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– Bobby está convencido de que quisieron matarle. Colisión y fuga. ¿Ha hablado con usted de este asunto en alguna ocasión?

El doctor Fraker negó con la cabeza.

– Hacía meses que no le veía; hasta el lunes por la noche. ¿Dice que quisieron matarle? ¿Qué opina la policía?

– Aún no lo sé. Me he hecho con una copia del informe del accidente y, que yo sepa, no hay mucho para hincar el diente. No hubo testigos y creo que no encontraron prácticamente nada en el lugar de los hechos.

– Un poco anormal, ¿no?

– Bueno, lo normal es que haya detalles susceptibles de investigación. Vidrios rotos, huellas de neumáticos, señales en el vehículo de la víctima. Puede que el agresor saliera de su coche, lo limpiara a conciencia, repasara la carrocería con pintura, cualquier cosa. Yo confío en la intuición de Bobby. El dice que estaba en peligro. Pero no recuerda por qué.

El doctor Fraker pareció meditar aquello unos instantes y se removió en el asiento.

– Pienso que también yo le creería. Es un chico brillante. También era un estudiante capacitado. Es lamentable que en la actualidad ya no se pueda decir lo mismo. ¿Qué es lo que ocurre, según él?

– No tiene ni la menor idea y, como él mismo ha dicho, en el instante en que recuerde estará más amenazado que ahora. Sospecha que siguen buscándole.

Se limpió las gafas con un pañuelo mientras recapacitaba.

Al parecer era hombre acostumbrado a enfrentarse con enigmas, pero me dije que derivaría las soluciones de los síntomas, no de las circunstancias. Las enfermedades no necesitan motivos subyacentes, como los homicidios. Cabeceó con suavidad y me miró a los ojos.

– Es extraño. La verdad es que esta historia escapa un poco a mi competencia. -Se puso las gafas y adoptó una actitud profesional-. En fin, ya que no sabemos lo que pasa, tal vez sea mejor imaginárselo. ¿Qué quiere de mí en concreto?

Me encogí de hombros.

– Lo único que se me ocurre es volver al punto cero para averiguar en qué conflicto se encontraba Bobby. Estuvo trabajando con usted… ¿fueron dos meses?

– Más o menos. Creo que empezó en septiembre. Si quiere la fecha exacta, le diré a Marcy que lo mire.

– Supongo que se le contrató por la amistad que tiene usted con su madre.

– Pues sí y no. Por lo general disponemos de plazas para los estudiantes de medicina. Casualidad o no, Bobby daba la talla. Es verdad que Glen Callahan tiene mucha influencia en esta institución, pero si el chico hubiera sido un inepto no lo habríamos contratado. ¿Le apetece un café? Iba a encargarlo.

– Sí, gracias.

Se inclinó de lado y se dirigió a su secretaria, cuya mesa se veía desde la de mi interlocutor.

– ¿Marcy? ¿Le importaría traernos café, por favor? -Y a mí-: ¿Con leche y azúcar?

– Me gusta solo.

– Los dos solos -dijo en voz alta.

No hubo respuesta, pero supuse que la operación estaba ya en marcha. Volvió a concentrarse en mí.

– Lamento la interrupción.

– No se preocupe. ¿Tenía Bobby mesa propia?

– Sí, en la entrada, pero se desalojó… espere, creo que fue veinticuatro horas después del accidente. Todos pensamos que moriría y tuvimos que reemplazarlo en seguida. Este lugar casi siempre parece una casa de locos.





– ¿Qué se hizo con sus cosas?

– Yo mismo las llevé a su casa. No era gran cosa, pero lo que encontré lo metí en una caja de cartón y se lo di a Derek. No sé qué haría con ella. Glen se pasaba en el hospital las veinticuatro horas del día.

– ¿Se acuerda de lo que había?

– ¿En su mesa? Cosas. Artículos de oficina.

Me dije que tenía que investigar aquella caja. Cabía la posibilidad de que aún estuviera en la mansión de la familia.

– ¿Sabría decirme cómo era para Bobby una jornada de trabajo normal y qué cosas concretas hacía?

– Desde luego. En realidad repartía la jornada entre el laboratorio y el depósito del antiguo hospital de Frontage Road. Tengo que pasar hoy por allí, o sea que puede acompañarme, si quiere; o seguirme en su coche, si le resulta más cómodo.

– Creía que el depósito estaba aquí.

