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– No tenemos mucho tiempo, agente O'Dell -dijo Stan con impaciencia.

Pobre Stan. Otro aviso de madrugada en menos de una semana.

Tully se acercó a ella y señaló el suelo.

– Mira esas marcas tan raras, esos agujeros circulares.

Maggie tardó un momento en ver las marcas. Parecía que habían apoyado algo allí, aunque no podía ser un objeto muy pesado. Las marcas no eran profundas; apenas se incrustaban en la tierra.

– ¿Te sugieren algo? -preguntó Tully.

– No. ¿Deberían?

– Creo que sí, aunque no sé qué.

Julia Racine se acercó a ella con los brazos en jarras y sonrió.

– Tully está muy pesimista hoy -dijo-. Ya está buscando un asesino en serie.

Maggie echó una última ojeada a las marcas, se incorporó y miró de nuevo el cuerpo de la chica. Luego se giró hacia la detective.

– Creo que el agente Tully tiene razón. Y, a juzgar por el escenario, yo diría que esto no ha hecho más que empezar.

Capítulo 23

– En mi opinión no es más que una violación que al tipo se le fue de las manos.

Tully hizo una mueca al oír la afirmación de la detective Racine, pero no se molestó en llevarle la contraria. Sólo tenía que esperar a que lo hiciera O'Dell.

– Si eso es lo que crees, ¿por qué nos han llamado?

– ¡Y yo qué sé! -Racine se encogió de hombros y se subió el cuello de la chaqueta mientras otro trueno retumbaba en el aire-. Esto es territorio federal.

– Entonces deberían haber llamado a alguien de la oficina de Washington. Pero eso no explica por qué han avisado a la Unidad de Ciencias del Comportamiento.

Tully miró los nubarrones. O'Dell tenía razón. Ellos dos eran expertos en análisis criminal, en la elaboración de perfiles psicológicos; particularmente, de criminales reincidentes y de asesinos en serie. Alguien -no la detective Racine- había avisado a Cu

– La lucha tuvo lugar aquí -Racine, ansiosa por demostrar su teoría, señaló un lugar donde las hojas estaban aplastadas y rotas. Los del laboratorio de criminología se habían pasado un buen rato revolviendo aquella zona y recogiendo pruebas.

O'Dell se agachó al borde del perímetro y examinó la zona sin tocar nada.

– No parece que haya habido lucha. Está claro que aquí se ha tumbado alguien. Puede incluso que se revolcaran. Las hojas y la hierba están aplastadas. Pero no hay hierba arrancada, ni arañazos en la tierra, ni marcas de tacones, como en un forcejeo violento.

La detective Racine soltó un bufido y Tully no pudo evitar pensar en su poca delicadeza. Aquellas dos estaban buscándose las vueltas como dos gallos de pelea. O como dos hombres compitiendo por ver quién le tocaba más las narices al otro.

– Mira, O'Dell, yo sé una o dos cosas sobre violaciones -Racine hablaba como si se le estuviera agotando la paciencia-. Colocar así el cuerpo es sólo otra forma de degradar a la víctima.

– ¿No me digas?

Tully se dio la vuelta. ¡Cielo santo! Ya empezaba otra vez. Reconocía aquel tono sarcástico. Incluso lo había padecido un par de veces.



– ¿Se te ha ocurrido pensar que tal vez el asesino haya colocado así el cuerpo para alterar la escena del crimen? -le preguntó O'Dell a la detective.

– ¿Para alterarla? ¿Quieres decir a propósito, para despistarnos?

Tully, que seguía de espaldas a ella, hizo girar los ojos y confió en que O'Dell no dijera «¡Bingo!». La detective Racine estaba al mando de la investigación. ¿No podía recordarlo O'Dell por una vez?

– Tal vez colocó el cuerpo -prosiguió O'Dell lentamente, como si le estuviera hablando a una niña pequeña- para cambiar el rumbo de la investigación y alejarnos de su pista.

Racine soltó otro bufido.

– ¿Sabes cuál es tu problema, O'Dell? Que le das demasiada importancia a los criminales. La mayoría no son más que unos cabrones sin cerebro. Esa es la premisa de la que yo parto.

