Добавить в цитаты Настройки чтения

Страница 8 из 39



Tres

El día olía a flores. Sobre la hierba, a los pies de Sarah, había un montículo de claveles, gladiolos y lilas. Su olor le provocaría náuseas durante el resto de su vida. Le recordaría aquella colina, las lápidas entre la hierba y la niebla que envolvía el valle inferior. Y sobre todo le recordaría el dolor. Todo lo demás… las palabras del ministro, el apretón de la mano de Abby en torno a su brazo, las gotas de lluvia fría sobre el rostro… apenas lo sentía.

Se forzó por no mirar el agujero de tierra a sus pies y fijó la vista en la colina al otro lado del valle. A través de la niebla se adivinaba un leve tono rosado. Los cerezos estaban en flor. Pero la visión la entristeció aún más. Geoffrey no vería aquella primavera.

La voz del ministro se convirtió en un zumbido irritante. La lluvia nubló las gafas de Sarah; se cerraba la niebla, apartándola del mundo. Un tirón repentino de Abby la devolvió a la realidad. Habían bajado el ataúd. Vio que la gente la miraba, esperando. Eran sus amigos, pero con el dolor apenas los reconocía. Hasta Abby le resultaba una extraña en ese momento.

Se agachó automáticamente y tomó un puñado de tierra. Estaba mojada y olía a lluvia. La arrojó a la tumba. El ruido sobre el ataúd le causó un sobresalto.

Los rostros pasaban ante ella como fantasmas en la niebla. Sus amigos hablaban con suavidad, pero ella no prestaba atención. El olor de las flores invadía sus sentidos, y no fue consciente de nada más hasta que miró a su alrededor y vio que los demás se habían ido. Solo quedaban Abby y ella ante la tumba.

– Está empezando a llover más fuerte -dijo su amiga.

Sarah levantó la vista y vio las nubes que descendían sobre ellas como un manto frío de plata. Abby le pasó un brazo por los hombros y tiró de ella hacia el aparcamiento.

– Las dos necesitamos una taza de té -dijo. Era su remedio predilecto para todo. Había sobrevivido a un divorcio y la marcha de sus hijos a la universidad a base de Earl Grey-. Una taza de té y podremos charlar.

– Me apetece un té -confesó Sarah.

Echaron a andar tomadas del brazo.

– Sé que ahora esto no significa nada para ti -dijo Abby-, pero el dolor pasará. Te lo aseguro. Las mujeres somos fuertes en ese terreno. Tenemos que serlo.

– ¿Y si yo no lo soy?

– Lo eres. No lo dudes.

Sarah movió la cabeza.

– Ahora dudo de todo. Y de todos.

– De mí no, ¿verdad?

La joven miró el rostro amplio de Abby y sonrió.

– No. De ti no.

– Me alegro. Cuando llegues a mi edad, verás que todo es… -se detuvo de repente. Sarah siguió la dirección de su mirada.

Un hombre se acercaba a ellas a través de la niebla.

Sarah miró su pelo moreno y su gabardina gris mojada. Era evidente que llevaba un rato a la intemperie, seguramente todo el funeral. El frío había enrojecido su rostro.

– ¿Señora Fontaine?

– Hola, señor O'Hara.

– Sé que es un mal momento, pero llevo dos días intentando hablar con usted. No ha devuelto mis llamadas.

– No.

– Tengo que hablarle. Ha ocurrido algo y creo que debería saberlo.

– Sarah, ¿quién es este hombre? -preguntó Abby.

Nick se volvió hacia ella.

– Nick O'Hara. Soy del Departamento de Estado. Si no le importa, me gustaría hablar un momento a solas con la señora Fontaine.

– Quizá ella no quiera hablar con usted.

El hombre miró a Sarah.

– Es importante.

La joven vaciló.

– Por favor, señora Fontaine.

Sarah asintió al fin con la cabeza.

– Estaré bien -le dijo a Abby.

– Pero no podéis quedaros aquí charlando. Dentro de un momento lloverá a cántaros.

– Puedo llevarla a casa -se ofreció Nick. Vio la mirada dudosa de Abby-. En serio. No soy mala persona. La trataré bien.

Abby abrazó a su amiga.

– Te llamaré esta noche. Y desayunaremos juntas mañana.

Se alejó de mala gana hacia su coche.

– Parece una buena amiga -comentó Nick.

– Llevamos años trabajando juntas en el mismo laboratorio.

Nick miró el cielo, que estaba oscuro por las nubes.

– Su amiga tiene razón. Va a llover en serio. Vamos. Mi coche está por aquí.

Le tocó la manga con gentileza y ella se adelantó mecánicamente, dejándose guiar hasta el asiento delantero del coche. Nick se sentó a su lado y cerró la puerta. Permanecieron un momento en silencio. El vehículo era un Volvo viejo, práctico, un modelo elegido para transporte y nada más. De algún modo, encajaba con él. En el interior hacía todavía algo de calor y las gafas de Sarah se empañaron. Se las quitó y se volvió a mirarlo. Vio que tenía el pelo mojado.

– Debe tener frío -dijo él-. La llevaré a casa.

Puso el motor en marcha y una ráfaga de aire salió de la calefacción.

– Esta mañana hacía muy buen tiempo -comentó la mujer, viendo caer la lluvia.

– Es impredecible. Como todo lo demás.

Guió el coche hacia la autopista en dirección a la ciudad. Era un conductor tranquilo, de manos firmes. De los que suelen correr pocos riesgos. Sarah se recostó en el asiento, disfrutando del aire caliente.

– ¿Por qué no me ha llamado? -preguntó él.

– Ha sido una grosería por mi parte. Perdone.

