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A los pocos días se iba Agustinito, para siempre, a las vacaciones inacabables, con el título bajo la almohada -fue un capricho suyo- y con un libro en la mano: se fue a las vacaciones eternas. Y sus padres le lloraron amargamente.

– Ahora, ahora que iba a empezar a vivir; ahora que nos iba a sacar de miserias; ahora… ¡Ay, Agustín, qué triste es la vida!

– Sí, muy triste -murmuró el padre, pensando que en una temporada no podría ir al café.

Y don José Antonio, el médico, me decía después de haberme contado el suceso: «Un crimen más, un crimen más de los padres… ¡Estoy harto de presenciarlos! Y luego nos vendrán con el derecho de los padres y el amor paternal… ¡Mentira!, ¡mentira!, ¡mentira! A las más de las muchachas que se pierden son sus madres quienes primero las vendieron… Esto entre los pobres, y se explica, aunque no se justifique. ¿Y los otros? No hace aún tres días que González García casó a su hija con un tísico perdido, muy rico, eso sí, con más pesetas que bacilos, ¡y cuidado que tiene una millonada de éstos!, y la casó a conciencia de que el novio está con un pie en la sepultura; entra en sus cálculos que se le muera el yerno, y luego el nieto que pueda tener, de meningitis o algo así, y luego… Y para este padre que se permite hablar de moralidad, ¿no hay grillete? Y ahora, este pobre chico, esta nueva víctima… Y seguiremos considerando al Estado como un hospicio, y vengan sobresalientes y canibalismo…; ¡canibalismo, sí, canibalismo! Se lo han comido y se lo han bebido; se le han comido la carne, le han bebido la sangre…; y a esto de comerse los padres a un hijo, ¿cómo lo llamaremos, señor helenista? Gonofagía, ¿no es así? Sí; gonofagía, gonofagía, porque llamando a las cosas en griego pierden no poco del horror que pudieran tener. Recuerdo cuando me contó usted lo de los indios aquellos de que habla Herodoto, que sepultaban a sus padres en sus estómagos, comiéndoselos. La cosa es terrible; pero más terrible aún es el festín de Atreo. Porque el que uno se coma al pasado, sobre todo si ese pasado ha muerto, puede aún pasar; ¡pero esto de comerse al porvenir! Y si usted observa, verá de cuántas maneras nos lo estamos comiendo, ahogando en germen los más hermosos brotes. Hubiera usted visto la triste mirada del pobre estudiante, aquellos ojos, que parecían mirar más allá de las cosas, a un incierto porvenir, siempre futuro y siempre triste, y luego aquel padre, a quien no le faltaba su café diario. Y hubiera visto su dolor al perder al hijo, dolor verdadero, sentido, sincero (no supongo otra cosa); pero dolor que tenía debajo de su carácter animal, de instinto herido, algo de frío, de repulsivo, de triste. Y luego esos libros, esos condenados libros, que en vez de servir de pasto sirven de veneno a la inteligencia; esos malditos libros de texto, en que se suele enfurtir todo lo más ramplón, todo lo más pedestre, todo lo más insufrible de la ciencia, con designios mercantiles de ordinario…» Calló el médico, y callé yo también. ¿Para qué hablar?

Pasado algún tiempo me dijeron que Teresa Martín, la hija de don Rufo, se iba a monja. Y al manifestar mi extrañeza por ello, me añadieron que había sido novia de Agustín Pérez, el becario, y que desde la muerte de éste se hallaba inconsolable. Pensaba haberse casado en cuanto tuviera partido.

– ¿Y los padres? -se me ocurrió argüir.

Y al contar yo luego al que me trajo esa noticia la manera como sus padres se lo habían comido, me replicó inhumanamente:

– ¡Bah! De no haberle comido sus padres, habríale comido su novia.

– ¿Pero es -exclamé entonces- que estamos condenados a ser comidos por uno o por otro?

– Sin duda -me replicó mi interlocutor, que es hombre aficionado a las ingeniosidades y paradojas-, sin duda; ya sabe usted aquello de que en este mundo no hay sino comerse a los demás o ser comido por ellos, aunque yo creo que todos comemos a los otros y ellos nos comen. Es un devoramiento mutuo.

