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Y estoy a la mitad de otro cuarteto.
Para el héroe de mi cuento, el cuento no es sino un pretexto para observaciones más o menos ingeniosas, rasgos de fantasía, paradojas, etc., etc. Y esto, francamente, es rebajar la dignidad del cuento, que tiene un valor sustantivo -creo que se dice así- en sí y por sí mismo. Miguel no creía que lo importante era el interés de la narración y que el lector se fuese diciendo para sí mismo en cada momento de ella: «Y ahora ¿qué vendrá?», o bien: «¿Y cómo acabará esto?» Sabía, además, que hay quien empieza una de esas novelas enormemente interesantes, va a ver en las últimas páginas el desenlace y ya no lee más.
Por lo cual creía que una buena novela no debe tener desenlace, como no lo tiene, de ordinario, la vida. O debe tener dos o más, expuestos a dos o más columnas, y que el lector escoja entre ellos el que más le agrade. Lo que es soberanamente arbitrario. Y mi este Miguel era de lo más arbitrario que darse puede.
En un buen cuento, lo más importante son las situaciones y las transiciones. Sobre todo estas últimas. ¡Las transiciones, oh! Y respecto a aquéllas, es lo que decía el famoso melodramaturgo d'E
Si; el que en un cuento, como en un drama, sabe hacer llorar o reír, puede en él decir lo que se le antoje. El público, cuando llora o cuando se ríe, no se entera. Y el héroe de mi cuento tenía la perniciosa y petulante manía de que el público -¡su público, claro está!- se enterase de lo que él escribía. ¡Habráse visto pretensión semejante!
Permítame el lector que interrumpa un momento el hilo de la narración de mi cuento, faltando el precepto literario de la impersonalidad del cuentista (véase la Correspondance, de Flaubert, en cualquiera de sus cinco volúmenes Oeuvres complètes, París, Louis Conard, libraire-éditeur, MDCCCLX), para protestar de esa pretensión ridícula del héroe de mi cuento de que su público se entere de lo que él escribía. ¿Es que no sabía que las más de las personas leen para no enterarse? ¡Harto tiene cada uno con sus propias penas y sus propios pesares y cavilaciones para que vengan metiéndole otros! Cuando yo, a la mañana, a la hora del chocolate, tomo el periódico del día, es para distraerme, para pasar un rato. Y sabido es el aforismo de aquel sabio granadino: «La cuestión es pasar el rato»; a lo que otro sabio, bilbaíno éste, y que soy yo, añadió: «Pero sin adquirir compromisos serios». Y no hay modo menos comprometedor de pasar el rato que leer el periódico. Y si cojo una novela o un cuento no es para que, de reflejo, suscite mis hondas preocupaciones y mis penas, sino para que me distraiga de ellas. Y por eso no me entero de lo que leo, y hasta leo para no enterarme…
Pero el héroe de mi cuento era un petulante que quería escribir para que se enterasen y, es natural, así no puede ser, no le resultaba cuanto escribía sino paradojas.
– ¿Que qué es esto de una paradoja? ¡Ah!, yo no lo sé, pero tampoco lo saben los que hablan de ellas con cierto desdén, más o menos fingido; pero nos entendemos, y basta. Y precisamente el chiste de la paradoja, como el del humorismo, estriba en que apenas hay quien hable de ellos y sepa lo que son. La cuestión es pasar el rato, sí, pero sin adquirir compromisos serios; ¿y qué serio compromiso se adquiere tildando a algo de paradoja, sin saber lo que ella sea, o tachándolo de humorístico?
Yo, que, como el héroe de mi cuento, soy también héroe y catedrático de griego, sé lo que etimológicamente quiere decir eso de paradoja: de la preposición para, que indica lateralidad, lo que va de lado o se desvía, y doxa, opinión, y sé que entre paradoja y herejía apenas hay diferencia; pero…
Pero ¿qué tiene que ver todo esto con el cuento? Volvamos, pues, a él.
