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Entonces, vio al niño que se despedía de los demás con la mano y echaba a andar por la acera. Esperó a ver si alguien se unía a él aquella noche, o si regresaría solo a su casa como solía.
Empezaba a oscurecer. Algunas farolas se encendieron con un parpadeo. Escuchó el crujido de la grava bajo los neumáticos de los coches que salían del aparcamiento. Las luces lo cegaban cuando giraban para salir. Nadie se fijó en él, y los que lo reconocieron, sonrieron y saludaron, porque no tenía nada de extraño que asistiera a un partido de fútbol del barrio.
A media manzana de distancia, el niño seguía caminando solo, pasándose la pelota de fútbol de una mano a la otra. Parecía delgado y pequeño con su uniforme, muy vulnerable. Casi daba saltitos, como si no le importara que nadie hubiera ido a verlo jugar. Quizá se hubiera acostumbrado a su soledad.
El último coche salió del aparcamiento, y él silenció a Vivaldi en mitad del Otoño de Las cuatro estaciones . Sin mirar, sacó la ampolla de la guantera, la partió con dedos hábiles y dejó que humedeciera el brillante paño blanco. Lamentaba que fueran necesarias más precauciones, pero había sido imprudente con Da
y. Sacó el pasamontañas negro y salió del coche, con cuidado de cerrar la puerta con suavidad. No tardó en percatarse de que ya no le temblaban las manos. Sí, por fin era otra vez dueño de sí mismo. Después, siguió andando por la acera sin hacer ruido.