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Lo miró al ver que no contestaba. Estaba apoyado en la pared, hipnotizado por el pequeño cuerpo que yacía sobre la mesa.
– ¿Sheriff Morrelli?
En aquella ocasión, se percató de que le estaba hablando. Se apartó de la pared y se enderezó, casi cuadrándose.
– Perdone, ¿qué decía? -hablaba en voz baja, como si no quisiera despertar al niño.
– ¿Recuerda si llovió mientras el cuerpo estaba a la intemperie?
– No, para nada. Fue la semana pasada cuando llovió, y bastante.
– ¿Limpió el forense el cuerpo?
– Le pedimos a George que no hiciera nada hasta que usted no llegara. ¿Por qué?
Maggie volvió a mirar el cuerpo. Se quitó un guante y se retiró el pelo de la cara; se lo recogió detrás de la oreja. Allí había algo que no encajaba.
– Algunas de estas heridas son muy profundas. Aunque las hubieran infligido cuando la víctima ya estaba muerta, debería haber sangre. Si no recuerdo mal, había mucha sangre en el lugar del crimen, en la hierba y en la tierra.
– Mucha. Tardé una eternidad en quitármela de la ropa.
Maggie volvió a levantar la manita del niño. Las uñas estaban limpias, sin tierra, sangre ni piel, aunque se las había clavado en la palma de la mano en algún momento. Los pies tampoco tenían rastro de tierra, ni una sombra del barro del río. Aunque no podía haber forcejeado mucho con las muñecas y los tobillos atados, tendría que haberse manchado con la fricción.
– Es como si hubieran limpiado el cuerpo -dijo casi para sí. Cuando alzó la vista, Morrelli estaba de pie a su lado.
– ¿Quiere decir que el asesino lavó el cuerpo cuando terminó?
– Mire el corte del pecho -volvió a ponerse el guante e introdujo el dedo con suavidad por debajo del borde de la piel-. Para esto usó un cuchillo diferente… con filo serrado. Desgarró la piel en algunos puntos, ¿lo ve? -deslizó la punta del dedo por el borde irregular-. Debió de sangrar, al menos, al principio. Y estas brechas son profundas -introdujo el dedo en una para mostrárselo-. Cuando se hace un agujero de este calibre, la sangre sale a borbotones hasta que la herida se cierra. Estoy casi segura de que ésta le atravesó el corazón. Y la garganta… ¿Sheriff Morrelli?
Lo miró. Estaba blanco. Antes de que pudiera reaccionar, Maggie vio cómo se le venía encima. Lo atrapó por la cintura, pero pesaba demasiado y resbaló al suelo con él; su peso le oprimía el pecho.
– Morrelli. Eh, ¿se encuentra bien?
Logró quitárselo de encima y recostarlo en una de las patas de la mesa. Estaba consciente, pero tenía los ojos vidriosos. Maggie se puso en pie y buscó un paño que poder humedecer. A pesar de estar bien equipado, el laboratorio carecía de material textil: no había batas ni paños por ninguna parte. Recordó haber visto una máquina de refrescos junto a los ascensores; buscó unas monedas y regresó antes de que Morrelli se hubiera movido.
Tenía las piernas torcidas debajo de él, y la cabeza apoyada en la mesa. Al menos, parecía tener la mirada menos turbia que antes; Maggie se arrodilló a su lado con la lata de Pepsi.
– Tome -le dijo, y se la pasó.
– Gracias, pero no tengo sed.
– No, para la nuca. Tome… -alargó el brazo y le presionó el cuello con suavidad hacia delante. Después, le acercó la Pepsi helada a la nuca. Morrelli se recostó sobre ella. Unos centímetros más, y su cabeza descansaría entre sus senos. Claro que en aquellos momentos, combatiendo su propia vulnerabilidad, parecía no darse cuenta. Quizá su ego de macho tenía un lado sensible. Maggie empezó a retirar la mano justo cuando Morrelli alargaba el brazo y la atrapaba, rodeándola con suavidad con sus dedos largos y fuertes. La miró a los ojos, y su azul cristalino aparecía, por fin, definido.
– Gracias -parecía avergonzado, pero sostuvo la mirada de Maggie y, si ésta no se equivocaba, seguía tonteando con ella.
Como respuesta, ella retiró la mano, demasiado deprisa y con más brusquedad de la necesaria. Con idéntica brusquedad le pasó la Pepsi; después, se sentó hacia atrás, sobre las rodillas, aumentando la separación.
– No puedo creer lo que he hecho -dijo Morrelli-. Estoy un poco avergonzado.
– No lo esté. Yo pasé mucho tiempo en el suelo antes de acostumbrarme a estas cosas.
– ¿Cómo se acostumbra uno? -volvió a mirarla a los ojos, como si buscara una respuesta.
– No lo sé. Desconectas, intentas no pensar en ello -bajó la vista y se puso rápidamente en pie. Detestaba la hondura de la mirada de Nick. Sabía que no era más que un recurso, una ingeniosa herramienta de seducción, pero temía que viera su vulnerabilidad, la grieta que Albert Stucky había abierto en sus defensas.
Morrelli estiró las piernas y se levantó sin tambalearse ni necesitar ayuda. Aparte de su amago de desmayo, se movía con mucha fluidez, con mucha seguridad. Sonrió a Maggie y se pasó la lata fría por la frente, haciendo que varios mechones de pelo quedaran adheridos a la humedad.
– ¿Le importaría reunirse conmigo en la cafetería cuando haya terminado?
– No, claro que no. No tardaré mucho.
