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– Lucy, ¿huelo a café recién hecho? -preguntó Morrelli con una sonrisa infantil.
– Acabo de preparar una jarra. Te serviré una taza -la voz de Lucy se había vuelto melosa y un poco más femenina. Maggie sonrió para sí al ver cómo la figura rígida y autoritaria de la mujer cedía a un suave contoneo ante la perspectiva de servir café al apuesto sheriff.
– ¿Te importaría ponerle una taza a la agente O'Dell? -sonrió a Maggie mientras Lucy se daba la vuelta y le lanzaba una mirada de irritación a la intrusa.
– ¿Con leche y azúcar?
– No, no me apetece, gracias.
– ¿Una Pepsi? -preguntó el sheriff, ansioso por complacerla.
– Sí, eso suena mejor -el azúcar la ayudaría a llenar el estómago.
– Olvídate del café, Lucy. Dos latas de Pepsi, por favor.
Lucy se quedó mirando a Maggie; el entusiasmo se había evaporado de su rostro y había sido sustituido por desprecio. Giró en redondo y se alejó taconeando por el pasillo.
Estaban los dos solos. Morrelli se frotó los brazos, como si tuviera escalofríos. Parecía incómodo, y Maggie sabía que ella era la causa de aquella incomodidad. Debería haber llamado para avisar de su llegada, pero no se le daban bien las cuestiones de etiqueta.
– Después de casi cuarenta y ocho horas seguidas sin parar de trabajar, hoy decidimos tomarnos un descanso -una vez más, parecía ansioso por explicar su aspecto y el departamento vacío-. Pensé que no llegaría hasta mañana. Ya sabe, como es domingo…
Maggie se sorprendió preguntándose si habría sido nombrado o elegido. En cualquier caso, con su encanto travieso debía de haber vencido a la competencia.
– Mis superiores me dieron la impresión de que el tiempo apremiaba en este caso. Todavía no han hecho la autopsia, ¿no?
– No, claro que no. Está… -Morrelli se frotó la barba de un día, y Maggie reparó en una pequeña cicatriz, una línea blanca fruncida que era la única marca en su mandíbula perfecta-. Estamos usando el depósito de cadáveres del hospital -se apretó los párpados con los dedos; Maggie se preguntó si se debía al agotamiento o era un intento de espantar la imagen que, seguramente, atormentaba sus sueños. Según el informe, era Morrelli quien había encontrado al niño-. Puedo llevarla allí si quiere examinarlo -añadió.
– Gracias. Sí, tendré que hacerlo. Pero antes, querría que me llevara a otro sitio.
– Claro, querrá deshacer la maleta. ¿Va a alojarse aquí, en la ciudad?
– Bueno, no me refería a eso. Me gustaría ver el lugar del crimen -declaró, y vio que Morrelli palidecía-. Quiero que me enseñe dónde encontró el cadáver.
La cañada desaparecía entre la hierba desgarrada y los baches serrados. Había huellas de neumáticos cruzándose unas con otras, estampadas en el barro. Nick redujo a segunda y el vehículo siguió avanzando y hundiéndose más en el barro.
– Supongo que nadie se dio cuenta de que tantas idas y venidas podrían destruir las pruebas.
Nick lanzó a la agente O'Dell una mirada de frustración. Empezaba a cansarse de que le recordaran sus errores.
– Para cuando descubrimos el cadáver, ya habían pasado por aquí al menos dos vehículos. Sí, nos dimos cuenta de que podíamos haber borrado las huellas del asesino.
Volvió a mirarla mientras intentaba evitar que el Jeep se hundiera en las partes más cenagosas. Aunque se comportaba como si tuviera más edad, Nick dedujo que rondaba los treinta… demasiado joven para ser una experta. Su juventud no era lo único que lo desarmaba. A pesar de sus modales fríos y bruscos, era muy atractiva. Y ni siquiera su traje de corte severo podía ocultar lo que, según sospechaba, era un cuerpo diez. En circunstancias normales, estaría preparándose para desplegar su encanto y hacer una nueva conquista pero, Dios, tenía algo que lo descolocaba. Se movía con tanta calma, con tanta confianza y seguridad en sí misma… Se comportaba como si supiera lo que hacía, cosa que ponía aún más en evidencia la inexperiencia de Nick. Era endiabladamente irritante.
El Jeep traqueteó y se detuvo delante del recodo de árboles, y Nick volvió a sentir la náusea de la otra noche. Se sorprendió mareándose; empezaba a resultar vergonzoso. Oyó a O'Dell forcejear con el tirador de la puerta, el familiar clic del metal contra el metal.
– Espere, esa puerta se atranca. Déjeme a mí -sin pensar, se inclinó hacia la puerta y… hacia ella. Ya tenía la mano en el tirador cuando advirtió que sus rostros estaban peligrosamente juntos. O'Dell se hundía en el asiento para evitar tocarlo, y Nick retiró la mano bruscamente y regresó a su asiento-. La abriré desde fuera.
– Buena idea.
Una vez en el exterior del Jeep, Nick se regañó. ¡Qué impulso más estúpido! En absoluto profesional. No había duda de que estaba alimentando su reputación de sheriff incompetente y mujeriego.
Rodeó el Jeep hasta la otra puerta. En la oficina se había dado una ducha rápida, se había puesto unos vaqueros y había cambiado las zapatillas de deporte por las botas de la otra noche. Todavía había barro seco adherido al cuero. El cieno volvió a devorarlas. Las nubes grises seguían apelotonándose, amenazando con estallar en cualquier momento y garantizar que el cieno perdurara durante días.
