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Gronevelt se alegró de que le llamara. Su voz respiraba fuerza, salud. Le expliqué el asunto, le pregunté dónde podía estar Cully y le dije que, en cualquier caso, pensaba que debía notificárselo a él.

– No es algo de lo que pueda hablar por teléfono -dijo Gronevelt-. Pero, ¿por qué no vienes unos días como huésped mío aquí al hotel? Podré explicártelo.

52

Cully llamó a Merlyn cuando recibió recado de subir a las habitaciones de Gronevelt.

Cully sabía por qué quería verle Gronevelt y sabía que tenía que empezar a pensar en una vía de escape. Por teléfono, le dijo a Merlyn que cogería el avión de la mañana siguiente, a Nueva York, y le pidió que fuese a esperarle. Le dijo a Merlyn que era importante, que necesitaba su ayuda.

Cuando Cully entró por fin en la suite de Gronevelt, intentó «leer» a Gronevelt, pero lo único que pudo ver fue cuánto había cambiado aquel hombre en los diez años que llevaba trabajando con él. El ataque de apoplejía que había sufrido le había dejado venitas rojas en el blanco de los ojos, en las mejillas, e incluso en la frente. Los fríos ojos azules parecían congelados. No parecía tan alto, y resultaba mucho más frágil. Pese a todo esto, Cully aún le temía.

Como siempre, Gronevelt le hizo preparar bebidas para los dos, el whisky habitual. Luego le dijo:

– Joh

– Ya sabes la respuesta -dijo Cully.

– Creo que la sé -dijo Gronevelt-. Y sé lo que tú le dijiste a Joh

– No va a conseguirlo -dijo Cully-. No pude arreglarlo.

Gronevelt hizo un gesto de asentimiento.

– Era un asunto muy difícil con los antecedentes de Joh

– Los tengo en caja -dijo Cully-. Él puede recogerlos cuando quiera.

– Bien -dijo Gronevelt-. Bien. Eso le agradará.

Ambos se acomodaron en sus asientos y bebieron. Preparándose los dos para la verdadera batalla, la verdadera cuestión. Luego, Gronevelt dijo muy despacio:

– Tanto tú como yo sabemos por qué Joh

– No tengo ninguna -dijo Cully-. Le pagué al juez Brianca los cuarenta grandes que me dio Santadio. Eso fue todo lo que pude hacer. Ésta es la primera vez que el juez Brianca me falla. Quizás pueda conseguir que me devuelva el dinero. No sé. He estado intentando ponerme en contacto con él, pero supongo que me elude.

– Tú sabes que Joh

Cully sonrió.

– Diablos, no me preocupa que me despidan. Sólo me preocupa que me asesinen.

– Oh -dijo Gronevelt-. No, no es tan grave -sonrió a Cully como un padre sonreiría a su hijo-. ¿De verdad creías que era tan grave?

Por primera vez, Cully se tranquilizó y tomó un buen trago de whisky. Se sentía como si le hubiesen quitado un gran peso de encima.

– Aceptaré ese acuerdo inmediatamente -dijo Cully-: sólo el despido.

Gronevelt le dio una palmada en el hombro.





– No aceptes tan de prisa -dijo-. Joh

Cully meneó la cabeza.

– En realidad no puedo entenderlo -dijo-. Llevo cinco años con Brianca en el bolsillo, sobre todo cuando tenía aquella rubita, Charlie, trabajándomelo.

Gronevelt se echó a reír.

– Sí, la recuerdo. Guapa chica. Y de buen corazón.

– Sí -dijo Cully-. El juez estaba loco por ella. Le gustaba llevarla en su barco hasta México, y se estaba con ella allí una semana. Decía que resultaba siempre una magnífica acompañante. Una chiquita muy encantadora.

Lo que Cully no le contó a Gronevelt fue que Charlie solía contarle cosas del juez. Que entraba en el despacho del juez y, cuando él estaba ya con toga y todo, se la chupaba antes de que saliera a presidir el juicio. Le contó también cómo en el barco de pesca había hecho que el juez, con sus sesenta años, le hiciese una mamada a ella, y cómo luego el juez había corrido al camarote, había agarrado una botella de whisky y se había puesto a hacer gárgaras para eliminar todos los gérmenes. Era la primera vez que el viejo juez le hacía aquello a una mujer. Pero, dijo Charlie Brown, después parecía un niño sorbiendo helados. Cully sonrió un poco, recordando, y luego se dio cuenta de que Gronevelt seguía.

– Creo que sé de un medio por el que puedes arreglarlo -dijo Gronevelt-. He de admitir que Santadio está furioso. Está que trina, pero yo puedo aplacarle. Lo único que tienes que hacer es sorprenderle con un gran golpe, ahora mismo, y creo que lo tengo. Hay otros tres millones esperando en Japón. La parte de Joh

Cully se quedó sorprendido y luego se puso muy alerta. Lo primero que preguntó fue:

– ¿Sabrá el señor Santadio que voy?

Si Gronevelt hubiese dicho que sí, Cully habría rechazado el plan. Pero Gronevelt, mirándole directamente a los ojos, dijo:

– Es idea mía, y te sugiero que no se lo digas a nadie, absolutamente a nadie, no le digas a nadie que vas a ir. Coge el vuelo de la tarde para Los Angeles, enlaza con el vuelo al Japón, y estarás allí antes de que llegue aquí Joh

La mención del nombre de Fummiro dispersó todos los recelos de Cully.

– De acuerdo -dijo-. Lo haré. Lo único es que iba a ir a Nueva York a ver a Merlyn y estará esperándome en el aeropuerto, así que tendré que llamarle.

– No -dijo Gronevelt-. Nunca puedes saber si hay alguien controlando el teléfono, ni tampoco a quién puede contárselo él. Déjame que yo me cuide de esto. Le diré que no vaya a esperarte al aeropuerto. No canceles siquiera la reserva. Eso desviará a la gente de la pista. A Joh

– De acuerdo -dijo Cully.

Gronevelt meneó la cabeza y le dio otra palmada en el hombro.

– Vete y vuelve lo más de prisa que puedas -le dijo-. Si consigues volver, te prometo que no tendrás ningún problema con Joh

La noche antes de irse al Japón, Cully llamó a dos chicas que conocía. Putas finas las dos. Una era la mujer de un jefe de sección del casino de un hotel del Strip. Se llamaba Crystin Lesso.

– Crystin -dijo-. ¿Estás de humor para un combate?

– Por supuesto -dijo Crystin- ¿Cuánto rebajarás mi deuda?