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Lucy se asomó al despacho, y Nick le hizo señas de que entrara. Abrió la puerta e indicó a los cuatro hombres que la seguían que dejaran las cajas en el rincón, debajo de la ventana.
– Halloween es algo serio, Nick. ¿Y si ese loco acaba haciendo algo cuando todos esos niños andan correteando por ahí en la oscuridad?
La voz quejicosa y aguda de Rutledge le estaba poniendo los nervios de punta. Sonrió y dijo «gracias» con los labios a Maxine Cramer, que había entrado con la última caja. Incluso al final de la jornada y tras cargar con una caja por el pasillo, su traje azul cobalto estaba impecable. Le devolvió la sonrisa a Nick y salió por la puerta.
– Brian, ¿qué quieres de mí?
– Quiero saber lo serio que es esto, maldita sea. ¿Tenemos algún sospechoso? ¿Vas a detener a alguien próximamente? ¿Qué cojones estás haciendo ahí?
– Un niño ha muerto y otro ha desaparecido. ¿Cómo de serio crees que es esto, Brian? En cuanto a cómo llevo la investigación, no es asunto tuyo, maldita sea. Necesitamos mantener esta línea abierta para cosas más útiles que guardarte las espaldas, así que no vuelvas a llamar -colgó con ímpetu y vio a O'Dell de pie en el umbral, observándolo.
– Perdona -parecía avergonzada de haber presenciado su furia. Por segunda vez en un día. Debía de pensar que era un loco, un lunático histérico o, peor, sencillamente, un incompetente-. Lucy me ha dicho que las actas están aquí.
– Así es. Pasa y cierra la puerta.
Maggie vaciló, como si dudara si estaría a salvo tras una puerta cerrada con él.
– Era el alcalde -le explicó Nick-. Quería saber si iba a detener a alguien antes del viernes para saber si no tendría que cancelar Halloween.
– ¿Y qué le has dicho?
– Más o menos, lo que has oído. Las cajas están debajo de la ventana -giró el sillón para señalárselas y, después, se mantuvo en aquella posición para mirar por la ventana. Estaba harto de las nubes, de la lluvia. No recordaba cuándo había brillado el sol por última vez.
O'Dell estaba de rodillas. Había destapado varias cajas y desperdigado archivos sobre el suelo, a su alrededor.
– ¿Quieres sentarte? -le ofreció, pero no hizo ademán de abandonar su sillón.
– No, gracias. Así será más fácil.
Tenía cara de haber encontrado lo que buscaba. Abrió el archivo y empezó a leerlo por encima, pasando las hojas, hasta que se detuvo en una. De pronto, su semblante se tornó muy grave. Se sentó sobre los talones.
– ¿Qué pasa? -Nick se inclinó hacia delante para ver qué había captado tan poderosamente su atención.
– Es la confesión original de Jeffreys, justo después de su detención. Es muy completa, desde la clase de cinta que usó para atar las manos y los pies de la víctima hasta las señales del cuchillo de caza que usó -hablaba despacio, sin dejar de recorrer el documento con la mirada.
– El padre Francis ha dicho que Jeffreys no había mentido, luego los detalles son ciertos. ¿Entonces?
– ¿Sabías que Jeffreys solamente confesó haber matado a Bobby Wilson? De hecho -dijo, pasando algunas hojas-, no se cansó de asegurar que no había tenido nada que ver con los asesinatos de los otros dos niños.
– No recuerdo haber oído nada de eso. Seguramente, pensaron que estaba mintiendo.
– Pero ¿y si no mentía? -lo miró, con los ojos castaños torturados por algo más que el archivo que sostenía.
– Si no estaba mintiendo y sólo mató a Bobby Wilson… -Nick no terminó la frase. De pronto, sentía náuseas.
– Entonces, el verdadero asesino en serie quedó libre, y está matando otra vez.
Christine trató de disimular su alivio cuando Nick la llamó para anular la cena. Si aquella nueva pista daba fruto, estaría trabajando hasta muy tarde para volver a acaparar la portada del periódico del día siguiente.
– ¿Podemos quedar mañana? -preguntó su hermano, casi en tono de disculpa.
– Claro, no hay problema. ¿Ha ocurrido algo interesante? -añadió, sólo para pincharlo.
– Tu reciente éxito no te favorece, Christine -parecía cansado, sin fuerzas.
– Me favorezca o no, me siento de maravilla.
– ¿Así que este número que me ha dado el periódico es de un móvil?
– Sí, uno de los alicientes de mi reciente éxito poco favorecedor. Oye, Nick -tenía que cambiar de tema antes de que le preguntara dónde estaba o adonde se dirigía-. ¿Podrías traerte el saco de dormir mañana, cuando vengas a casa? Timmy te lo pidió para la acampada, ¿recuerdas?
– ¿Van a irse de acampada en Halloween?
– Estarán de vuelta el viernes, el día de Todos los Santos. El padre Keller tiene que decir misa. ¿Te acordarás de traerlo?
– Sí.
– Y no te olvides de la agente O'Dell.
– Está bien.
Christine dobló la esquina para entrar en el aparcamiento justo cuando cerraba el móvil y se lo guardaba en el bolso. Nick se pondría furioso si supiera dónde estaba.
