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– No se trata únicamente de sus altos niveles de testosterona -añadió-. Los chicos tienen niveles más bajos de serotonina, un neurotransmisor. La serotonina inhibe la agresividad y la impulsividad. Eso podría explicar por qué muchos más chicos que chicas, y especialmente chicos adolescentes, se suicidan, se hacen alcohólicos o se lían a tiros en el patio del colegio como forma de resolver sus conflictos.

Maggie se recostó en el asiento y encogió los hombros.

– Pero, según eso, si se encontraran atrapados en una cabaña con un arsenal de armas, su primer impulso sería abrirse paso a tiros. Lo cual me lleva a la misma pregunta. ¿Por qué se tumbaron para morir?

– Y a mí a la misma respuesta -sonrió Gwen-. Por miedo. Alguien tuvo que convencerles de que no tenían alternativa -observó a Maggie mientras ésta acunaba su whisky-. Pero todo eso ya lo sabías, ¿verdad? Vamos, no te estoy contando nada nuevo. ¿Por qué me has llamado para cenar? ¿De qué querías hablarme?

El silencio se prolongó más de lo que Gwen solía permitir. Maggie tomó de nuevo la carta y evitó mirarla a los ojos.

– Para serte sincera, estoy hambrienta -miró por encima del borde de la carta y logró esbozar una tensa sonrisa al ver el ceño fruncido de Gwen-.Y necesitaba estar con una amiga, ¿vale? Con una amiga maravillosa, que está viva, respira y a la que adoro.

Gwen vislumbró un instante sus ojos castaños. Tenían una expresión grave, incluso un poco llorosa, razón por la cual Maggie se ocultaba tras la carta. Gwen se dio cuenta de que intentaba encubrir una debilidad que había aflorado en exceso; una debilidad que Maggie O'Dell procuraba guardarse para sí y ocultar a los demás, incluso a sus maravillosos amigos que aún seguían vivos y respiraban.

– Deberías probar la hamburguesa -dijo Gwen, señalando la carta.

– ¿La hamburguesa? ¿La gourmet me recomienda una hamburguesa?

– Eh, que no se trata de una hamburguesa cualquiera, sino de la mejor hamburguesa de la ciudad.

Gwen vio que Maggie se relajaba. Su sonrisa parecía de pronto sincera. En fin, tendría que dejar el tira y afloja para otro momento. Esa noche, comerían hamburguesas, se tomarían un par de copas y serían sencillamente dos amigas que estaban vivas y aún respiraban.

Capítulo 13

Necesitaba sentarse. La bruma parecía más densa esta vez. ¿Habría tomado demasiado brebaje? Sólo lo necesitaba para afinar sus sentidos, para ver más allá de la oscuridad. Pero aquello le sacaba de quicio. Tenía que sentarse. Sí, sentarse y esperar a que la bruma de detrás de sus ojos se disipara.

Se sentaría y se concentraría en su respiración, como le habían enseñado. Haría caso omiso de la ira. Un momento. ¿Era ira? Exasperación, tal vez. Desilusión, sí. Pero no ira. La ira era una energía negativa. No estaba a su altura. No, era simple exasperación. ¿Y por qué no iba sentirse exasperado? Estaba convencido de que aquella duraría más.

Y ella lo había intentado, desde luego. Estaba seguro de que, la tercera vez, lo había visto. Sí, estaba seguro de que había visto la luz en los ojos de la chica, justo en el instante en que exhalaba su último suspiro. Sí, lo había visto. Había estado muy cerca.

Ahora pasarían días, tal vez hasta una semana, antes de que pudiera intentarlo otra vez. Se le estaba agotando la paciencia. ¿Por qué coño había tenido que darse por vencida tan pronto? Una oportunidad más era lo único que necesitaba. Había estado tan cerca… Tan cerca que no quería esperar.



Tomó el libro y dejó que el tacto suave de sus tapas de piel le reconfortara. Se sentó en un duro banco, en un rincón en penumbra de la terminal de autobuses, ajeno al chirrido de los frenos hidráulicos, al interminable taconeo apresurado, a los cuerpos que se empujaban y estrujaban, ansiosos por llegar adonde fueran.

Cerró los ojos para no ver cómo se elevaba la bruma y escuchó. Odiaba el ruido. Pero más aún odiaba los olores: la peste del gasóleo, y un hedor que se parecía al de unos calcetines sucios y húmedos. Y el olor de los cuerpos. Sí, el olor corporal de los cerdos que abandonaban sus casitas de cartón en el callejón y se aventuraban en la estación para pedir unas monedas. Cerdos inmundos.

