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– Quizás.
– Todo se ha perdido -contestó Stephen, y se miró las manos, incapaz de enfrentarse a los ojos del reverendo.
– ¿Todo?
Stephen se limitó a asentir con la cabeza.
Kathleen no tenía ni idea de a qué se referían, pero el Padre y Stephen hablaban a menudo de misiones secretas que a ella no la incumbían. En ese momento, sólo podía pensar en cómo le acariciaba el Padre las manos, haciendo que se sintiera especial y, al mismo tiempo, acalorada e incómoda. Deseaba retirar las manos, pero sabía que no debía hacerlo. Sólo era un gesto de compasión. ¿Cómo se atrevía a pensar otra cosa? Notó que se ponía colorada al pensarlo.
– Hay un cabo suelto -dijo Stephen.
– Sí, lo sé. Me ocuparé de eso. ¿Habrá que…? -el reverendo titubeó, como si buscara la palabra correcta-. ¿Habrá que acelerar la partida?
Stephen sacó unos papeles y un mapa, se acercó al Padre y clavó un rodilla en el suelo para enseñarle todo aquello. Kathleen lo observaba, concentrada en sus gestos. Stephen no dejaba de asombrarla. Aunque alto y delgado, con una impecable tez negra, rasgos infantiles y una mente incisiva, parecía tímido y callado, como si siempre estuviera esperando permiso para hablar. El Padre decía que Stephen era brillante, pero al mismo tiempo demasiado humilde, tardo para aceptar sus méritos y demasiado vulgar en sus ademanes como para sobresalir. Era uno de esos hombres que rara vez llamaban la atención. Y Kathleen se preguntaba si eso hacía más fácil o más difícil su trabajo cotidiano.
Intentó recordar a qué se dedicaba en el Capitolio. Aunque se pasaba horas conversando con Stephen y Emily, sabía muy poco de ellos. Stephen parecía tener un puesto importante. Kathleen le había oído mencionar algo sobre el nivel de su pase de seguridad, y siempre dejaba caer el nombre de algún senador o de sus secretarios, con los que hablaba o con los que se mantenía en contacto. Fuera cual fuese su puesto, saltaba a la vista que era de gran ayuda para el Padre y para la iglesia.
Stephen acabó con sus papeles, se levantó y se retiró. Kathleen cayó en la cuenta de que no había escuchado ni una sola palabra de su conversación. Miró la cara del padre para ver si lo había notado. Su piel olivácea y su mandíbula hirsuta le hacían parecer mayor, aunque sólo tenía cuarenta y seis años. Había nuevas arrugas alrededor de sus ojos y su boca. Soportaba demasiada presión para un solo hombre. Eso era lo que les decía a menudo, pero luego añadía que no tenía elección, que Dios lo había elegido para conducir a sus seguidores a una vida mejor. Por fin soltó las manos de Kathleen y las cruzó sobre el regazo. Al principio, Kathleen pensó que estaba rezando, pero luego se dio cuenta de que estaba retorciendo el bajo de su chaqueta, en un gesto sutil, pero inquietante.
– Los que pretenden destruirnos se acercan cada día más -les confió en voz baja-. Yo puedo destruir a algunos de nuestros enemigos, pero a otros sólo podemos acallarlos de momento. Todo lo que había almacenado en la cabaña era para nuestra seguridad. Si se ha perdido, habrá que encontrar otro modo de protegernos. Debemos guardarnos de quienes pretenden destruirnos. De quienes envidian mi poder. Lo que más me preocupa es sentir la deslealtad en nuestras filas.
Emily dejó escapar un gemido de angustia, y a Kathleen le dieron ganas de abofetearla. ¿Es que no se daba cuenta de que aquello era terrible para el Padre? El reverendo necesitaba su fortaleza y su apoyo, no su pánico. Aunque no estaba segura de a qué deslealtades se refería. Sabía que había varios miembros de la iglesia que se habían marchado; algunos de ellos hacía poco tiempo. Y luego estaba, naturalmente, el periodista, aquel fotógrafo que se había hecho pasar por un alma perdida para acceder al complejo.
– Nadie que se oponga a mí quedará impune -al decir esto, el Padre no parecía enfadado, sino triste, y los miraba como si les suplicara ayuda, a pesar de que aquel hombre fuerte y santo jamás pediría tal cosa, al menos en persona. A Kathleen le dieron ganas de decir o hacer algo para reconfortarlo.