El complejo de apartamentos de cuatro plantas tenía un aspecto ruinoso; los ladrillos estaban mellados y viejos. Había aparatos oxidados de aire acondicionado colgados por fuera de las ventanas. El edificio desentonaba en aquel antiguo barrio de pequeñas casas de estructura de madera. A pesar de ser viejas, las casas estaban bien conservadas, y tenían los jardines de atrás llenos de cajones de arena, columpios y enormes arces.
El aire estaba impregnado del olor de la leña de la chimenea de un vecino. Un perro ladró al final de la calle, y Christine oyó el tintineo de un carillón de viento. Aquél era el barrio de Da
El ascensor olía a tabaco y a orina de perro. Christine pulsó el botón del cuarto piso, y el ascensor vibró y subió con un traqueteo. Al salir al pasillo, volvió a atacarla una mezcla de olores a orina, moho y comida chamuscada de algún vecino. ¿Cómo podía vivir alguien en un cuchitril como aquél?
El apartamento 410 estaba al final del pasillo. Delante de la puerta arañada y abollada, descansaba un felpudo trenzado a mano. El felpudo estaba limpio, impoluto. Christine llamó a la puerta y contuvo la respiración para no inspirar los olores asfixiantes del pasillo. Oyó varios cerrojos que se abrían, y la puerta se entreabrió levísimamente. Unos ojos entornados y arrugados la miraron a través de unas gafas gruesas.
– ¿Señora Krichek? -preguntó con la mayor educación posible, sin dejar de contener el aliento.
– ¿Es usted la periodista?
– Sí, soy yo. Me llamo Christine Hamilton.
La puerta se abrió, y Christine esperó a que la mujer retrocediera con la ayuda del andador.
– ¿Está emparentada con Ned Hamilton, el del supermercado de la esquina?
– No, no lo creo. Hamilton es el apellido de mi ex marido, y no es de por aquí.
– Entiendo -la mujer se alejó arrastrando los pies.
Una vez dentro de la casa, Christine fue acosada por tres enormes gatos amarillos y grises que empezaron a frotarse contra sus piernas.
– Acabo de preparar una jarra de chocolate caliente. ¿Quiere un poco?
Estuvo a punto de decir que sí, pero vio la jarra humeante en la mesita de centro, donde otro enorme gato estaba dándole unos lametazos.
– No, gracias -confiaba en haber disimulado su desagrado.
El apartamento olía mucho mejor que el pasillo, a pesar del olor del amoníaco de una caja escondida de arena para los gatos. Había coloridas colchas de punto y edredones en el sofá y en una mecedora, plantas en las ventanas y tapetes de ganchillo en un antiguo aparador.
– Siéntese -le indicó la mujer, que se dejó caer en la mecedora-. ¡Ay!, qué dolor tengo en este hombro -dijo, y se frotó el extremo huesudo que sobresalía por debajo del jersey-. No se lo desearía ni a mi peor enemigo.
– Vaya, lo siento.
Parecía tener huesos frágiles, pensó Christine, fijándose en las rodillas nudosas que sobresalían por debajo del sencillo vestido de algodón. La anciana exhibía un ceño permanente, y los luminosos ojos azules aparecían enormes tras las gafas de montura metálica. Llevaba el pelo blanco recogido en un moño y sujeto con hermosas peinetas de turquesa.
– Envejecer es un infierno. Si no fuera por mis gatos, creo que tiraría la toalla.
– Señora Krichek -Christine se sentó y contempló cómo su falda de color azul marino se llenaba de pelo de gato-. Me gustaría que fuéramos al grano y que me contara lo que vio la mañana en que Da
– En absoluto. Me alegro de que por fin le interese a alguien.
– ¿No han venido a interrogarla de la oficina del sheriff?
– Los he llamado varias veces. La última, esta mañana, antes de ver su artículo. Me dan evasivas, como si creyeran que me lo estoy inventando. Por eso la he llamado. No me importa lo que piensen, yo sé lo que vi.
– ¿Y qué fue lo que vio, señora Krichek?
– Vi a ese chico aparcar su bici y subirse a una vieja camioneta azul.
– ¿Está segura de que era el pequeño Alverez?
– Lo he visto docenas de veces. Era un buen repartidor. Me dejaba el periódico en el felpudo, no como el que tenemos ahora, que sale del ascensor y lo lanza a mi puerta. A veces, llega, a veces, no, y me cuesta salir al pasillo con el andador. Los de su periódico deberían comprobar si esos chicos hacen bien su trabajo.
– Se lo diré. Señora Krichek, hábleme de la camioneta. ¿Pudo ver al conductor?
– No. Estaba amaneciendo y no había mucha luz. Yo me había acercado a la ventana. La camioneta entró en el aparcamiento, de modo que lo único que veía era el asiento del copiloto. Debió de decirle algo al niño, porque Da
– ¿Da
– No, no. Todo transcurrió en tono amistoso… de lo contrario, habría llamado antes al sheriff. Hasta que no oí que Da
Christine no podía creer que nadie hubiera verificado la historia de aquella mujer. ¿Se le estaría pasando algo por alto? Era una anciana, pero su descripción de los hechos parecía creíble. Se levantó y se dirigió a la ventana que la mujer había señalado. Ofrecía una vista perfecta del aparcamiento y de la alambrada. Incluso una persona con poca vista podría haber distinguido los acontecimientos que había descrito.