La puerta del Jeep se abría fácilmente desde el exterior. ¿Pensaría O'Dell que su estúpida maniobra había sido una excusa barata para acercarse a ella? No importaba. Algo le decía que aquella mujer era inmune a su encanto, o al poco que le quedaba.
– Espere -volvió a detenerla-. Creo que tengo unas botas aquí atrás -se encaramó a la puerta, pero se interrumpió a medio camino al percatarse de lo inadecuado de la acción. Eludió mirarla y esperó a que ella se desplazara sobre el asiento y estuviera a una distancia segura. Después, se estiró por encima del asiento. Afortunadamente, las botas de goma estaban al alcance de la mano.
– ¿Está seguro de que son necesarias? -contemplaba las botas negras como si fueran grilletes.
– No llegará a ninguna parte con este barro. Y es aún peor en la orilla.
Nick ya había empezado a deshacer los cordones. Le pasó una bota y empezó a aflojar la segunda, pero se distrajo cuando ella se quitó los caros zapatos planos. Envueltos únicamente en medias sedosas, los pies aparecían pequeños, esbeltos y delicados. Vio cómo deslizaba el pie en la enorme bota de goma. Ni siquiera el intento de remeterse la pernera del pantalón garantizaría que no se le cayera.
Cuando empezaron a caminar por el barro, lo impresionó que no se quedara atrás a pesar del calzado incómodo y de sus pasos más cortos. El área seguía aislada con cinta amarilla; estaba rota en algunos puntos, y ondeaba movida por una brisa cada vez más cortante. Nick se levantó el cuello de la chaqueta. Todavía tenía el pelo húmedo, y sintió un escalofrío. Miró a O'Dell, que no llevaba más que una chaqueta de lana y pantalones a juego. La agente se abrochó la chaqueta pero no dio muestras de sentir frío.
La vio rodear con cuidado la huella del pequeño cuerpo que todavía se conservaba en la hierba. O'Dell se puso en cuclillas y examinó las briznas de hierba, tomó un poco de barro con un dedo y lo olió. Nick hizo una mueca al recordar el olor rancio. Todavía tenía la piel sensible de la fuerza con que se había restregado para quitarse el hedor.
O'Dell se puso en pie y miró hacia el río. La orilla estaba a un metro de distancia. Las aguas, más crecidas de lo habitual, fluían veloces, se arremolinaban y rompían contra la orilla.
– ¿Donde encontró la medalla? -preguntó sin mirarlo. Nick avanzó hasta el lugar y encontró la estaca blanca que había clavado uno de sus ayudantes.
– Aquí -dijo, y señaló el marcador de plástico hundido en el barro, apenas visible. O'Dell se fijó y volvió a dirigir la vista al lugar donde había yacido el niño. Estaba a sólo medio metro de distancia-. Era del niño. Su madre lo identificó -le explicó Nick, todavía lamentando no haber podido devolvérsela a Laura Alverez cuando ésta se lo suplicó-. La cadena estaba rota. Debió de salírsele durante el forcejeo.
– Salvo que no hubo forcejeo.
– ¿Cómo? -la miró a la espera de una explicación, pero ella estaba otra vez de rodillas y tenía una cinta métrica extendida entre el marcador y la hierba aplastada.
– No hubo forcejeo -repitió con calma, mientras se ponía en pie y se sacudía las hojas y el barro que se le habían quedado adheridos a los pantalones.
– ¿Qué le hace decir eso? -lo irritaba su actitud práctica. Sólo llevaba allí unos minutos y parecía saberlo todo.
– Se cayó aquí cuando tropezó, ¿verdad? -dijo, y señaló la hierba rasgada y la huella en el barro. Nick volvió a hacer una mueca. Incluso su informe lo hacía parecer un patán.
– Así es -reconoció.
– Las huellas que rodean el perímetro son de sus ayudantes.
– Y del FBI -añadió Nick en tono defensivo, aunque sabía que a ella no la preocupaban esos detalles-. Estaban al mando hasta que descartamos el secuestro.
– Salvo en este punto y en el lugar en que yacía el cuerpo, no hay hierba rasgada ni aplastada. ¿La víctima tenía las manos y los pies atados cuando la encontraron?
– Sí, a la espalda.
– Yo diría que ya estaba así cuando llegó aquí. ¿El forense ha calculado ya la hora y lugar aproximados de la muerte? -sacó un pequeño bloc de notas y apuntó unos detalles.
– Lo asesinaron aquí, seguramente, menos de veinticuatro horas antes de que lo encontráramos -volvía a sentir náuseas. Se preguntó si alguna vez podría borrar la imagen del niño muerto de su memoria. Aquellos ojos grandes e inocentes clavados en el cielo…
– ¿Cuándo desapareció la víctima?
– El domingo por la mañana, a primera hora. Encontramos su bicicleta y el paquete de periódicos junto a una alambrada. Ni siquiera había empezado el reparto.
– Así que el asesino lo tuvo en su poder durante, al menos, tres días enteros.
– Dios -balbució Nick, y movió la cabeza. No había pensado en el tiempo transcurrido entre el secuestro y el asesinato. Habían estado tan convencidos de que se lo había llevado su padre y estaba bien cuidado…-. Entonces, ¿cómo se rompió la cadena? -cualquier pregunta con tal de no pensar en la tortura que el niño podía haber soportado.
– No estoy segura. Puede que se la arrancara el asesino. Era una cruz plateada, ¿no? -lo miró en busca de una confirmación. Nick se limitó a asentir, asombrado de que hubiera memorizado tantos detalles de su informe-. Quizá no le gustara mirarla, o no se sintiera capaz de hacer lo que quería mientras la víctima la llevara puesta. Tiene un significado religioso, constituye una especie de protección. Puede que el asesino sea lo bastante religioso para saberlo y para haberse sentido incómodo.