– No ha contestado a mi pregunta. ¿Por qué?

– Porque no quería oír más especulaciones sobre Geoffrey ni sobre su muerte.

– ¿Ni siquiera los hechos?

– Usted no me dio hechos, señor O'Hara. Solo suposiciones.

El hombre miraba la carretera con aire sombrío.

– Ahora tengo hechos, señora Fontaine. Solo me falta un nombre.



– ¿De qué está hablando?

– Su marido. Dijo usted que lo conoció hace seis meses en una cafetería. Debió enamorarse enseguida, ya que se casaron cuatro meses después, ¿no es así?

– Sí.

– No sé cómo decirle esto, pero el verdadero Geoffrey Fontaine murió hace cuarenta y dos años. De niño.

Sarah no podía creer lo que oía.

– No comprendo…

Nick no la miró; siguió hablando con la vista fija en la carretera.

– El hombre con el que se casó tomó el nombre de un niño muerto. Es bastante fácil. Buscas el nombre de un bebé que muriera alrededor del año en que naciste tú. Pides una copia de la partida de nacimiento y con ella puedes solicitar un carnet de identidad y hacerte con los demás papeles. Te conviertes en aquel niño ya mayor. Una identidad nueva. Una vida nueva.

– Pero… ¿cómo sabe usted eso?

– En la actualidad queda rastros de todo en los ordenadores. Después de algunas investigaciones, descubrí que Geoffrey Fontaine no hizo el Servicio Militar obligatorio ni asistió a ninguna escuela. Ni siguiera tuvo cuenta bancaria hasta hace un año, en el que su nombre apareció de repente en una docena de lugares distintos.

Sarah se quedó sin aliento.

– ¿Entonces quién era? -susurró al fin-. ¿Con quién me casé?

– No lo sé.

– ¿Por qué? ¿Por qué querría empezar una nueva vida?

– Se me ocurren muchas razones. Lo primero que pensé fue que lo buscaban por algún delito. Pero pasé sus huellas dactilares por el ordenador del FBI y no estaba en sus listas.

– Entonces no era un criminal.

– No hay pruebas de que lo fuera. Otra posibilidad es que estuviera en algún programa de protección de testigos y le dieran ese nombre para protegerlo. Para mí es difícil comprobar eso. Los datos son muy secretos. Aunque eso nos daría un motivo para su asesinato.

– ¿Quiere decir que pudo encontrarlo la gente contra la que declaró?

– Exacto.

– Pero me lo habría contado.

– Por eso me inclino más por otra posibilidad. Quizá usted pueda confirmarla.

– Continúe.

– ¿Y si el nuevo nombre y la nueva vida de su marido eran parte de su trabajo? Quizá no huía, sino que lo habían enviado aquí.

– Quiere decir que era un espía -dijo ella con suavidad.

Nick la miró y asintió con la cabeza. Sus ojos eran tan grises como las nubes tormentosas del exterior.

– No me lo creo -dijo ella-. No me creo nada.

– Es cierto. Se lo aseguro.

– ¿Y por qué me lo cuenta? ¿Cómo sabe que no soy su cómplice?

– Creo que está usted limpia, señora Fontaine. He visto su ficha…

– Oh, ¿yo también tengo una ficha?

– Tuvieron que investigarla para su trabajo, ¿recuerda? Por supuesto que tiene una ficha.

– Por supuesto.

– Pero no es eso solo lo que me hace pensar que está limpia. También mi intuición. Convénzame de que estoy en lo cierto.

– ¿Cómo? ¿Quiere que pase por el detector de mentiras?

– Empiece por hablarme de Geoffrey y usted. ¿Estaban enamorados?

– Por supuesto.

– ¿Luego fue un matrimonio real? ¿Tenían… relaciones?

La joven se ruborizó.

– Sí. Como cualquier pareja normal. ¿Quiere saber la frecuencia? ¿Cuándo?

– No estoy jugando. Me estoy jugando el cuello por usted. Si no le gusta mi método, quizá prefiera a la CIA.

– ¿No se lo ha dicho?

– No -levantó la barbilla en un gesto de terquedad-. No me gusta su modo de actuar. Puede que me castiguen por ello.

– ¿Y por qué se arriesga?

Nick se encogió de hombros.

– Curiosidad. Y quizá una oportunidad de ver lo que puedo hacer solo.

– ¿Ambición?

– Supongo que en parte sí. Además… -la miró y sus ojos se encontraron. Guardó silencio.

– ¿Además qué? -preguntó ella.

– Nada.

La lluvia dejaba regueros en el parabrisas. Nick dejó la autopista y entró en el tráfico de la ciudad. A Sarah solía ponerla nerviosa viajar por la ciudad en hora punta, pero ese día se sentía extrañamente segura. Todo en aquel hombre hablaba de seguridad… la firmeza de sus manos en el volante, el calor de su coche, el timbre bajo de su voz. Era fácil imaginar lo segura que debía sentirse una mujer en sus brazos.

– Pero ya puede ver que tenemos muchas preguntas sin responder -dijo él-. Tal vez usted conozca algunas respuesta.

– No tengo respuestas.

– Empecemos por lo que sabe.

La joven movió la cabeza, confusa.

– ¡Estuve casada con él y ni siquiera conozco su verdadero nombre!

– Todo el mundo, incluidos los mejores espías, cometen errores. Tuvo que bajar la guardia en algún momento. Quizá te dijo algo que no conseguías explicarte. Piensa.

Sarah se mordió el labio. No pensaba en Geoffrey, sino en Nick. La había tuteado.

– Aunque hubiera algo, seguramente yo no le di importancia.