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Sabía que Eric echaba también de menos al abuelo, aunque era demasiado machito para admitirlo. Menos de tres semanas después del entierro, Eric dejó la universidad de Brown, y en casa estalló el caos.
– Disculpa, ¿te estoy aburriendo? -la voz del Padre retumbó en la habitación.
Justin se irguió, pero ya estaba todo lo tieso que podía estar. Sintió que Alice le agarraba el tobillo con tanta fuerza que le clavó las uñas en los calcetines y la piel.
¡Mierda! Se había metido en un buen lío. Alice le había advertido que quedarse dormido durante las charlas del Padre podía significar un severo castigo. Bah, ¡qué demonios! ¿Qué más daba si le mandaba otra vez al bosque? Quizás esta vez se largara. Estaba harto de aquella mierda. Quizá pudiera reunirse con Eric en alguna parte.
– Contesta -ordenó el Padre mientras la sala permanecía en silencio. Nadie se atrevió a girarse para mirar al culpable-. ¿Lo que digo te parece tan aburrido que preferirías irte a dormir?
Justin levantó la mirada, preparado para afrontar su castigo, pero el Padre estaba mirando hacia su izquierda. El viejo sentado junto a él comenzó a removerse, intranquilo. Justin notó que sus manos callosas apretaban el bajo de su camisa de faena azul. Lo conocía; era uno de los albañiles. Con razón se estaba durmiendo. Los albañiles trabajaban de sol a sol para acabar de reformar la casa del Padre antes de que cayera el invierno, lo cual era absurdo si iban a mudarse todos a una especie de paraíso. Sin duda otros albañiles levantarían la voz para recordarle al Padre que llevaban muchas horas trabajando. Pero todo el mundo guardó silencio y esperó.
– Martin, ¿qué tienes que decir en tu favor?
– Creo que…
– Levántate cuando te dirijas a mí.
Durante los sermones, todos los miembros debían permanecer sentados en el suelo. Justin no lograba entender por qué el Padre era él único que tenía una silla. Alice había intentado explicarle que ninguna cabeza debía quedar por encima de la del Padre cuando éste hablaba. Justin se habría echado a reír al oírla, de no ser por la expresión grave, casi reverencial, de su rostro.
– Hay traidores entre nosotros -bramó el Padre-. Un periodista intenta destruirnos con horrendas mentiras. No es momento para que nos sorprendan durmiendo. ¡He dicho que te levantes!
Justin vio que el viejo desdoblaba las piernas y se ponía en pie con esfuerzo. Le daba pena el pobre diablo. Después de tres horas, él también tenía calambres. El viejo le recordaba a su abuelo; era bajo y enjuto, pero fibroso. Seguramente era más joven y fuerte de lo que sugería su piel cuarteada. Le lanzó una mirada a Justin y luego apartó los ojos. Justin recordó que no debía mirarlo. Por el rabillo del ojo, vio que los demás tenían los ojos bajos y la cabeza vuelta hacia el frente de la habitación.
– Martin, nos estás haciendo perder el tiempo a todos. Quizás, en lugar de darnos una explicación, necesites que te recuerden lo que pasa cuando se hace perder el tiempo a los demás -el Padre les hizo una seña a sus dos guardaespaldas, y éstos desaparecieron por la puerta de atrás-.Ven aquí, Martin, y trae contigo a Aaron.
– No, espere… -protestó Martin mientras avanzaba hacia la parte delantera de la sala, esquivando cuidadosamente a los miembros de la iglesia sentados sin orden ni concierto por el suelo-. Castígueme a mí -dijo-, pero no le haga nada a mi hijo.
Pero Aaron, un chico rubio y de piel muy blanca, ya se estaba acercando al Padre. Justin calculó que tenía más o menos su edad, sólo que era bajito y fibroso, como su padre, y se mostraba extrañamente ansioso por complacer al reverendo.
– Martin, sabes que aquí no hay padres ni hijos. Ni madre, ni hijas. Ni hermanos, ni hermanas -la voz del Padre sonó de nuevo serena y tranquilizadora-. Todos pertenecemos a una sola unidad, a una sola familia.
– Claro, yo sólo quería decir que… -Martin se detuvo al ver que los guardias volvían llevando lo que parecía una gruesa y larga manguera.
