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– ¡Dios mío! -había exclamado Sandra-. Cuando dormí por primera vez con So

Todas se habían reído. En cambio Lucy sintió un hormigueo entre las piernas.

En ese momento, mientras subía a encontrarse con So

Permanecieron en el lecho, tendidos uno al lado del otro, muy juntos, recuperando las fuerzas.

Oyeron unos golpes en la puerta. Tal vez llamaban desde hacía rato, pero ellos no se habían dado cuenta. So

– So

– Sí, Tom. ¿Qué ocurre? -dijo So

– El Don quiere que vayas a su despacho, enseguida -explicó Hagen, todavía en voz baja.

Oyeron que se alejaba. So

Lucy se peinó. Terminó de arreglarse el vestido y se colocó las ligas. Tenía el cuerpo magullado y los labios más sensibles y pulposos que nunca. Salió de la habitación y se dirigió directamente al jardín. Se sentó en la mesa nupcial, junto a Co

– Pero Lucy ¿dónde estabas? Tienes aspecto de haber bebido. No te muevas de mi lado.

La novia llenó de vino el vaso de Lucy y sonrió maliciosamente. A Lucy no le importaba; temblando, levantó el vaso hasta su boca y bebió al tiempo que sus ojos buscaban afanosamente, a través del cristal del vaso, a So

– Sólo unas horas más y sabrás lo que es bueno -murmuró maliciosamente al oído de Co

La novia soltó una risita de circunstancias mientras Lucy, con fingida modestia, unía las manos sobre la mesa. Se sentía alevosamente triunfante, como si hubiese robado a la novia un valioso tesoro.

Amerigo Bonasera siguió a Hagen hasta el despacho, donde encontró a Don Corleone sentado detrás de una mesa imponente. So

Bonasera empezó su petición hábilmente y dando muchos rodeos.





– Debe usted excusar a mi hija, la ahijada de su esposa, por no haber venido hoy. Todavía está en el hospital. Miró a So

– Todos sabemos la desgracia que ha padecido tu hija -dijo Don Corleone-. Si puedo ayudarla de algún modo, no tienes más que hablar. Después de todo, mi esposa es su madrina. Nunca he olvidado ese honor. Eso era una reprimenda. El empresario de pompas fúnebres nunca había llamado «Padrino» a Don Corleone.

– ¿Puedo hablar con usted a solas? -preguntó Bonasera, ruborizado.

– Tengo absoluta confianza en estos dos hombres -dijo Don Corleone, negando con la cabeza-. Ambos constituyen mi brazo derecho. No puedo insultarlos enviándolos fuera de esta habitación.

Bonasera cerró los ojos durante un segundo y luego empezó a hablar. Su voz era apenas audible, la misma que empleaba para consolar a los familiares de los muertos.

– He dado a mi hija una educación americana. Creo en América. Este país ha hecho mi fortuna. He concedido a la chica absoluta libertad, pero le he enseñado siempre que no debía hacer nada que pudiera avergonzar a su familia. Se hizo amiga de un muchacho no italiano. Iba al cine con él, regresaba a casa muy tarde… Pero el muchacho nunca vino a saludarnos, como padres de ella que somos. Lo acepté todo sin protestar; la falta es mía. Hace dos meses, él y otro chico se la llevaron a dar un paseo en coche. Los dos hicieron beber whisky a mi hija y luego trataron de abusar de ella. Mi hija resistió, supo guardar su honra. Entonces le pegaron como si fuera una bestia. Cuando acudí al hospital, tenía los ojos morados, la nariz rota, la mandíbula destrozada. La pobre no cesaba de llorar. «¿Por qué lo han hecho, papá? ¿Por qué tenían que hacerme esto?» No pude contenerme; yo también me eché a llorar.

Bonasera no pudo decir nada más. Estaba sollozando, a pesar de que su voz no había traicionado la emoción que sentía.

Don Corleone, como a pesar de sí mismo, hizo un gesto de simpatía, y Bonasera continuó, con la voz ahora rota por el sufrimiento:

– ¿Por qué lloré en el hospital? Ella era la luz de mi vida, era una hija muy cariñosa y muy hermosa. Confiaba en la gente, pero ahora nunca más confiará en nadie. Ya nunca volverá a ser hermosa.

Estaba temblando y su rostro, por lo general pálido, había adquirido un intenso color grana.

– Acudí a la policía -prosiguió-, como todo buen americano, y los dos muchachos fueron arrestados. Las pruebas eran abrumadoras. Se confesaron culpables y el juez los condenó a tres años de cárcel, pero suspendió la sentencia. Salieron en libertad el mismo día. Yo estaba de pie en la sala del tribunal, y comprendí que había hecho el ridículo. Al pasar, esos dos me sonrieron con sorna. En ese preciso instante le dije a mi esposa: «Debemos acudir a Don Corleone, si queremos que se haga justicia».

El Don tenía la cabeza inclinada en señal de respeto por la pena de Bonasera. Sin embargo, cuando habló, las palabras sonaron frías, con la frialdad de la dignidad ofendida.

– ¿Por qué acudiste a la policía? ¿Por qué no viniste a mí desde el primer momento?

– ¿Qué quiere de mí? -dijo Amerigo Bonasera con voz apenas perceptible-. Pídame lo que quiera, pero atienda a mi ruego.

Pese a sus palabras, su tono tenía cierto deje de insolencia.

– ¿Y qué es lo que me pides? -dijo Don Corleone, con voz grave.

Bonasera miró a Hagen y a So