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A tres manzanas de la gran mole blanca del Capitolio de los Estados Unidos, Jack Graham abrió la puerta de su apartamento, tiró el abrigo al suelo y se dirigió al frigorífico sin perder un segundo. Con una cerveza en la mano se dejó caer en el sofá raído de la sala de estar. Echó una rápida ojeada a la pequeña habitación mientras bebía un trago. Un lugar muy diferente al otro donde acababa de estar. Retuvo la cerveza en la boca y después tragó. Los músculos de la barbilla cuadrada se tensaron y a continuación se relajaron. La comezón de la duda desapareció poco a poco, pero no tardaría en reaparecer; siempre lo hacía.
Otra cena importante con Je
La industria y las finanzas habían estado bien representadas, con nombres que Jack leía en el Wall Street Journal antes de buscar las páginas deportivas para saber cómo iban los Skins o los Bullets. Los políticos habían asistido en masa, a la búsqueda de votos futuros y dólares actuales. El grupo se había completado con los omnipresentes abogados, de los cuales Jack era uno, algún doctor como muestra de los vínculos con las viejas costumbres y un par de tipos de interés público para demostrar que los poderosos se preocupaban por los sufrimientos del vulgo.
Acabó la cerveza y encendió el televisor. Se quitó los zapatos, luego los calcetines de cuarenta dólares, regalo de su prometida, que arrojó sobre la pantalla de la lámpara. A este paso, ella no tardaría en comprarle tirantes de doscientos dólares con corbatas pintadas a mano a juego. ¡Mierda! Se hizo un masaje en los dedos de los pies mientras pensaba en beber otra cerveza. La televisión no consiguió retener su interés. Apartó de sus ojos el mechón de pelo oscuro y pensó por enésima vez en el rumbo que seguía su vida, al parecer con la velocidad de un bólido.
La limusina de la compañía de Je
Je
Se retorció en el sillón mientras intentaba frotarse el hombro que le dolía. Llevaba una semana sin hacer deporte. Medía un metro ochenta y dos, e incluso a los treinta y dos años, su cuerpo mostraba la misma firmeza de los años de escuela cuando era un hombre entre los niños en casi todos los deportes, y en el college , donde la competición era mucho más dura y sin embargo había destacado como luchador de peso pesado y miembro del equipo de primera. Esto le había permitido ingresar en la facultad de Derecho de la Universidad de Virginia. Se había graduado entre los primeros de la promoción y había aceptado el empleo de defensor público en el distrito de Columbia.
Los compañeros de clase habían preferido las ofertas de los grandes bufetes. Durante un tiempo le habían llamado para darle los teléfonos de los psiquiatras que podían librarlo de su locura. Sonrió mientras se levantaba para ir a buscar la segunda cerveza. Ahora la nevera estaba vacía.
El primer año de Jack como defensor público había sido difícil mientras aprendía el oficio. Había perdido más casos de los que ganó. Con el paso del tiempo le asignaron casos por delitos más graves. Y a medida que volcaba todas sus energías, talento y sentido común en cada uno de ellos, las cosas comenzaron a cambiar.
Los fiscales ya no lo tenían fácil.
Descubrió que su trabajo le sentaba como anillo al dedo, que en los interrogatorios mostraba el mismo talento y habilidad que le habían permitido tumbar sobre la lona a hombres mucho más grandes que él. Era respetado, incluso caía bien como abogado, si es que eso era posible.
Entonces había conocido a Je
Detrás de la hermosura había mucho más. O al menos daba esa impresión. Jack no hubiese sido humano si no se hubiese sentido atraído. Y ella había dejado bien claro, desde el principio, que la atracción era mutua. Sin dejar de mostrarse impresionada por la tenacidad demostrada en la defensa de los derechos de los acusados en la capital, poco a poco Je
Apagó el televisor, cogió una bolsa de cortezas de maíz y fue al dormitorio. Junto a la puerta había montones de ropa sucia. Era lógico que a Je
Después estaba la cuestión del tamaño. La casa de Je
Él disponía de cuatro habitaciones si contaba el baño. Entró en el dormitorio, se desnudó y se acostó. Al otro lado del cuarto, en un pequeño cuadro que había tenido colgado en el despacho hasta que le dio vergüenza mirarlo, estaba el anuncio de su ingreso en Patton, Shaw amp; Lord. PS amp;L era el bufete número uno de la capital. Atendía los asuntos legales de centenares de empresas de primera fila, incluida la de su futuro suegro, que representaba una cuenta de millones de dólares. A él se le atribuía el mérito de aportar el nuevo cliente y eso, a su vez, le garantizaba ser socio. En Patton, Shaw amp; Lord la condición de socio garantizaba unos ingresos de medio millón de dólares al año. Para los Baldwin esa cifra era calderilla, pero él no era un Baldwin. Al menos por ahora.
Se tapó con la manta. La calefacción del edificio dejaba mucho que desear. Cogió un par de aspirinas y se las tragó con un resto de refresco que tenía sobre la mesa de noche, después contempló el dormitorio que era una leonera. Le recordó su habitación de adolescente. Era un recuerdo agradable Las casas eran para vivirlas; tenían que acoger los gritos de los niños mientras corrían de habitación en habitación en busca de nuevas aventuras y objetos para romper.
Este era otro asunto pendiente con Je
Se dio la vuelta y cerró los ojos. El ruido del cristal de la ventana sacudido por el viento le obligó a abrirlos. Miró en aquella dirección, desvió la mirada, pero después, resignado, miró la caja.
Contenía parte de su colección de viejos trofeos y premios ganados en el instituto y la universidad. Pero esos objetos no le interesaban. En la penumbra tendió la mano para coger la foto, decidió que no, y después volvió a cambiar de opinión.
La sacó. Esto se había convertido casi en un ritual. No tenía motivos para pensar que su novia encontraría este recuerdo porque se negaba a permanecer en su dormitorio más allá de un minuto. Cada vez que se acostaban lo hacían en casa de ella, donde Jack permanecía en la cama mirando el techo a cuatro metros de altura, pintado con una escena de viejos caballeros y jóvenes doncellas mientras Je
La mujer de la foto tenía el pelo castaño que se curvaba en las puntas. La sonrisa le recordó el día que había tomado la foto.
Una excursión en bicicleta por la campiña del condado de Albemarle. Él acababa de entrar en la facultad de Derecho; ella estaba en el segundo curso del college de la universidad Jefferson. Aquella había sido la tercera cita pero a los dos les parecía que siempre habían vivido juntos.
Kate Whitney.
Pronunció el nombre despacio; su mano siguió instintivamente la curva de la sonrisa, el hoyuelo solitario en lo alto de la mejilla derecha que le daba al rostro un aspecto un tanto sesgado. Los pómulos casi almendrados bordeaban una nariz fina que se curvaba hacia los labios sensuales. La barbilla era afilada y proclamaba terquedad. Jack miró otra vez la cara y se detuvo en los ojos que siempre mostraban un destello travieso.