– Entonces vivir solo -dije.

Y me replicó:

– No logrará usted nada, sino que se comerá a sí mismo, y esto es lo más terrible, porque al placer de devorarse se junta el dolor de ser devorado, y esta fusión en uno del placer y el dolor es la cosa más lúgubre que pueda darse.



– Basta -le repliqué.

DON CATALINO, HOMBRE SABIO

Fui a ver a don Catalino. Recordarán ustedes que don Catalino es todo un sabio; esto es, un tonto. Tan sabio, que no ha sabido nunca divertirse, y no más que por incapacidad de ello. Lo que no quiere decir que don Catalino no se ría: don Catalino se ríe y a mandíbula batiente, pero hay que ver de qué cosas se ríe don Catalino. ¡La risa de don Catalino es digna de un héroe de una novela de Julio Verne! Y no digo yo que don Catalino no le encuentre divertido y hasta jocoso, amén de instructivo, ¡por supuesto!, al tal Julio Verne, delicia de cuando teníamos trece años. Don Catalino es, como ven ustedes, un niño grande, pero sabio, esto es, tonto.

Don Catalino cree, naturalmente, en la superioridad de la filosofía sobre la poesía, sin habérsele ocurrido la duda -don Catalino no duda sino profesionalmente, por método- de si la filosofía no será más que la poesía echada a perder, y cree en la superioridad de la ciencia sobre el arte. De las artes prefiere la música, pero es porque dice que es una rama de la acústica, y que la armonía, el contrapunto y la orquestación tienen una base matemática. Inútil decir que don Catalino estima que el juego del ajedrez es el más noble de los juegos, porque desarrolla altas funciones intelectuales. También le gusta el billar, por los problemas de mecánica que en él se ofrecen.

Un amigo mío, y suyo, dice que don Catalino es anestético y anestésico. Pero anestésicos son casi todos los sabios. Al cuarto de hora de estar uno hablando con ellos se queda como acorchado y en disposición de que le arranquen, sin dolor alguno, el corazón.

Don Catalino cree en la organización, en la disciplina y en la técnica, y es feliz. Tan feliz como un perro de aguas que le acompaña en sus excursiones científicas. Al cual perro de aguas le ha enseñado, para divertirse, a andar en dos patas y a saltar por un aro. Por donde se ve que no estuve del todo justo al decir que don Catalino no sabe divertirse. Aunque hay quien dice que no es por diversión, sino por experimentación, por lo que don Catalino, perfecto mamífero vertical -que es la mejor definición del homo sapiens de Li

Además, don Catalino le ha enseñado a un loro que tiene a decir: «Dos más tres, cinco», y si no le ha enseñado (a+b)2=z2+2ak+b2, o el principio de Arquímedes -«todo cuerpo sumergido en un líquido», etc.-, es porque esto resultaba demasiado largo para un loro. Y don Catalino se empeña que es mejor para el loro que aprenda eso de «dos más tres, cinco», que no "lorito real, para España y para Portugal", u otra vaciedad por el estilo. Vaciedad, así la llamaba él. Y no pude convencerle de que en boca del loro tan vaciedad es "el dos mas tres, cinco", o un axioma cualquiera.

– No -me decía don Catalino-; ya que los loros hablan, que enuncien verdades científicas.

– Pero venga usted acá, don Catalino de mis pecados -le dije-; dejando a un lado eso de verdades científicas, como si no bastase que fueran verdades a secas, ¿usted cree que un axioma o el principio más comprobado es, en boca del loro, verdad? Ni es verdad ni es nada más que una frase.

– La verdad es algo objetivo, independiente de la intención y del estado de conciencia de quien la enuncia.

Y don Catalino se disponía a desarrollar este luminoso apotegma y a demostrármelo por a+b, cuando me puse en salvo. Porque don Catalino, sabio anescético y anestésico, es más objetivo todavía que las verdades científicas que enuncia. Y no hay nada que me desespere más que un hombre objetivo.