– Aquí tenemos uno de menores proporciones, junto a la sala de autopsias. Y allí tenemos otro.

– No sabía que hubiera más de uno.

– Tuvimos que ampliarlo por los encargos. El St. Terry también tiene allí unas cuantas oficinas.

– ¿En serio? No sabía que el antiguo hospital provincial estuviera aún en funciones.

– Pues sí. Aún funciona una unidad privada de radiología y nosotros guardamos allí un montón de expedientes. A veces es un lío, pero no sé qué haríamos sin él.

Alzó los ojos cuando llegó Marcy con dos tazas y con la mirada fija en el líquido negro, que amenazaba con desbordarse. Era joven, castaña, sin maquillar. Parecía la persona idónea para coger la mano al jefe cuando los técnicos del laboratorio metían la pata.

– Gracias, Marcy. Déjelas en la mesa.

Marcy depositó las tazas y al salir me dirigió una sonrisa rápida.

Hablamos de la rutina oficinesca mientras nos tomábamos el café y luego me llevó a dar una vuelta por el laboratorio al tiempo que me explicaba las distintas responsabilidades que había tenido Bobby, todas normales al parecer y ninguna más importante que otra. Apunté el nombre de dos colegas del joven porque a lo mejor tenía que hablar con ellos en otro momento.

Aguardé mientras se ocupaba de un par de detalles, estampaba una firma y decía a Marcy dónde iba a estar.

Lo seguí con el coche hasta la autopista y nos encaminamos al antiguo hospital provincial. El complejo se veía desde la carretera, un laberinto sin fin con adornos de estuco amarilleante y unos tejados rojos que con el paso del tiempo casi se habían vuelto marrones. Lo dejamos atrás, tomamos la primera salida que encontramos, dimos la vuelta para entroncar con Frontage Road y giramos a la izquierda al llegar a la entrada principal.

El Hospital Provincial había sido antaño una institución en auge al servicio de toda la población de Santa Teresa. En un segundo orden de cosas también hacía las veces de ambulatorio de los pobres, gracias a la ayuda de distintas entidades administrativas. Su imagen, con el paso del tiempo, acabó por relacionarse con los humildes y desposeídos: beneficiarios del seguro de desempleo, extranjeros ilegales y la totalidad de las desdichadas víctimas de las grescas y delitos de los sábados por la noche. Los ricos y la clase media empezaron a ir a otros centros. Cuando Medical y Medicare* iniciaron sus actividades, hasta los pobres prefirieron el St. Terry y otros hospitales privados de los alrededores; el Hospital Provincial se convirtió en una ciudad muerta.

Había coches diseminados por el parking.

*Medicare es un servicio de la administración estadounidense para los enfermos de la tercera edad (N. del T.)

Gracias a los rótulos provisionales de madera, en forma de flecha, el visitante sabía dónde estaban los Archivos, las dependencias de primeros auxilios, Radiología, el depósito de cadáveres y otros departamentos encargados de ramas abstrusas de la medicina.

El doctor Fraker aparcó el coche y yo hice lo propio en la plaza contigua. Bajó del coche, cerró con llave y esperó mientras yo le imitaba. Se hacía algún esfuerzo por mantener el equilibrio, pero el asfalto de la entrada estaba resquebrajado y por entre las grietas comenzaban a despuntar los matojos. Nos dirigimos a la entrada principal sin abrir apenas la boca. El doctor Fraker no parecía poner en duda la solidez del edificio, pero a mí me resultó un tanto inquietante. Su estilo arquitectónico, faltaría más, era el sempiterno colonial español: soportales anchos a lo largo de la tachada y ventanas de alféizar anchísimo, protegidas por rejas de hierro forjado.

Nos detuvimos en el inmenso vestíbulo nada más entrar. Se veía que a lo largo de los años se había hecho algo por "modernizar" el sitio. Había tubos fluorescentes empotrados en los altos techos, aunque daban una luz demasiado difusa para resultar satisfactoria. Las antesalas, antaño grandísimas, se habían compartimentado. Se habían instalado unos mostradores entre dos arcos, pero en recepción no había ni muebles ni personal para recibir a nadie. Hasta el aire olía a descuido y abandono. Al fondo del vestíbulo a la derecha se oía teclear una máquina de escribir, pero sonaba como un teclado de órgano antiguo en manos de un principiante. Era la única señal de que allí había vida.