Dejemos a nuestro héroe -empezando siéndolo mío y ya es tuyo, lector amigo, y mío; esto es, nuestro- de codos sobre la mesa, con los ojos fijos en las blancas cuartillas, etcétera (véase la precedente descripción), y diciéndose: «Y bien, ¿sobre qué escribo yo ahora…?»
Esto de ponerse a escribir no precisamente porque se haya encontrado asunto, sino para encontrarlo, es una de las necesidades más terribles a que se ven expuestos los escritores fabricantes de héroes, y héroes, por tanto, ellos mismos. Porque, ¿cuál, sino el de hacer héroes, el de cantarlos, es el supremos heroísmo? Como no sea que el héroe haga a su hacedor, opinión que mantengo muy brillante y profundamente en mi Vida de Don Quijote y Sancho, según Miguel de Cervantes Saavedra, explicada y comentada; Madrid, librería de Fernando Fe, 1905 [2] -y sirva esto, de paso, como anuncio-, obra en que sostengo fue don Quijote el que hizo a Cervantes y no éste a aquél. ¿Y a mí quién me ha hecho, pues? En este caso, no cabe duda que el héroe de mi cuento. Sí, yo no soy sino una fantasía del héroe de mi cuento.
¿Seguimos? Por mí, lector amigo, hasta que usted quiera; pero me temo que esto se convierta en el cuento de nunca acabar. Y así es el de la vida… Aunque ¡no!, ¡no!, el de la vida se acaba.
Aquí sería buena ocasión, con este pretexto, de disertar sobre la brevedad de esta vida perecedera y la vanidad de sus dichas, lo cual daría a este cuento un cierto carácter moralizador que lo elevara sobre el nivel de esos otros cuentos vulgares que sólo tiran a divertir. Porque el arte debe ser edificante. Voy, por tanto, a acabar con una
Moraleja. -Todo se acaba en este mundo miserable: hasta los cuentos y la paciencia de los lectores. No sé, pues, abusar.
EL CANTO ADÁNICO
Fue esto en una tarde bíblica, ante la gloria de las torres de la ciudad, que reposaban sobre el cielo como doradas espigas gigantescas, surgiendo de la verdura que viste y borda al río. Tomé las Hojas de yerba -Leaves of grass-, de Walt Whitman, este hombre americano, enorme embrión de un poeta secular, de quien Roberto Luis Stevenson dice que, como un perro lanudo recién desencadenado, recorría las playas del mundo ladrando a la luna; tomé estas hojas y traduje algunas a mi amigo, ante el esplendor silencioso de la ciudad dorada.
Y mi amigo me dijo:
– ¡Qué efecto tan extraño causan esas enumeraciones de hombres y de tierras, de naciones, de cosas, de plantas… ¿Es eso poesía?
Y yo le dije:
– Cuando la lírica es sublime y espiritualizada acaba en meras enumeraciones, en suspirar nombres queridos. La primera estrofa del dúo eterno del amor puede ser el "te quiero, te quiero mucho, te quiero con toda mi alma"; pero la última estrofa, la del desmayo, no es más que estas dos palabras: "¡Romeo! ¡Julieta! ¡Romeo! ¡Julieta!" El suspiro más hondo del amor es repetir el nombre del ser amado, paladearlo haciéndose miel la boca. Y mira al niño. Jamás olvidaré una escena inmortal que Dios me puso una mañana ante los ojos, y fue que vi tres niños cogidos de las manos, delante de un caballo, cantando, enajenados de júbilo, no más que estas dos palabras: "¡Un caballo!, ¡un caballo!, ¡un caballo!" Estaban creando la palabra según la repetían; su canto era un canto genesíaco.
[2] Para mi conciencia de bibliógrafo, debo decir que antes de 1905 pone: Carrera de San Jerónimo, 2; pero desde entonces el señor Fe se ha trasladado a la Puerta del Sol, 15; y ahora añado que esa edición se ha agotado y que prepara otra la Biblioteca Renacimiento.