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LIBRO OCTAVO

53

Llegué a Las Vegas a última hora de la noche, y Gronevelt me pidió que cenase con él en sus habitaciones. Bebimos algo y los camareros subieron una mesa con la cena que habíamos pedido. Observé que el plato de Gronevelt tenía porciones muy pequeñas. Parecía más viejo y más apagado. Cully me había hablado de su ataque, pero no podía ver ninguna prueba de que lo hubiese tenido, salvo que quizá se movía más lentamente y tardaba más en contestarme cuando hablaba.

Miré el cuadro de mandos que tenía detrás de su escritorio, el que Gronevelt utilizaba para bombear oxígeno puro en el casino.

– ¿Cully te habló de esto? -dijo Gronevelt-. No debía haberlo hecho.

– Algunas cosas son demasiado buenas para no contarlas -dije-. Y, además, Cully sabía que yo guardaría el secreto.

Gronevelt sonrió.

– Lo creas o no, lo utilizo como un acto de bondad. Da a todos los perdedores una pequeña esperanza y un último impulso antes de que se vayan a la cama. Me fastidia imaginar a los perdedores intentando irse a dormir. Los que ganan no me importan. La suerte puedo aceptarla, es la habilidad lo que no puedo permitirme. Mira, nunca pueden con el porcentaje y yo tengo el porcentaje. Eso es tan cierto en la vida como el juego. El porcentaje siempre acabará haciéndote polvo.

Gronevelt divagaba, pensando en su próxima muerte.

– Hay que hacerse rico en la oscuridad -dijo-. Hay que vivir de acuerdo con los porcentajes, olvidarse de la suerte, que es una magia muy traidora.

Asentí con un gesto. Cuando terminamos de cenar, mientras tomábamos coñac, Gronevelt dijo:

– No quiero que te preocupes por Cully, así que te contaré lo que le pasó. ¿Recuerdas aquel viaje que hiciste con él a Tokio y a Hong Kong para traer aquel dinero? Bueno, pues por razones personales, Cully decidió repetir la suerte. Le advertí que no lo hiciese. Le dije que el porcentaje era malo y que había tenido suerte en aquel primer viaje. Pero, por razones personales, que no puedo explicarte, y que al menos para él eran importantes y válidas, decidió ir.

– Pero tú tuviste que darle permiso -dije.

– Sí -dijo Gronevelt-. Yo me beneficiaba con el viaje.

– Bueno, ¿qué le pasó? -pregunté.

– No lo sabemos -dijo Gronevelt-. Metió el dinero en sus maletas y luego, sencillamente, desapareció. Fummiro cree que está en Brasil o en Costa Rica viviendo como un rey. Pero tanto tú como yo conocemos mejor a Cully. Él no podría vivir fuera de Las Vegas.

– ¿Qué crees entonces que le pasó? -pregunté de nuevo a Gronevelt.

Gronevelt me sonrió.

– ¿No conoces ese poema de Yeats? Creo que empieza: «Más de un soldado y marino yacen, lejos del cielo de la patria». Eso es lo que le pasó a Cully. Creo que debe estar en el fondo de uno de esos bellos estanques que hay detrás de las casas de geishas del Japón. Supongo que eso debió fastidiarle mucho. Quería morir en Las Vegas.

– ¿Y qué has hecho? -dije-. ¿Se lo has comunicado a la policía o a las autoridades japonesas?

– No -dijo Gronevelt-. No es posible tal cosa, ni creo que tú debas hacerlo.

– Yo acepto lo que tú digas -contesté-. Quizás Cully aparezca algún día. Puede que entre en el casino con tu dinero como si nada hubiera pasado.

– Puede ser -dijo Gronevelt-. Pero, por favor, no pienses eso. No quiero que albergues ninguna esperanza. Debes aceptarlo tal como te lo digo. Es otro jugador al que ha aplastado el porcentaje, nada más.





Hizo una pausa y luego dijo, suavemente:

– Cometió un error al contabilizar el «zapato».

Sonrió.

Ahora sabía cuál era mi respuesta. Lo que en realidad estaba diciéndome Gronevelt era que Cully había sido enviado a una misión que Gronevelt había planeado, y que había sido Gronevelt quien había decidido aquel final. Y mirando a aquel hombre, me di cuenta de que no lo había hecho por malévola crueldad, ni por deseo de venganza, sino por lo que para él eran buenas y sólidas razones. Para él aquello era sencillamente un aspecto de su negocio.

