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Así, aunque en otra forma, discurrían aquellos viejos, que, arrecidos por el frío, miraban con desdén la vida desde la cumbre helada de su soledad. Amaban la vida y gozaban en maldecir del mundo, sintiéndose ellos, los vencidos, vencedores de él, el vencedor. Lo encontraban todo muy malo porque se creían buenos y gozaban en creerlo. Era la suya una postura como otra cualquiera. Creían que el sol es farsa, pero que calienta, y en él se calentaban.

Salían juntos y bien abrigados, y al separarse continuaba cada uno por su camino el monólogo eterno. Todas las noches murmuraban al separarse: «¡Miseria pura! ¡Todo es farsa!»

Un día faltó don Pedro al café, y siguió faltando, con gran placer del perrito de aguas. Cuando el amo de éste supo que el padre había muerto, murmuró: «¡Pobre señor! ¡Algún disgusto que le ha dado su hija! ¿Si encontrara algún día el vaso de agua azucarada a la cabecera de la cama?» Y siguió su monólogo. El eco de su alma se había apagado. ¿Quién era? ¿De dónde venía? ¿Cómo vivía? Ni lo supo ni intentó saberlo; quedó solo y no conoció su soledad.

Sigue yendo al rinconcito del café de Occidente. Los parroquianos le oyen hablar solo y le ven gesticular. Mientras da un terroncito de azúcar al perro, que agita de gusto su colita, rematada en un pompón, murmura: «¡Miseria pura, don Pedro! ¡Todo es farsa!» Y los parroquianos dicen: «¡Pobre señor! Desde que perdió la otra tijera, esa cabeza no anda bien. ¡Cuánto le afectó! ¡Se comprende…, a su edad!»

El amo del perro sale sin acordarse del padre de la hija, y solo sigue tijereteando: «¡Miseria pura! ¡Todo es farsa!»

(La Justicia, Madrid, 27-XII-1889)

EL DESQUITE

Después de cavilar muy poco he rechazado el uso que emplea la voz galicana «revancha», y me atengo al abuso, quiero decir, al purismo que nos manda decir «desquite». Que nadie me lo tenga en cuenta.

Esto del desquite es de una actualidad feroz, ahora que todos estamos picados de internacionalismo belicoso.

***

Luis era el gallito de la calle y el chico más rencoroso del barrio; ninguno de su igual le había podido, y él a todos había zurrado la badana. Desde que dominó a Guillermo, no había quien le aguantara. Se pasaba el día cacareando y agitando la cresta: si había partida, la acaudillaba; se divertía en asustar a las chicas del barrio por molestar a los hermanos de éstas; se metía en todas partes, y a callar todo Cristo, ¡a callar se ha dicho!

¡Que se descuidara uno!

– ¡Si no callas te inflo los papos de un revés…!

¡Era un mandarín, un verdadero mandarín! Y como pesado, ¡vaya si era pesado! Al pobre Enrique, a Enrique el tonto, no hacía más que darle papuchadas, y vez hubo en que se empeñó en hacerle comer greda y beber tinta.

¡Le tenían una rabia los de la calle!

Guillermo, desde la última felpa, callaba y le dejaba soltar cucurrucús y roncas, esperando ocasión y diciéndose: «Ya caerá ese roncoso».

A éste, los del barrio, aburridos del gallo, le hacían «chápale, chápale», yéndole y viniéndole con recaditos a la oreja.

– Dice que le tienes miedo.

– ¿Yo?

– ¡Dice que te puede!

– ¡Dice que cómo rebolincha…!

– ¡Sí, las ganas!

Se encontraron en el campo una mañana tibia de primavera; había llovido de noche y estaba mojado el suelo. A los dos, Luis y Guillermo, les retozaba la savia en el cuerpo, los brazos les bailaban, y los corazones a sus acompañantes, que barruntaban morradeo.

Sobre si fue el uno o fue el otro quien derribó un cochorro de una pedrada, tuvieron palabras.

El cochorro estaba en el suelo, panza arriba, suplicando paz con el pataleo de sus seis patitas, esperando a que por él y junto a él se decidiera la hegemonía del barrio.

– ¡Sí…! ¡Tú, tú echar roncas nada más no sabes…!

– ¿Roncas? ¿Roncas yo? ¡Si te doy uno!

Hacía que se iba con desdén digno, y volvía.

