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Entonces, accidentalmente, se le cayó el lápiz.

La silla chirrió cuando el chico se lanzó al suelo. Los grilletes resonaron y el chico se movió tan rápidamente que Gwen sólo vio el borrón de su mono naranja. Sintió el impulso de lanzarse a por el lápiz, y empujó la silla, que cayó hacia atrás. Pero era demasiado tarde. El chico le había tomado la delantera. Gwen gateó, intentó levantarse. Pero justo cuando oyó un ruido de pasos apresurados y de cerrojos que se descorrían, sintió que le echaban la cabeza hacia atrás.

El chico estaba tumbado en el suelo, pero había logrado agarrarla del pelo antes de que pudiera alejarse. Tiró con fuerza y Gwen perdió el equilibrio. Tiró de nuevo, y ella cayó sobre su pecho. Sólo veía tres pares de zapatos que se habían parado en seco. Entonces notó el lápiz en su garganta; la punta afilada se apretaba contra su carótida, amenazaba con traspasar la carne y las venas. Y, pese al miedo que la atravesaba, lo primero que se le pasó por la cabeza fue lo estúpida que había sido por sacarle punta al lápiz esa misma mañana.

Capítulo 46

Tully apuntaba con su Glock a la cabeza del chico. Desde aquel ángulo, sería un disparo limpio. Podía hacerlo, pero quizás el muy cabrón lograra clavarle el lápiz a la doctora Patterson en un movimiento reflejo de los músculos. ¡Mierda! ¿Por qué no había reparado en el maldito lápiz?

– Vamos, Eric -Morrelli intentaba convencer al chaval. Pero, por la mirada enloquecida de Pratt, Tully adivinaba que no habría modo de persuadirlo. Morrelli, sin embargo, seguía hablando-. No querrás hacerlo, Eric. Ya tienes bastantes problemas. Podemos ayudarte, pero no…

– ¡Basta! ¡Cállate la puta boca! -gritó el chico, y tiró hacia atrás de la cabeza de la doctora Patterson, dejando al descubierto un poco más su cuello desnudo.

Tenía las manos esposadas, de modo que sólo podía agarrarla del pelo con una mano, manteniéndola pegada a sí, mientras con la otra sujetaba el lápiz con la punta, afilada como una cuchilla, apretada contra su piel. De momento, Tully no veía sangre. Pero un buen empujón y saldría a chorros. ¡Cielo santo!

Tully intentó hacerse una idea clara de la postura de la doctora sin apartar los ojos de Pratt. Tenía una pierna retorcida bajo el cuerpo. Había levantado instintivamente una mano para agarrar del brazo a su agresor, y asía con fuerza la manga del mono naranja. Pratt no lo notaba, o no le importaba. Eso estaba bien. Ella tenía cierto control, aunque se aferraba al brazo que le sujetaba el pelo, y no al del lápiz. Tully miró su cara. Parecía tranquila. Pero entonces sus ojos se encontraron, y advirtió su miedo. El miedo era bueno. El pánico, no.

Morrelli volvió a la carga.

– ¿Qué quieres que hagamos, Eric?

Saltaba a la vista que le estaba tocando los cojones al chico, pero al menos lo mantenía distraído. A Tully le impresionó el aplomo de Morrelli, que se mantenía tranquilo, con las manos junto a los costados, flanqueado por dos hombres armados. Le hablaba al chico como si estuviera a punto de tirarse por una cornisa.

– Dinos algo, Eric. Dinos qué quieres.

– Eric -dijo en voz baja la doctora Patterson-, tú no quieres hacerme daño -dijo lentamente, haciendo un esfuerzo evidente por hablar sin moverse, ni tragar saliva, pero sin indicio alguno de miedo.

Tully se preguntó si habría pasado por algo así antes.

– No, no quiero hacerle daño -contestó Pratt. Pero antes de que pudieran relajarse, añadió-. Tengo que matarla.

Por el rabillo del ojo, Tully vio que Morrelli se movía ligeramente, y rezó porque no estuviera pensando en hacer alguna tontería. Miró de nuevo a la doctora Patterson e intentó atraer su mirada. Cuando ella lo miró, Tully inclinó levemente la cabeza con la esperanza de que le entendiera. Ella mantuvo los ojos fijos en su cara y finalmente bajó la mirada a lo largo de su brazo, hasta el dedo del gatillo.



