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– ¿Y ahora qué pasa, eh?

Yo era el mayor de los cuatro y todos me consideraban el líder del grupo, pero a veces se me ocurría que a Toro le rondaba por la golová la idea de tomar el mando, y esto sólo porque era enorme y por la gronca golosa que le salía cuando estaba en pie de guerra. Pero todas las ideas venían de Vuestro Humilde, oh hermanos míos, y además estaba la vesche de que yo había sido famoso y habían publicado mi foto y artículos sobre mí y toda esa cala en las gasettas. Además yo tenía el mejor trabajo de los cuatro, en los Archivos Nacionales de Gramodiscos en el lado de la música, y cada fin de semana tenía los carmanos repletos de preciosos gollis , además de un montón de buenos discos gratis para el malenco estante de mi lado.

Esa noche en el Korova había un buen número de vecos y ptitsas y débochcas y málchicos que smecaban y piteaban y que interrumpían las goboraciones y la cháchara de los en-órbita barbotando cosas como «Gargariza los falatucos y el gusano se disemina en pequeñas bolas masacradas» y toda esa cala, uno podía slusar una canción pop en el estéreo, Ned Achimota cantando Ese día, sí, ese día. En la barra había tres débochcas vestidas a la última moda nadsat, esto es, pelo largo despeinado teñido de blanco y grudos postizos que sobresalían lo menos un metro y faldas muy cortas y ajustadas y ropa interior blanca y espumosa, y Toro repetía sin cesar: -Eh, podríamos meternos ahí, tres de nosotros. Al viejo Len no le interesa. Dejemos al viejo Len a solas con su Dios. -Y Len repetía sin cesar:- Yarboclos yarboclos. ¿Qué ha sido del espíritu del todos para uno y uno para todos, eh, chico? -De pronto me sentí muy muy cansado y al mismo tiempo con una energía hormigueante, y dije:

– Fuera fuera fuera fuera fuera.

– ¿Adónde? -preguntó Rick, que tenía litso de rana.

– Oh, sólo a videar que sucede en el gran exterior -dije. Pero por alguna razón, hermanos míos, me sentí enormemente aburrido y algo desesperado, y esos días me había sentido así a menudo. De modo que me volví al cheloveco sentado junto a mí en el largo asiento de felpa que corría alrededor del mesto, un cheloveco somnoliento que barboteaba, y le aticé unos puñetazos en el estómago, ac ac ac, realmente scorro. Pero él ni los sintió, hermanos, y barbotó: «Carretea la virtud, ¿dónde en el extremo de las colas yacen las palopalomitas?» Así que nos largamos a la gran noche invernal.

Descendimos por el bulevar Marghanita y como no había militsos patrullando por allí, cuando encontramos a un starrio veco que venía del quiosco donde acababa de cuperar la gasetta le dije a Toro: -Muy bien, Toro, adelante si así lo deseas. -En aquellos tiempos, cada vez con más frecuencia me limitaba a dar las órdenes y videar cómo las cumplían. Toro se le echó encima y lo cracó , er er er, y los otros dos lo pisotearon y patearon, smecando todo el tiempo, y luego dejaron que se arrastrara gimoteando hasta donde vivía.



– ¿Qué me dices de un delicioso vaso de algo que nos saque el frío, eh Alex? -propuso Toro. No estábamos lejos del Duque de Nueva York. Los otros dos dijeron sí sí sí con la cabeza, pero todos me miraron para videar si eso estaba bien. Estuve de acuerdo, así que hacia allá iteamos. Dentro del antro esperaban aquellas starrias ptitsas o harpías o bábuchcas que recordaréis del principio y todas empezaron con lo de «Buenas noches, muchachos, Dios os bendiga, chicos, no hay mejores muchachos que vosotros», esperando que nosotros dijéramos: «¿Qué vais a tomar, chicas?» Toro hizo sonar el colocolo y acudió un camarero frotándose las rucas en el delantal grasiento. -El dinero sobre la mesa, drugos -dijo Toro sacando un tintineante montón de dengo-. Escocés para nosotros y lo mismo para las viejas bábuchcas, ¿eh?

Y entonces yo dije: -Ah, al demonio. Que se lo paguen ellas. -No sabía por qué, pero en aquellos últimos tiempos me había vuelto algo tacaño. Se me había metido en la golová el deseo de guardar todos esos preciosos billetes para mí, de atesorarlos por alguna razón.

Toro dijo: -¿Qué pasa, brato ? ¿Qué le sucede al viejo Alex?

– Ah, al demonio -dije yo-. No lo sé, no lo sé. Ocurre que no me gusta despilfarrar los billetes duramente ganados, eso es todo.

– ¿Ganados? -dijo Rick-. ¿Ganados? No tienen por qué ganarse, como bien sabes, viejo drugo. Tomarlos, basta con tomarlos. -Y smecó realmente gronco y vi que tenía uno o dos subos menos estropeados.