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Capítulo 2
Sábado, 25 de octubre
Nick apretó los dientes, después, bebió un trago del café frío y espeso. ¿Por qué lo sorprendía que estuviera igual de amargo frío que caliente? Era una bebida que detestaba, pero se sirvió otra taza de todas formas.
Quizá no fuera el sabor lo que aborrecía tanto como los recuerdos. El café le recordaba todas las noches en vela preparando los exámenes de ingreso en la facultad de Derecho. Le recordaba el insufrible viaje en coche que hizo para ver morir a su abuelo, un viaje necesario porque el padre de Nick, Antonio, se había negado a acudir al lecho de muerte del anciano. Incluso por aquella época, Nick lo tomó como un presagio de lo que sería su relación con su padre, y se preguntó si el formidable Antonio Morrelli se daría cuenta de la ironía cuando, el día que le llegase su hora, su propio hijo se negara a acudir a su lecho de muerte.
De vez en cuando, la asociación de ideas seguía asaltándolo: el olor del café y la piel cenicienta y arrugada de su abuelo sobre las sábanas manchadas de orina. Pero, a partir de aquella noche, el aroma del café siempre le recordaría los gritos de dolor de una madre al identificar el cuerpo descuartizado de su único hijo. El cambio no era a mejor, desde luego.
Nick había visto a Laura Alverez por primera vez el sábado anterior por la noche… Dios, hacía menos de una semana. Da
Era una mujer alta, con ligero sobrepeso pero de figura voluptuosa. La melena larga y la mirada sensual la hacían parecer más joven que sus cuarenta y cinco años. Había algo escultural en ella que hacía pensar en el término «fortaleza».
Airosa a pesar de su tamaño, Laura Alverez se había pasado la noche desplazándose del fregadero al armario de la cocina una y otra vez. Había contestado a las preguntas de Nick con calma y mesura. Con demasiada calma, en realidad. De hecho, Nick había tardado diez, incluso quince minutos, en advertir que, por cada taza o plato que Laura Alverez lavaba y guardaba en el armario, sacaba uno limpio y regresaba a la pila con él. Entonces, reparó en la etiqueta del cuello del jersey, que se lo había puesto del revés, y en los zapatos desparejos. Estaba bajo los efectos de una conmoción, camuflada por una calma que a Nick le resultaba más espeluznante que tranquilizadora.
Laura Alverez conservó la calma a lo largo de la semana. Si hubiera exhibido algún tipo de emoción, quizá no hubiera resultado tan difícil, hacía apenas unos momentos, contemplar cómo la misma mujer majestuosa se encogía hacia delante y se derrumbaba en el suelo frío y duro del depósito de cadáveres del hospital. Sus gritos habían hendido la quietud de aquellos pasillos asépticos. Nick reconocía el sonido: era el alarido agónico de un animal herido. Ninguna mujer debería afrontar lo que Laura Alverez había afrontado sola. En aquellos momentos, lamentaba no haber localizado al ex marido; le habría gustado molerlo a palos.
– Morrelli -Bob Weston entró en el despacho de Nick sin llamar ni esperar una invitación. Se dejó caer en la silla del otro lado de la mesa-. Deberías irte a casa. Ducharte, cambiarte de ropa. Apestas.
Vio a Weston llevarse el índice y el pulgar a los párpados y concluyó que sólo estaba constatando los hechos, no insultándolo.
– ¿Qué hay del ex marido?
Weston lo miró y movió la cabeza.
– Soy padre, Nick. No me importa lo cabreado que pudiera estar con su esposa… No creo que un padre pueda hacerle eso a un hijo.
– Entonces, ¿por dónde empezamos? -debía de estar cansado, comprendió Nick; estaba pidiendo consejo a Weston.
– Por una lista de autores de abusos sexuales, pederastas y personas dedicadas a la pornografía infantil.
– Podría ser una lista muy larga.
– Perdona, Nick -Lucy Burton lo interrumpió desde el umbral-. Sólo quería que supieras que las cuatro cadenas de televisión de Omaha y las dos de Lincoln están abajo, con los cámaras. También hay un pasillo lleno de periodistas y gente de la radio. Piden unas declaraciones o una conferencia de prensa.
– Mierda -murmuró Nick-. Gracias, Lucy -vio cómo Weston se volvía en su silla para seguir con la mirada las largas piernas de Lucy. Si iban a estar en el candelero, pensó Nick, convendría disuadirla de llevar minifaldas y tacones de aguja. Claro que sería una lástima; tenía unas piernas preciosas y unos andares perfectos para lucirlas-. Hemos estado rehuyendo a los medios toda la semana -señaló, y volvió a fijar la mirada en Weston-. Tendremos que hablar con ellos.
– Estoy de acuerdo. Tendrás que hablar con ellos.
– ¿Yo? ¿Por qué yo? Creía que eras tú el experto.
– Cuando se trataba de un secuestro, sí. Ahora es un homicidio, Morrelli. Lo siento, la pelota está en tu tejado.
Nick se recostó en el sillón de ruedas, reclinó la cabeza sobre el cuero e hizo girar el asiento de lado a lado. Aquello no podía estar pasando. No tardaría en despertarse en la cama con Angie Clark. Cielos, la noche anterior parecía muy lejana.
– Escucha, Morrelli -Weston hablaba en voz baja, suave, compasiva, y Nick lo miró con recelo sin levantar la cabeza-. He estado pensando. Ya que se trata de un niño y todo eso, deberíamos pedir que nos envíen a alguien para que te ayude a crear un perfil.