Abrió los ojos y notó con alivio que se le había aclarado la visión. Ya no había bruma. Vio a uno de aquellos cerdos junto a las máquinas expendedoras, manoseando las ranuras en busca de monedas. ¿Era una mujer? Resultaba difícil adivinarlo. Llevaba encima todas sus pertenencias, capa mugrienta tras capa mugrienta; se movía absorta, arrastrando los pies, y remolcaba tras ella el bajo de los pantalones. El gorro de fibra, astroso y dado de sí, le daba a su cabeza una terminación picuda y torcida; de él salían, como hebras de paja, sus sucios cabellos rubios. Menuda cobarde. No tenía instinto de conservación. Ni dignidad. Ni alma.

Apoyó el libro sobre su regazo y dejó que se abriera por la página en la que había dejado el marcapáginas casero, un billete de avión sin usar, arrugado en las esquinas y caducado desde hacía mucho tiempo. Tenía que dejar que el libro lo calmara. Le había funcionado en otros momentos; las palabras le ofrecían consejo e inspiración, incluso indicaciones y argumentos. Sus manos ya no temblaban.

Se bajó el cuello de la camisa sobre la sangre seca. La chica le había arañado bien. De momento, sin embargo, podía ignorar el dolor. Más tarde se lavaría las manos. Ahora necesitaba experimentar alguna sensación de plenitud y justificación. Necesitaba calmar su frustración y hacer acopio de paciencia. Sin embargo, sólo podía pensar en lo cerca que había estado de alcanzar su meta. No quería esperar. Si pudiera encontrar un modo para no tener que esperar…

Justo en ese momento, la pordiosera de cabeza picuda le puso ante la cara su mano enguantada y pestilente.

– ¿Podría darme un dólar o dos?

Él levantó la mirada hacia su cara sucia y vio que era bastante joven; tal vez incluso fuera atractiva bajo toda aquella mugre y aquel olor a podredumbre, a descomposición, a basura agria. Escrutó sus ojos. Azules y claros como el cristal, había luz tras ellos, no una hueca mirada de desesperanza. Aún.

Tal vez no tuviera que esperar, después de todo.

Capítulo 14

Newburgh Heights, Virginia

El viento frío le laceraba la piel, pero Maggie seguía corriendo. El viento le sentaba bien. La muerte de Delaney había disparado en ella una oleada de emociones que no esperaba, que no estaba preparada para asumir. El entierro había liberado una avalancha de recuerdos de su infancia, recuerdos que durante años se había esforzado por mantener tras una barrera de seguridad. La batalla por contenerlos la aturdía y, al instante siguiente, la encolerizaba. Era asombroso que ambas emociones pudieran ser tan fatigosas. O tal vez su cansancio procediera más bien del esfuerzo de ocultarlas, de alejarlas de la superficie, para que nadie pudiera advertir la facilidad con que podía no sentir nada en un momento dado y estallar al siguiente. Nadie, excepto Gwen, claro.

Maggie sabía que su amiga percibía sus flaquezas, a pesar de sus intentos de ocultárselas. Aquella era una de las maldiciones de su amistad; una fuente de consuelo y también de irritación. A veces se preguntaba por qué coño la aguantaba Gwen y, al mismo tiempo, no quería conocer la respuesta. Se alegraba simplemente de contar con aquella sabia y afectuosa mentora que con sólo mirarla a los ojos era capaz de adivinar sus tormentos, rebuscar entre los restos del naufragio e ingeniárselas para extraer fuerza y ánimo de alguna reserva escondida cuya existencia la propia Maggie desconocía. Y esa noche Gwen había sido capaz de hacer todo eso sin una sola palabra. Pero si ella pudiera aferrarse a esa fuerza…

Al convertirse en especialista en perfiles criminales, había creído que podría aprender a compartimentar sus sentimientos y sus emociones, a separar su vida personal de las horrendas imágenes que veía cotidianamente en el desempeño de su trabajo. En Quantico no enseñaban tales cosas, pero ¿por qué no iba poder hacer con su carrera lo que había hecho siempre con los recuerdos desagradables de su niñez? El problema era que, siempre que creía conocer la técnica al dedillo, uno de aquellos malditos compartimentos empezaba a gotear. Era para volverse loca. Y particularmente irritante resultaba el hecho de que Gwen se diera cuenta por más que intentara ocultárselo.