– Eric -Morrelli había decidido intentarlo otra vez-, hasta ahora no hay contra ti ningún cargo de asesinato. Sólo de posesión de armas. No lo hagas. La doctora Patterson sólo quiere ayudarte. No ha venido a hacerte daño.

Tully sostuvo con firmeza la pistola y apuntó. Tenía ganas de apretar el gatillo. Esperó, observando la mano de la doctora Patterson sobre la manga naranja.

– Es Satán -susurró Eric-. ¿Es que no lo ven? La ha mandado el padre Joseph -apretó el lápiz; agujereó la piel; manó la sangre-. Ha venido a matarme. Tengo que matarla yo primero.

Tully oyó el clic del seguro del arma de Burt. ¡Mierda! No podía hacerle una seña al guardia, estando Morrelli entre ellos. Volvió a mirar a los ojos a la doctora Patterson. Estaba lista, pese a su miedo. Él volvió a inclinar levemente la cabeza.

– Tengo que matarla -dijo Eric, y la inflexión de su voz hizo comprender a Tully que hablaba en serio-. Tengo que matarla antes de que me mate a mí. Tengo que hacerlo. No tengo elección. O ella o yo.

Tully vio que los dedos de la doctora Patterson se crispaban sobre la manga naranja. Bien. Se estaba agarrando mejor. Podía ver sus dedos sin apartar la mirada del visor de su Glock. Entonces, de repente, ella tiró hacia abajo con fuerza. Pratt no le soltó el pelo, y el movimiento hizo que su cabeza girara hacia abajo y se alejara del lápiz. Tully no perdió ni un segundo. Apretó el gatillo, destrozando el hombro izquierdo de Pratt. El chico abrió los dedos. El lápiz cayó al suelo. La doctora Patterson le propinó un codazo en el pecho. El chico le soltó el pelo. Ella se alejó gateando. En cuestión de segundos, Burt se arrojó sobre Pratt y le aplastó la cara contra el suelo. Enfurecido, apretaba con su botaza negra el hombro ensangrentado del chico y su sien con la pistola. Morrelli, que estaba a su lado, intentaba refrenarlo.

– Tranquilo, Burt.

Tully vaciló antes de acercarse a la doctora Patterson. Ella permanecía arrodillada, echada hacia atrás sobre los pies, como si buscara fuerzas para levantarse. Tully se arrodilló frente a ella, pero la doctora eludió sus ojos. Él le tocó la mejilla, tocó su mandíbula y le levantó un poco la cara para verle el cuello. Ella le dejó hacer; de pronto lo miraba a los ojos y se aferraba a su brazo como si no quisiera que la soltara. Él enjugó las gotas de sangre. El pinchazo sólo había agujereado la piel.

– Vas a tener una moratón de cojones, doctora -escudriñó sus ojos y advirtió que ella ahuyentaba el miedo. O que lo intentaba, al menos.

– Deberíamos llevarla a urgencias -dijo Morrelli detrás de ellos.

– Estoy bien -le aseguró ella mientras le dedicaba a Tully una sonrisa rápida y cohibida antes de alejarse de él y apartar la mano de su brazo. No rechazó su ayuda, sin embargo, al ponerse en pie, descalza. En algún momento había perdido los zapatos.

– Es Satán, es el Anticristo. El padre Joseph la mandó para matarme -Pratt seguía gritando-. ¿Es que no lo ven?

– Sáquelo de aquí -le dijo Morrelli a Burt, que levantó al chico y lo empujó con fuerza cuando empezó a mascullar otra vez.

Tully levantó la silla plegable y se la acercó a la doctora Patterson. Ella la rechazó con un ademán y escudriñó la habitación en busca de sus zapatos. Tully vio uno y se agachó bajo la mesa para recogerlo. Al incorporarse, Morrelli estaba con una rodilla en el suelo, poniéndole el otro zapato a la doctora, a la que le sujetaba el tobillo como si fuera el Príncipe Encantador. Tully recordó de pronto lo poco que le gustaba aquel tipo, y los tipos como él. Morrelli se giró hacia él sin apartar la rodilla del suelo y le indicó con un gesto que le diera el zapato. Tully se lo dio.

Pero, cuando levantó la mirada hacia la doctora Patterson, vio que ella lo estaba mirando a él y no a Morrelli.