpas sobre el sillón para alcanzar la cara de Maggie y le dio un lengüetazo.

– ¡Eh! -Maggie agarró la cabeza del perro y lo abrazó. Harvey retrocedió de un salto cuando las carpetas se abrieron y su contenido comenzó a desparramarse sobre él-. No pasa nada, grandullón -le dijo Maggie, pero ya había abandonado su cómoda postura y estaba de pie cuando Gwen se acercó para ayudarla a recoger las fotografías y los informes de laboratorio.

– Gracias por traerlo -dijo Maggie, y esperó a que Gwen la mirara a los ojos-.Y gracias por venir.

– Me alegro de que llamaras.

A decir verdad, no la había sorprendido la llamada, sino la petición. Tal vez lo de Harvey hubiera sido al principio una buena excusa, pero Gwen había sentido una nota de debilidad en la voz de Maggie mucho antes de que su amiga le dijera:

– Te necesito aquí, Gwen. ¿Puedes venir, por favor?

Gwen no lo había dudado ni un instante. Había dejado los linguine en el escurreverduras, en la pila, y una cacerola con salsa Alfredo casera sobre la placa fría de la cocina. Había salido de casa y estaba ya en el coche, de camino a Quantico, cuando Maggie acabó de contarle los escasos datos de que disponía.

– Entonces, ¿cuál es el plan? -preguntó ahora-. ¿O ni siquiera lo sabes?

– ¿Te refieres a que no debería intervenir?



Gwen observó los ojos de su amiga. No había ira en ellos. Bien.

– Sabes que es mejor que no tomes parte en esto. Lo sabes, ¿no?

– Claro -pero Maggie estaba mirando a Harvey, que se había puesto a husmear por los rincones del despacho, y se fingía distraída por la curiosidad del perro-. Cu

Gwen se sirvió una Pepsi light del minifrigorífico que había en un rincón del despacho. Levantó la mirada hacia Maggie.

– ¿No tienes whisky? -Maggie le sonrió y tendió una mano, y Gwen sacó otra Pepsi-. Ese informante -dijo-, ¿cómo sabemos que no es un agente doble? ¿Cómo sabemos que es de fiar?

– No estoy convencida de que lo sea. Por de pronto, puede que fuera él quien usó el pase de alta seguridad para acceder a esas armas retiradas, las que encontramos en la cabaña. Pero Cu

– Ah, sí. Boston -Gwen se sintió incómoda al oír mencionar su viaje, pero Maggie no pareció percatarse. Que ella supiera, su amiga ni siquiera se había enterado de que Eric Pratt había intentado matarla. Y no tenía sentido sacarlo a colación en ese momento-. Si Caldwell ha estado robando armas y posiblemente filtrando información clasificada para Everett, ¿por qué de pronto está dispuesto a colaborar con las autoridades?

– Evidentemente, se ha encariñado con el senador Brier y su familia -Maggie le quitó con esfuerzo a Harvey una zapatilla deportiva de entras las fauces-. El asesinato de Gi

– Espera un momento -la interrumpió Gwen-, si Everett no sabía lo de la orden de arresto, ¿qué hay de los cadáveres que ha encontrado el equipo de rescate en el complejo?

– Cu

– ¡Jesús! ¿Sabéis si estaban en contacto con Everett?

– No lo sabemos con certeza. Pero no hubo mucho tiempo. Todo fue muy rápido.

– Pero ¿y Caldwell?

– Estaba informado de la orden de arresto, pero no sobre el asalto al complejo. Pretendíamos que fuera por sorpresa para que nadie resultara herido.

Al decir esto, Maggie eludió de nuevo la mirada de Gwen.

Vio que Harvey estaba agazapado bajo su mesa y se agachó para recuperar la otra zapatilla. Puso las dos sobre la estantería, fuera del alcance del perro. Harvey se sentó y se quedó mirándola como si esperara una compensación. Gwen también la miraba, esperando en silencio que Maggie continuara. Sabía que su amiga se hacía la distraída a propósito. Maggie estaba consiguiendo contarle los pormenores más escabrosos del caso sin mencionar a su madre, a pesar de que Gwen recordaba las muchas veces que le había hablado de Stephen y Emily, los nuevos amigos de Kathleen. Aquel Stephen y el tal Caldwell tenían que ser la misma persona.

– Y las fidelidades en conflicto de Caldwell -dijo Gwen por fin-, ¿cómo afectan a tu madre y a su seguridad?

– Eso no lo sé. Que sepamos, Caldwell todavía está con Everett. Y también mi madre -se sentó en el sillón y Harvey se acercó a ella y reposó la cabeza sobre su regazo como si fuera lo que se esperaba de él. Maggie comenzó a acariciarlo, abstraída, mientras apoyaba la cabeza en el suave cojín-. Intenté hablarle de Everett. Y acabamos… En fin, fue muy desagradable.

Gwen sabía guardar silencio. Maggie le había contado muy pocas cosas sobre su vida, y lo que sabía de su infancia y de las relaciones con su madre procedía de alusiones y de lo que había podido observar personalmente a lo largo de los años, así como de las pocas cosas que le había dicho Maggie casi por accidente. Sabía del alcoholismo de Kathleen y se había enterado de sus intentos de suicidio siempre a posteriori, a pesar de que varios habían tenido lugar desde que Maggie y ella se conocían. Pero Maggie siempre había eludido hablar de su relación con Kathleen y, para bien o para mal, Gwen lo había consentido con la esperanza de que algún día su amiga decidiera hablarle por propia voluntad de aquella batalla. Pero incluso esa noche, y a pesar de las circunstancias, Gwen esperaba pocas confesiones. Se apoyó en la esquina de la mesa de Maggie y aguardó, solo por si acaso.