– Cuento con vosotros tres -prosiguió el reverendo-. Sólo vosotros podéis ayudarme. No debemos permitir que las mentiras nos destruyan. No podemos confiar en nadie. No debemos permitir que destruyan nuestra Iglesia -la calma se transformó lentamente en ira, sus manos se volvieron puños y su tez pasó de olivácea a púrpura. Su voz, sin embargo, sonaba firme-. El que no está con nosotros, está contra nosotros. Los que están contra nosotros sienten envidian de nuestra fe, celos de nuestra sabiduría y de los dones que nos ha concedido Dios.
Dio un puñetazo en el brazo de la silla, y Kathleen se sobresaltó. El reverendo no pareció notarlo y siguió hablando como si la rabia se hubiera adueñado de él. Kathleen nunca lo había visto así. Le salía saliva por las comisuras de la boca al hablar.
– Ansían mi poder. Quieren destruirme porque conozco sus secretos. Pero no destruirán lo que tanto esfuerzo me ha costado construir. ¿Cómo se atreven a pensar siquiera que pueden derrotarme? ¿Que pueden destruirme? Veo el final. Vendrá en una bola de fuego, si deciden destruirme.
Kathleen lo observaba, incómoda, pero sin moverse. Tal vez aquel fuera uno de los éxtasis proféticos del reverendo. Les había hablado de sus visiones, de sus temblores, de sus conversaciones con Dios, pero nadie había presenciado aquellos accesos místicos. ¿Era eso lo que estaba pasando? ¿Por esa razón se hinchaban las venas de su frente y le rechinaban los dientes? ¿Era eso lo que pasaba cuando se hablaba con Dios? ¿Cómo iba a saberlo ella? Ella había dejado de hablar con Dios hacía una eternidad. Justo cuando empezó a creer en el poder de Jack Daniels y Jim Beam.
El reverendo, sin embargo, parecía tener un don especial, cierta sabiduría, habilidades casi psíquicas. ¿Cómo, si no, era capaz de adivinar tan certeramente los temores de la gente? ¿Cómo si no iba a saber tanto sobre cosas que los medios de comunicación y el gobierno ocultaban a ojos de todo el mundo?
Al principio, le había chocado que les dijera que el gobierno ponía en el agua productos químicos, como flúor, para provocar cáncer, o que inoculaba la bacteria E.coli a vacas sanas para difundir el pánico entre la población. O que ponía micrófonos en los teléfonos móviles y cámaras en los cajeros automáticos. Hasta la banda magnética del dorso de las tarjetas de crédito contenía dispositivos de seguimiento. Y ahora, con Internet, el gobierno podía meterse en casa de la gente cada vez que se conectaban a la red.
Al principio, a Kathleen le había costado creerlo, pero el Padre les leía siempre artículos procedentes de fuentes que, según él, eran de toda confianza -algunos procedían de prestigiosas revistas médicas-, y todos ellos respaldaban sus afirmaciones.
El reverendo era uno de los hombres más sabios que Kathleen había conocido. Todavía no sabía si le importaba o no que su alma se hubiera salvado. Lo que le importaba era que, por primera vez desde hacía más de dos décadas, volvía a creer en alguien y se hallaba rodeada de personas que se interesaban por ella. Formaba parte de una comunidad, de una entidad más importante y trascendental que ella misma. Eso era algo que nunca había experimentado.
– ¿Kathleen?
– ¿Sí, Padre?
El reverendo, que les estaba sirviendo más té, frunció el ceño al notar que ella apenas había tocado el suyo. Pero en lugar de echarle un sermón sobre las propiedades curativas de su infusión, dijo:
– ¿Qué puedes decirme de tu desayuno con tu hija?
– Ah, eso. Fue agradable -mintió; no quería confesar que Maggie la había dejado plantada antes de que llegaran a pedir el desayuno-. Le dije a Maggie que quizás podríamos celebrar juntas Acción de Gracias.
– ¿Y? Espero que no se haya disculpado alegando que estará fuera, ocupada en hacer el perfil psicológico de algún caso importante, ¿verdad?
El reverendo parecía muy preocupado por su relación con Maggie. Kathleen se sintió culpable por darle más quebraderos de cabeza, con todos los problemas que tenía ya.