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– ¿Y qué es lo que quiere? Lo siento, Racine, pero no vas a escurrir el bulto tan fácilmente. ¿Qué es lo que busca ese tipo?

– Fotos.

– ¿Y qué fotos podrías darle tú?

– Quiere hacerme fotos a mí -dijo Racine con rabia.

– ¡Joder! -Maggie no podía creerlo. Con razón Racine parecía hecha polvo-. ¿Y por qué se le ha ocurrido una cosa así?

– Corta el rollo, O'Dell. Ya sabes por qué.

Así pues, los rumores eran ciertos. Las historias que se contaban sobre el intercambio de favores de Racine no eran simples chismes de vestuario.

– ¿Se da cuenta de que podríamos detenerlo por obstrucción a la justicia? -Se lo dije.

– ¿Y?

– Se echó a reír.

– Pues hagámoslo.

– ¿Estás de broma?

– No. Hablaré con Cu

– Ya estoy metida en un buen lío, O'Dell. Si lo de Garrison es un farol…

– Si Garrison es tan arrogante como creo y tiene algo, lo convenceremos de que le conviene compartir la información.

– ¿Y cómo vamos a convencerlo?

– Voy a llamar a Cu

Maggie colgó y dejó a un lado el whisky. Sentía un repentino arrebato de energía. Zarandeó suavemente a Harvey para despertarle. De pronto se alegraba de que hubiera en el mundo cabrones como Garrison.

Capítulo 58

MIÉRCOLES, 21 de noviembre

Washington D. C.

Ben Garrison fingía mantener la calma mientras permanecía sentado en medio de la comisaría número doce, esposado a una silla. Los agentes se abrían paso a empujones a su alrededor sin reparar en él. Una puta desdentada le sonreía desde el otro lado de la sala. Incluso le guiñó un ojo, descruzó las piernas y le ofreció una panorámica a lo Sharon Stone de su mercancía. Ben ni se inmutó.

Le picaban las muñecas, comprimidas por las esposas. Las patas endebles de la silla le sacaban de quicio. Empujó la silla contra la pared y los dos cabrones que le habían llevado allí pusieron mala cara. Aún no podía creer que Racine le hubiera hecho aquello. ¿Quién iba a pensar que se atrevería? Pero, cosa rara, aquello sólo le daba más ganas de follársela.

A su regreso de Boston había encontrado a dos policías del Distrito esperándolo en su apartamento. Al principio, pensó que la señora Fowler iba a hacer que le echaran del edificio porque había notado el olor del pesticida que había dejado para disfrute de las cucarachas. Si aquellas pequeñas bastardas habían invadido el edificio, a la pobre mujer le habría dado un infarto. Pero, no, no se trataba de la señora Fowler, sino de Racine. Qué sorpresa. La muy zorra tenía sus propios planes, entre los que se incluía, obviamente, el hacerle esperar.



No iba a permitir, de todas formas, que Racine arruinara su buena racha, sobre todo después de haberse pasado la mañana poniéndole los dientes largos a Britt Harwood con otra exclusiva. Ben sonrió. Racine ya no podía hacer nada respecto a las fotos que saldrían en la edición de esa tarde del Boston Globe.

Qué demonios, había hecho lo que quería con las copias, así que no le importaba compartirlas con Racine. De todas formas, pensaba dárselas. Y la detective no podía reprocharle que quisiera una compensación a cambio.

– Te están esperando, Garrison -dijo uno de aquellos Neanderthales vestidos de azul mientras le quitaba una esposa para soltarle de la silla. Luego, rápidamente, volvió a ponerle la esposa en la muñeca. Cuando Ben se levantó, el tipo lo agarró del codo y lo condujo por el pasillo.

La sala era pequeña, sin ventanas, y tenía varios agujeros en las paredes desnudas; algunos pequeños, como de bala, y un par de ellos tan grandes que daba la impresión de que alguien había intentado atravesar el cemento con el puño o la cabeza. Olía a pan quemado y a calcetines de deporte sucios. El agente le hizo sentarse en una de las sillas que rodeaban la mesa. Luego volvió a esposarlo a la silla.