Así, nos dimos la mano y Gronevelt dijo:

– Quédate todo el tiempo que quieras. Eres mi invitado.

– Gracias -dije-. Pero creo que me iré mañana.

– ¿Jugarás esta noche? -preguntó Gronevelt.

– Creo que sí -dije-. Pero sólo un poco.

– Bueno, ojalá tengas suerte -dijo Gronevelt.

Me acompañó hasta la puerta y me puso en la mano un paquete de fichas negras de cien dólares.

– Estaban en la mesa de Cully -dijo Gronevelt-. Estoy seguro de que le hubiese gustado que las jugases tú. Quizás este dinero te traiga suerte.

Hizo una breve pausa.

– Siento lo de Cully, le echo de menos -dijo.

– También yo -dije.

Y me fui.

54

Gronevelt me había dado una suite con el salón decorado en cálidos tonos marrones, una combinación muy acorde con el estilo habitual de Las Vegas. Yo no tenía ganas de jugar y estaba demasiado cansado para ir al cine. Conté las fichas negras, lo que heredaba de Cully. Eran diez; mil dólares. Imaginé lo feliz que se habría sentido si yo hubiese metido las fichas en mi maleta y hubiese dejado Las Vegas sin perderlas. Pensé que podría hacerlo.

No me sorprendía lo que le había pasado a Cully. Estaba casi en la esencia de su carácter el que al final jugase contra el porcentaje. En su interior, pese a ser un estafador nato, Cully era un jugador. Creía en su capacidad para contabilizar el «zapato»; por tanto, nunca podría ser rival de Gronevelt. Gronevelt podía aplastarlo todo con sus implacables porcentajes.

Intenté dormir, pero sin suerte. Era demasiado tarde para llamar a Valerie. Debía ser por lo menos la una de la madrugada en Nueva York. Cogí el periódico de Las Vegas que había comprado en el aeropuerto y, ojeándolo, vi el anuncio de una película, la última de Janelle. Interpretaba el segundo papel femenino, un papel de complemento, pero lo había hecho tan bien que había sido seleccionada para el premio de la Academia. La película se había estrenado en Nueva York hacía exactamente un mes y me había propuesto verla, así que decidí ir entonces. Aunque no había vuelto a ver a Janelle ni a hablar con ella desde aquella noche que me había dejado en la habitación del hotel.

Era una buena película. Contemplé a Janelle en la pantalla y le vi hacer todas las cosas que había hecho conmigo. En aquella pantalla inmensa, su rostro expresaba toda la ternura, todo el afecto, todo el anhelo sensual que había mostrado cuando nos acostábamos juntos. Mientras la veía, me preguntaba qué era la realidad. ¿Cómo se había sentido ella en realidad en la cama conmigo, cómo se había sentido en realidad allá arriba en la pantalla? En una parte de la película en que ella quedaba hundida por el rechazo de su amante, tenía la misma expresión desconsolada que me destrozaba el corazón cuando ella creía que la había tratado con crueldad. Me asombraba lo estrictamente que su actuación seguía nuestras pasiones más profundas y secretas. ¿Habría estado actuando conmigo, preparándose para aquel papel, o su actuación brotaba del dolor que habíamos compartido? No obstante, casi volví a enamorarme de ella sólo con verla en la pantalla, y me alegré de que, a fin de cuentas, todo le hubiese salido bien; que estuviese convirtiéndose en actriz de tanto éxito, que estuviese logrando todo lo que quería o creía querer de la vida. Y pensé: éste es el final de la historia. Aquí estoy yo, el pobre y desdichado amante, muy lejos, contemplando el éxito de su amada. Y pensé que todo el mundo sentiría lástima de mí. Yo sería el héroe por lo sensible que era, y ahora podría sufrir y vivir solo. El escritor solitario haciendo libros, mientras ella resplandecía en el mundo luminoso del cine. Y así es como me hubiese gustado dejar la historia. Le había prometido a Janelle que si escribía acerca de ella, nunca la mostraría como alguien derrotado o alguien de quien hubiese que compadecerse. Una noche que fuimos a ver Love Story ella se puso furiosa.