– Creo que voy a hacer un descanso para tomarme la Pepsi -elevó la lata hacia ella a modo de brindis. Empezó a alejarse, volvió a mirar el cuerpo del niño y salió de la sala.
En la habitación hacía fresco, pero soportar el peso de Morrelli la había dejado sudorosa. Maggie se quitó un guante para pasarse la mano por la frente, y no le extrañó encontrarla húmeda. Al hacerlo, se fijó en la frente del niño. Desde donde estaba veía una pequeña mancha transparente en el centro. Deslizó un dedo por la zona y se frotó los dedos por debajo de la nariz. Si habían lavado el cuerpo, el líquido aceitoso se lo habían aplicado después. Instintivamente, Maggie examinó los labios azulados del niño y encontró otra mancha de aceite. Antes incluso de mirar, supo que encontraría más en el pecho del niño, justo por encima del corazón. Quizá por fin le hubieran servido de algo los años de catecismo. Estaba claro que alguien, tal vez el asesino, le había dado al niño la extremaunción.
Christine Hamilton intentaba corregir el artículo que había escrito en el bloc mientras fingía seguir el partido de fútbol. Las gradas de madera resultaban terriblemente incómodas se sentara como se sentara. Quería fumarse un pitillo, pero se conformó con mordisquear el capuchón del bolígrafo.
Un repentino estallido de aplausos, vivas y silbidos la hizo alzar la mirada a tiempo de ver al equipo rojo chocando los cinco. Se había perdido otro gol pero, cuando su hijo de diez años la buscó con la mirada y le sonrió, ella levantó el dedo pulgar como si hubiera visto toda la jugada.
Era mucho menos alto que sus compañeros de equipo y, sin embargo, Christine tenía la sensación de que estaba creciendo demasiado deprisa. No era de ninguna ayuda que cada día que pasaba se pareciera más a su padre.
Se puso las gafas de sol en lo alto del pelo agitado por el viento. Afortunadamente, casi todas las nubes habían pasado de largo sin descargar más lluvia, y el sol se estaba poniendo tras la hilera de árboles que bordeaban el parque. Se había sentado en la grada superior, lejos de los demás padres. No le apetecía conocer a aquellos progenitores obsesivos que llevaban sudaderas del equipo y dirigían blasfemias al arbitro. Después, le darían una palmadita en la espalda al entrenador y lo felicitarían por la victoria.
Pasó la página y estaba a punto de retomar sus correcciones cuando vio a tres madres divorciadas susurrando entre sí. En lugar de ver el partido, estaban señalando los banquillos. Christine se volvió para seguir su mirada y no tardó en localizar el motivo de su distracción. El hombre que pasaba junto a los banquillos era el típico «alto, moreno y atractivo». Llevaba unos vaqueros ajustados y una sudadera de los Cornhuskers de Nebraska, y parecía la versión madura del quarterback universitario que había sido. Contemplaba el partido mientras avanzaba hacia las gradas, pero Christine sabía que era consciente del interés que estaba despertando en las mujeres. Cuando por fin alzó la vista, ella le hizo una seña con la mano y disfrutó de la mirada de envidia de las otras madres cuando vieron que sonreía a Christine y que subía las gradas hacia ella.
– ¿Cómo van? -preguntó Nick cuando se sentó a su lado.
– Creo que cinco a tres. ¿Te das cuenta de que acabas de convertirme en la envidia de todas las madres divorciadas del campo?
– ¿Ves? La de cosas que hago por ti y tú me lo pagas poniéndome la zancadilla.
– ¿Yo? Jamás te he puesto la zancadilla ni te he tirado al suelo -le dijo a su hermano pequeño-. Bueno, que yo recuerde.
– Eso no es lo que quería decir, y lo sabes -no estaba bromeando.
Christine enderezó la espalda, dispuesta a defenderse a pesar de los remordimientos. Sí, debería haberlo llamado antes de entregar el reportaje, pero ¿y si le hubiera pedido que no lo publicara? Aquella noticia la había ayudado a franquear la puerta de la redacción. En lugar de escribir aburridos consejos para amas de casa, había publicado dos artículos consecutivos en primera plana firmados con su nombre. Y, al día siguiente, dispondría de su propio escritorio en la sección de noticias locales.
– ¿Qué puedo hacer para compensarte? ¿Por qué no vienes a cenar mañana por la noche? Prepararé espaguetis con albóndigas y la salsa secreta de mamá.
Nick le lanzó una mirada a ella y, después, al bloc de notas.
– No lo entiendes, ¿verdad?
– Vamos, Nicky. ¿Sabes cuánto tiempo hacía que deseaba salir de la sección de «Vida Actual»? Si yo no hubiera entregado ese reportaje, lo habría hecho otra persona.
– ¿De verdad? ¿Y también habrían citado a un ayudante del sheriff que le hizo una confidencia?
– Gillick no me dijo que fuera confidencial. Si te ha metido esa bola, no te la tragues.
– En realidad, no sabía que era Eddie. Caray, Christine, acabas de revelar la identidad de un informador anónimo.
Notó el calor en el rostro, y supo que se estaba poniendo colorada.
– Maldita sea, Nicky. Sabes que me estoy esforzando. Estoy un poco oxidada, pero puedo ser una buena periodista.
– ¿En serio? Hasta ahora sólo puedo calificar tu periodismo de irresponsable.
– Por el amor de Dios, Nicky. Que no te guste lo que he escrito no quiere decir que sea irresponsable.
– ¿Qué me dices de los titulares? -Nick hablaba con los dientes apretados, eludía mirarla y observaba a los niños que corrían en el campo de fútbol-. ¿De dónde te has sacado las comparaciones con Jeffreys?