– ¿De qué hablas?
– Puede que sea demasiado pronto para que la gente repare en las similitudes con Jeffreys, pero cuando lo hagan, esto será la locura.
– ¿La locura? -eso no formaba parte de su preparación de sheriff. Nick tragó saliva para digerir el sabor amargo. De pronto, volvía a sentir náuseas; todavía podía oler la sangre de Da
– Tenemos expertos capaces de recomponer el perfil psicológico de ese tipo. Reducen las posibilidades. Te dan una idea de quién es el cabrón.
– Sí, sería una ayuda. No vendría mal -Nick procuró no reflejar la desesperación en su voz. No era el momento de revelar su debilidad, a pesar de la repentina compasión de Weston.
– Me han hablado muy bien de uno de esos expertos en perfiles. Se llama O'Dell, y es capaz de averiguar hasta el número que calza un asesino. Podría llamar a Quantico.
– ¿Para cuándo crees que nos enviarían a alguien?
– No dejes que Tillie haga la autopsia todavía. Llamaré ahora mismo y veré si podemos tener a alguien aquí el lunes por la mañana. Puede que hasta O'Dell -Weston se puso en pie con renovada energía.
Nick desenredó las piernas y también se puso en pie, sorprendiéndose de que las rodillas lo sostuvieran.
Hal Langston, uno de los ayudantes de Nick, apareció por la puerta.
– Pensé que os interesaría conocer la edición matutina del Omaha Journal -Hal desdobló el periódico y lo sostuvo en alto. Los titulares proclamaban en letra negrita: Niño asesinado al estilo de Jeffreys.
– ¡Qué cojones! -Weston le arrebató el periódico y empezó a leer en voz alta-. «El cadáver de un niño fue hallado muerto anoche a orillas del río Platte, junto a la carretera de la Vieja Iglesia. Parece probable que el muchacho, todavía sin identificar, fuese apuñalado. Un ayudante del sheriff, cuya identidad permanecerá en el anonimato, dijo en el lugar del crimen: “El hijo de perra lo ha destripado”. Los cortes profundos en el pecho eran el sello de identidad del asesino en serie Ronald Jefrreys, que fue ejecutado en julio del presente año. La policía todavía no ha hecho ninguna declaración relativa a la identidad del muchacho ni a la causa de su muerte».
– ¡Dios! -masculló Nick. Las náuseas volvían a adueñarse de sus entrañas.
– Maldita sea, Morrelli. Tendrás que amordazar a tus hombres.
– Y todavía hay más -dijo Hal, mirando a Nick-. La noticia la firma Christine Hamilton.
– ¿Quién diablos es Christine Hamilton? -Weston miró a Hal, después a Nick-. No, por favor, no me digas que es una de las conquistas de tu pequeño harén…
Nick se dejó caer en su sillón. Christine… ¿Cómo podía habérsela metido torcida? ¿Había siquiera intentado avisarlo, ponerse en contacto con él? Los dos hombres se lo quedaron mirando, Weston esperando una explicación.
– No -dijo Nick, despacio-. Christine Hamilton es mi hermana.
Maggie O'Dell se quitó las zapatillas de deporte embarradas en el vestíbulo, antes de que su marido, Greg, se lo recordara. Echaba de menos su minúsculo apartamento de Richmond, a pesar de haber cedido a la obligada conveniencia de vivir a medio camino entre Quantico y Washington. Desde que habían comprado el lujoso chalé de la cotizada zona de Crest Ridge, Greg no hacía más que obsesionarse con la imagen. A su marido le gustaba tener el chalé impecable, una tarea fácil ya que los dos trabajaban fuera del hogar. Aun así, la irritaba volver a una casa que devoraba su sueldo pero que parecía uno de esos hoteles en los que acostumbraba a alojarse cuando viajaba.
Se despojó de la sudadera húmeda y sintió un grato escalofrío. Aunque era un fresco día otoñal, había logrado sudar después de otra noche de dar vueltas en la cama. Hizo un ovillo con la prenda y la lanzó al interior del cuarto de la ropa de camino a la cocina. ¡Qué descuido el suyo al no acertar a meterla en el cesto!
Permaneció de pie ante la nevera abierta. Un vistazo bastaba para poner en evidencia el escaso talento culinario de ambos: una caja de restos de comida china, media rosquilla de pan envuelta en film transparente y un envase de corcho de comida para llevar que contenía una sustancia viscosa irreconocible. Maggie sacó un botellín de agua y cerró la nevera con ímpetu. Estaba en pantalones cortos de deporte, camiseta y sujetador deportivo, y temblaba de frío.
Sonó el teléfono. Maggie lo buscó en las encimeras impolutas y lo encontró sobre el microondas antes del cuarto timbrazo.
– ¿Sí?
– O'Dell, soy Cu
Maggie se pasó los dedos por la masa húmeda de pelo corto y oscuro y se enderezó.
– Buenas tardes. ¿Qué ocurre?
– Acabo de recibir una llamada de la oficina de Omaha. Han encontrado el cadáver de un niño. Algunas de las heridas son características de un asesino en serie que operó en la misma zona hace cosa de seis años.
– ¿Y otra vez está haciendo de las suyas? -Maggie empezó a dar vueltas.
– No, el asesino en serie era Ronald Jeffreys. No sé si recuerdas el caso. Asesinó a tres niños…
– Sí, me acuerdo -lo interrumpió, porque sabía que Cu