– ¡Calla y no me provoques!

– ¡Ahí va!, provoques -exclamó uno de los mirones-, provoques…, provoques… ¡Qué farolín, para que se le diga que sabe!

Los circunstantes les azuzaban.

– ¡Anda, pégale!

– ¡Chápale a ése!

– ¿Le tienes miedo?

– ¿Miedo yo?

– ¡Mójale la oreja!

– ¡Tírale saliva!

– ¡Llámale aburrido!

– ¡Provócale, anda provócale!

Todos soltaron el trapo a reír al oír esto. Luis se puso como un tomate, y se acercó a imponer correctivo al burlón.



– ¡Déjale quieto! -le gritó Guillermo.

– ¡Y a ti también si chillas mucho!

– ¿A mí?

Luis le dio un empellón, se lo devolvió Guillermo, siguió un moquete y se armó la gresca. Los mirones les animaban y saltaban de gusto. Uno de éstos se puso a rezar por Guillermo.

– Ojalá gane Guillermo. Ojalá, amén… Ojalá gane… Ojalá gane…

Se separaban para dar vuelo al brazo y descargarlo con más brío.

Al principio llevaban la mano a la parte herida y tomaban tiempo para devolver el golpe; después menudeaban los embistes sin darse reposo.

– Ojalá gane… Ojalá gane… Ojalá gane…

– ¡Échale la zancadilla!

Cayeron al fin al suelo mojado, Luis debajo, y al caer aplastaron al cochorro que imploraba piedad con sus patitas. Guillermo sujetó con las rodillas los brazos del enemigo, y mientras éste forcejeaba, el otro, resudado, rojo de faz, irradiando alegría, feroz los ojos, le decía entre resoplidos:

– ¿Te rindes?

– ¡No!

Y le descargaba un puñetazo en los hocicos.

– ¿Te rindes?

– ¡No!

Otro puñetazo más, y así siguió hasta que le hizo sangrar por las muelas.

En aquel momento, uno de los mirones exclamó:

– ¡Agua…, agua…, agua!

Era que venía el alguacil, el muy pillo cautelosamente, haciéndose el distraído, como tigre de caza. Al verle, abandonaron todos el campo echando a correr. Y el alguacil, al escapársele la presa, los amenazaba desde lejos con el bastón.

Entraron en la calle, el vencedor rodeado de los testigos de su triunfo y sin hacer caso a Eugenio, que le repetía:

– ¡He rezado por ti! ¡He rezado por ti!

Poco después entró el vencido sangrando por la boca, embarrado, hosco y murmurando:

– ¡Ya caerá! ¡Ya caerá!

¡Qué corte rodeó desde aquel día a Guillermo!

En la calle bailaban todos de contento; ya no temían al roncoso, ya podían decirle:

– Te ha podido Guillermo.

Quien más atenciones prodigó a éste fue Eugenio.

El cual tenía un hondísimo sentimiento de la dignidad humana. Si le pegaban 6, 15 ó 21 golpes, él devolvía 7, 16 ó 22; cuando el maestro le administraba una azotaina, contaba él los zurriagazos, y si éstos eran n, después, en desquite, tenía que tocar el faldón de la levita del maestro n+1 veces. Siempre quedaba encima.

Luis no volvió a abrir el pico, pero no cerró noche ni abrió día sin que murmurara:

– ¡Ya caerá! ¡Ya caerá!

¡Ardoroso alimento de su augusta majestad caída!

***

«¡Valiente chiquillería! ¡Mira con qué nos sale!»

¿Dice esto el lector?

¡Bien!, pues ahí está el origen del sentimiento de justicia, porque nació ésta del desquite. Toda la monserga de la vindicta social se reduce a la revancha social, ni tilde más ni tilde menos. ¿Me pega? ¡Le pego, y en paz!

¡Vaya una paz!

Los pueblos pasaron de la venganza al castigo. Esta es una pura reacción, como el estornudo. Entra un granillo de polvo en la mucosa…, la laringe castiga al granillo estornudando.

Cuando veo a dos rapaces darse de mojicones en la calle, me digo:

«Esa es la educación social, y lo demás pamplina. Así, libre y al aire libre, cada uno aprende, así, que, frente a su voluntad, hay otras voluntades, y que no hay otro remedio que imponerse o someterse a ellas, o concertarse todos a escapar bajo el ojo del alguacil».