A Ben le dieron ganas de decirle que, si de veras quisiera marcharse, no tenía más que darle la vuelta a la silla, plegarla y llevársela; quizás incluso darle a alguno con ella en la cabeza al salir. Pero seguramente no era el mejor momento para pasarse de listo, así que se mantuvo el pico cerrado y se preparó para otra larga espera.

Cosa extraña, Racine entró al cabo de un par de minutos y se detuvo a hablar con el Neanderthal en la puerta antes de darse por enterada de que estaba allí. Iba seguida por una mujer atractiva, de pelo negro, vestida con un traje azul marino de aspecto oficial. A Ben le pareció reconocerla. Sin duda acabaría acordándose. ¡Menudo chollo! ¡Dos nenas!

Racine estaba también bastante buena. Si quería hacerse la dura, tendría que esforzarse un poco más. Aunque Ben tenía que reconocer que era una hortera y que con aquel pelo rubio y de pincho parecía recién salida de la ducha. Llevaba unos pantalones azules y un jersey que él hubiera preferido más ajustado. Pero sin chaqueta -por suerte- daba gusto verla con la sobaquera de cuero y la culata de la Glock asomando por debajo del pecho izquierdo. Sí, ya sentía los efectos. Pobre Racine. Seguramente pensaba que meterlo allí era una especie de castigo.

El Neanderthal llevó su mochila y la puso sobre la mesa. Luego se largó y cerró la puerta. Racine apartó una silla y puso sobre ella un pie, intentando hacerse la dura. La otra se apoyó en la pared, cruzó los brazos y se puso a examinar a Ben.

– Bueno, Garrison, me alegro de que al fin hayamos podido arreglar el pequeño encuentro que proponías -dijo Racine-. Esta es la agente especial Maggie O'Dell, del FBI. He pensado que tal vez no te importara que montáramos un trío.

– Lo siento, Racine. Si ésta es tu idea de la intimidación, te vas a llevar una desilusión. La verdad es que me estás poniendo muy cachondo.

Racine no se sonrojó, ni siquiera levemente. Tal vez la detective Racine fuera más dura que la agente Racine.

– Este caso pertenece a los federales, Garrison. Eso podría significar…

– Corta el rollo, Racine -la atajó él, y miró a O'Dell, que seguía inmóvil, con cara de póquer, apoyada en la pared. Él sabía quién mandaba allí, así que, cuando volvió a hablar, se dirigió a O'Dell-. Sé que sólo quieren las fotos. Pero pensaba dárselas desde el principio.

– ¿De veras? -dijo O'Dell.

– Sí, de veras. No sé qué entendió Racine. Será que acumula mucha tensión sexual porque no sabe con qué o con quién joder esta semana.

– Bueno, me parece que tú vas a sentirte muy jodido cuando acabe contigo, Garrison -replicó Racine, que hacía el papel de poli malo, sin pestañear siquiera.

O'Dell también conservaba la calma.

– ¿Tiene las fotos aquí? -preguntó, señalando con la cabeza el macuto.

– Claro. Y estoy dispuesto a enseñárselas -levantó las manos para hacer resonar las esposas contra la silla de acero-. Se las daré, joder. En cuanto retiren todos los cargos, claro.

– ¿Cargos? -Racine miró a O'Dell y luego volvió a mirarlo a él-. ¿Te han dado los chicos la impresión de que estabas arrestado? Creo que les has malinterpretado, Garrison.

A Ben le dieron ganas de decirle que se fuera a tomar por culo, pero se limitó a sonreír y levantó las manos de nuevo para que le quitaran las esposas.

O'Dell llamó a la puerta y el policía de cuello de toro entró para abrir las esposas. Luego se marchó otra vez sin decirles ni una sola palabra a las agentes.

Ben se frotó las mejillas lentamente y luego se acercó a la bolsa y empezó a hurgar en ella. No quería que revolvieran sus cosas. Depositó su cámara, sus lentes y su trípode plegable sobre la mesa. Luego sacó un par de camisetas, dos pantalones de chándal y una toalla para sacar los sobres de papel de estraza del fondo. Abrió uno y esparció su contenido sobre la mesa: negativos, varias páginas de contactos y las copias que le había dado la gente de Harwood después de revelar la película. Dejó las copias sobre la mesa, ordenándolas por orden cronológico para que el efecto fuera completo.