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– Un dolor bastante insoportable en la cabeza, hermano, señor -dije con mi golosa de caballero-. Creo que para la tarde se me pasará.
– Seguro que a la noche no tendrás nada, sí -dijo P. R. Deltoid-. La noche es el gran momento, ¿cierto, muchacho Alex? Siéntate -dijo-, siéntate, siéntate -como si aquél fuera su domo y yo su invitado. Y se acomodó en la mecedora de mi eme y empezó a mecerse, como si hubiera venido sólo a eso. Le dije entonces:
– ¿Una taza del viejo chai? Quiero decir, de té. -No tengo tiempo -me replicó. Y se meció, echándome la vieja mirada, bajo el ceño fruncido, como si dispusiera de todo el tiempo del mundo-. No tengo tiempo, sí -dijo, con aire glupo . De modo que dejé la tetera, y pregunté:
– ¿A qué debo este notable placer? ¿Algo anda mal, señor?
– ¿Mal? -repitió el veco, muy scorro y astuto, medio encorvado y mirándome, pero siempre meciéndose. De pronto le llamó la atención un anuncio en la gasetta, que estaba sobre la mesa: una ptitsa joven y smecante , con los grudos sueltos, que pregonaba, hermanos míos, las Glorias de las Playas Yugoslavas. Y después de comérsela en dos bocados, el veco repitió: -¿Por qué piensas que algo anda mal? ¿Acaso estuviste haciendo lo que no debías, sí?
– Era un modo de decir -expliqué-, señor.
– Bien -dijo P. R. Deltoid-, por mi parte no es más que un modo de decir recomendarte que te cuides, pequeño Alex, pues la próxima vez, como sabes de sobra, ya no irás a la escuela correctiva. Esa vez será la cárcel, y todo mi trabajo quedará arruinado. Si no tienes consideración por tu horrible personalidad, al menos puedes tener alguna por mí, que he sudado tinta tratando de salvarte. Perdemos puntos, te lo digo en confianza, por cada joven que no recuperamos; si uno de ustedes acaba en el agujero es un fracaso para nosotros.
– No estuve haciendo nada prohibido, señor -dije-. Los militsos nada tienen contra mí, hermano, quiero decir señor.
– Basta de esa charla sobre los militsos -dijo P. R. Deltoid con voz cansada, pero siempre meciéndose. -El mero hecho de que la policía no te haya atrapado últimamente no significa, como tú lo sabes muy bien, que no hayas estado cometiendo algunas fechorías. Hubo una peleíta anoche, ¿no es cierto? Un encuentro con nochos, y cadenas de bicicleta, y cosas por el estilo. Uno de los amigos de cierto joven gordo fue recogido por la ambulancia cerca de la central eléctrica y hospitalizado, y tenía heridas bastante desagradables, sí. Se mencionó tu nombre. La noticia me llegó por las vías usuales. También aparecen mencionados algunos de tus amigos. Según dicen, anoche se cometieron delitos bastante variados. Oh, nadie puede probar nada acerca de nadie, como de costumbre. Pero te lo advierto, pequeño Alex, porque como siempre soy tu buen amigo, el único miembro de esta maltrecha y enfermiza comunidad que desea salvarte de ti mismo.
– Aprecio su actitud, señor -dije-, muy sinceramente.
– La aprecias, ¿verdad? -observó el veco, burlándose de algún modo-. Entonces, ándate con cuidado, eso es todo, sí. Sabemos más de lo que crees, pequeño Alex. -Y agregó, con una golosa muy dolida, pero siempre meciéndose: -¿Qué les pasa a ustedes? Estudiamos el problema, y venimos estudiándolo durante casi un siglo, y no hemos avanzado nada. Tienes un buen hogar, padres buenos y cariñosos, y un cerebro no del todo malo. ¿Qué demonio te carcome?
– Nadie me está carcomiendo, señor -dije-. Hace ya mucho tiempo que no tengo nada que ver con los militsos.
– Eso es lo que me preocupa -suspiró P. R. Deltoid-. Demasiado tiempo para tu buena salud. Se acerca el momento de presentar mi declaración. Por eso te advierto, pequeño Alex, que mantengas limpia tu hermosa y joven proboscis, sí. ¿Hablo claro?
– Como un lago de aguas cristalinas, señor -dije-. Claro como un cielo azul en lo mejor del verano. Puede confiar en mí, señor. -Y le ofrecí una simpática sonrisa mostrando los subos.
Pero cuando se hubo ucadido y yo estaba preparándome esa taza muy fuerte de chai, me reí para mis adentros pensando en la vesche que tanto preocupaba a P. R. Deltoid y a sus drugos. Pues bien, me porto mal, con las crastadas , los tolchocos y los juegos con la britba y el viejo unodós unodós, y si me lovetan , tanto peor, oh hermanos míos, y a decir verdad no puede gobernarse un país si todos los chelovecos se comportan como lo hago yo de noche. De modo que si me lovetan y son tres meses en este mesto y otros seis en aquél, y luego, como tan bondadosamente me lo advierte P. R. Deltoid, la próxima vez, a pesar de la gran ternura de mis veranos, hermanos míos, es el propio y gran zoo del Más Allá, yo digo: «Lo justo es justo, pero una lástima, señores míos, porque ocurre que no puedo soportar el encierro. Mi empresa será, en ese futuro que extiende unos brazos nevados y prístinos ante mí, antes de que el nocho se imponga o la sangre entone un coro final en el metal retorcido y los vidrios aplastados del camino, que no me loveteen otra vez». Hermoso discurso. Pero, hermanos, este morderse las uñas acerca de la causa de la maldad es lo que me da verdadera risa. No les preocupa saber cuál es la causa de la bondad, y entonces, ¿por qué quieren averiguar el otro asunto? Si los liudos son buenos es porque les gusta, y ni se me ocurriría interferir en sus placeres, así que lo mismo deberían hacer en el otro negocio. Y yo soy cliente del otro negocio. Además, la maldad es cosa del yo, del tú o el mí en el odinoco de cada uno, y así es desde el principio para orgullo y radosto del viejo Bogo. Pero el no-yo no puede tener lo malo, de modo que los vecos del gobierno y los jueces y las escuelas no pueden permitir lo malo, pues no pueden admitir el yo. ¿Y acaso nuestra historia moderna, hermanos míos, no es el caso de los bravos y malencos yoes peleando contra esas enormes maquinarias? Todo esto lo digo en serio, oh hermanos. Pero lo que hago lo hago porque me gusta.