Entonces la manguera de movió.
– ¡Mierda! -masculló Justin, y se giró rápidamente para ver si alguien había oído su exclamación por encima de los gemidos de sorpresa de los demás. Porque lo que llevaban los guardias era la serpiente más grande que había visto Justin.
Lanzó una mirada al rostro del Padre mientras los demás volvían a guardar silencio. El reverendo observaba la reacción de su público con una sonrisa y asentía, satisfecho. De pronto, sus ojos se encontraron con los de Justin y su sonrisa se convirtió en ceño. Justin apartó la mirada y bajó la cabeza. ¡Joder! ¿Se habría metido en un lío? Aguardó a que lo llamaran y se dio cuenta de que el corazón le golpeaba las costillas. ¿Le traicionaría su sonido en medio de aquel puto silencio?
– Aaron -dijo el Padre-, quiero que agarres esta serpiente y la coloques alrededor del cuello de Martin.
No hubo exclamaciones de sorpresa, sino un nuevo silencio, como si toda la gente que había en la habitación contuviera el aliento al mismo tiempo.
– Pero Padre… -la voz de Aaron parecía la de un niño pequeño. Justin hizo una mueca. Estúpido chiquillo. No muestres debilidad. No le dejes notar que tienes miedo.
– Aaron, me sorprendes -la voz del reverendo sonó suave y dulce, y Justin se encogió aún más-. ¿Acaso no viniste a mí la semana pasada para decirme que estabas preparado para convertirte en uno de mis soldados? ¿En uno de nuestros justicieros?
– Sí, pero…
– Pues deja de lloriquear y haz lo que te digo -gritó, y su cambio de tono les sobresaltó a todos.
Aaron miró al Padre y a Martin y luego miró la serpiente. Justin no podía creer que se lo pensara siquiera. Pero ¿qué alternativa tenía, si no quería que la puta serpiente acabara alrededor de su propio cuello? Seguro que era sólo una prueba. Sí, eso era. Justin no sabía mucho sobre la Biblia, pero ¿no había una historia bíblica en la que Dios le pedía a un padre que matara a su propio hijo? Luego, en el último momento, Dios le detenía. Eso tenía que ser.
Justin respiró hondo, pero no pareció extraer alivio alguno de aquella súbita idea. Lo único que sentía eran las uñas de Alice clavándose más y más en su tobillo.
Aaron agarró la serpiente. Martin, que entre tanto se había mantenido firme y erguido, empezó a sollozar tan violentamente que se convulsionó cuando Aaron y uno de los guardias le pusieron la serpiente alrededor del cuello y de los hombros.
– No deben sorprendernos durmiendo -dijo el Padre con calma, como si aquella fuera otra de sus enseñanzas-. Nuestros enemigos están más cerca de lo que creéis. Sólo los que entre nosotros sean fuertes y observen estrictamente nuestras normas sobrevivirán.
Justin se preguntó si alguien le estaba escuchando. A él le costaba oír sus palabras por encima del golpeteo de su corazón mientras veía cómo se iba enroscando la serpiente y cómo se iba hinchando y enrojeciendo la cara de Martin. Dominado por el pánico, el viejo clavó los dedos en la serpiente.
– Sólo hace falta una persona -continuó el Padre-, una sola, para traicionarnos, para destruirnos a todos.
Justin no podía creerlo. El Padre ni siquiera miraba a Martin. Sin duda pararía aquello de un momento a otro. ¿No bastaba ya como prueba? El viejo tenía los ojos en blanco; la lengua le colgaba de la boca. Iba a estallarle la cabeza. Iba a estallarle la puta cabeza.
– Debemos recordar… -el Padre se detuvo y miró el charco que se iba formando alrededor de sus zapatos. Martin se había orinado encima. El Padre levantó un pie y su rostro se contrajo en una expresión de asco. Les hizo una seña a los guardias-. Quitadle la serpiente -dijo, como si sólo lo hiciera porque no quería que se le mancharan los zapatos.
Hicieron falta los dos guardias y Aaron para quitar la serpiente. Martin se desplomó allí mismo. Pero el Padre continuó hablando como si aquello fuera una distracción sin importancia, pasó por encima del cuerpo de Martin y le dio la espalda mientras el viejo se alejaba, arrastrándose.