Tully se alejó. No lo aguantaba más. Al principio era entretenido. Ahora ya no le importaba quién ganara, aunque habría apostado por O'Dell. Se acercó a Wenhoff, que estaba acabando de examinar el cuerpo de la chica.

– ¿Alguna pista sobre la hora de la muerte?

– A juzgar por el rigor mortis, la temperatura rectal y la invasión de los primeros insectos -espantó unos cuantos moscardones-, yo diría que hace menos de veinticuatro horas. Puede que unas doce. Pero tendré que hacer algunas pruebas. También quiero hablar con el servicio meteorológico para ver qué temperatura hizo anoche.

– ¿Doce horas? -Tully sabía, por los cadáveres que había examinado, que la muerte era reciente; sin embargo, no esperaba que lo fuera tanto. De pronto sintió un nudo en el estómago-. Entonces fue anoche, quizá entre… ¿las ocho y las doce?

– Sí, más o menos -Wenhoff se incorporó con gran esfuerzo y les hizo una seña a un par de agentes uniformados-. Ya la podéis meter en la bolsa, chicos, pero está rígida como una tabla. Tened cuidado de no romperle ningún hueso.

Tully se apartó. No quería ver cómo la enderezaban y la metían en la bolsa de nailon negro. Miró hacia un claro del bosque. A lo lejos vio turistas paseándose por el Muro de Vietnam. Los autobuses sorteaban el cordón policial para pasar junto al monumento a Roosevelt y dirigirse zigzagueando al monumento a Lincoln. La noche anterior, Emma y sus amigas habían estado allí, caminando por aquellas mismas aceras. ¿Las había visto el asesino mientras seleccionaba a su víctima? Joder, aquella chica no parecía mucho mayor que Emma.

– Tully -O'Dell se acercó a él, sobresaltándolo-, me voy al depósito. Stan va a hacer la autopsia hoy mismo. ¿Nos vemos allí o quieres que te informe mañana?

Tully sólo oyó la mitad de lo que le había dicho.

– Tully, ¿estás bien?

– Sí, claro, estoy bien -se pasó la mano por la cara para ocultar el ataque de ansiedad que sentía de pronto-. Nos vemos allí -al ver que ella no se movía y seguía mirándolo fijamente, pensó que debía despistarla. Y no había mejor modo de hacerlo que cambiar de tema-. ¿Qué os pasa a Racine y a ti? Da la impresión de que ahí hay gato encerrado.

Ella apartó la mirada, y Tully comprendió al instante que estaba en lo cierto. Pero Maggie dijo:

– Es sólo que no me cae bien.

– ¿Y eso?

– ¿Es que tiene que haber una razón?

– Sé que seguramente no te conozco muy bien, pero sí, yo diría que eres la clase de persona que necesita una razón para que alguien le caiga mal.

– Tienes razón -dijo ella, y añadió-. No me conoces muy bien -hizo ademán de marcharse, pero añadió por encima del hombro-. Nos vemos en el depósito, ¿vale? -no miró hacia atrás, se limitó a decirle adiós con la mano con un gesto que parecía decir que estaban de acuerdo y que el asunto de Racine quedaba zanjado. Sí, decididamente allí había gato encerrado.

Ahora, mientras veía cómo recogían los demás, incluidos los agentes que llevaban la bolsa del cadáver, podía dejar que las náuseas se adueñaran de su estómago. Se acercó al lecho de roca y contempló el Potomac Park. Un rayo resquebrajó el cielo, como si hasta entonces se hubiera estado refrenando por respeto, y la lluvia comenzó a caer.

Tully se quedó inmóvil, observando a los turistas que pululaban allá abajo y que iban dispersándose en busca de cobijo o abriendo sus paraguas. La lluvia era agradable.

Levantó la cara hacia ella y dejó que disolviera el sudor pegajoso que se había apoderado de su cuerpo. Pero sólo podía pensar: cielo santo, ¿hasta qué punto había estado cerca su hija de convertirse en la víctima de aquel depravado?