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– Pero no sé por dónde empezar.

– No -repuso Nick-. Hoy he llamado a Roy Potter.

Sarah lo miró.

– ¿Tú a él?

– Desde una cabina. Mira, ya sabe que estoy en Bruselas. Posiblemente esté vigilando las cuentas bancarias. Ya saben que hemos sacado dinero esta tarde.

– ¿Por qué lo has llamado? Pensaba que no te fiabas de él.

– Y así es. ¿Pero y si me equivoco y es de fiar? Entonces empezará a investigar a su gente, si no lo ha hecho ya.

– Nos estará buscando.

– Bruselas es una ciudad grande. Y siempre podemos ir a otro sitio -su mirada de volvió insistente-. Sarah, tú estuviste casada con Geoffrey. Piensa. ¿Adónde iría?

– He pensado mucho en eso. Pero no lo sé.

– ¿Pudo haberte dejado un mensaje en algún lugar donde no has mirado?

– Solo tengo mi bolso.

– Pues empieza por ahí.

Sarah tomó el bolso de la mesilla y vació el contenido en la cama. Solo estaba lo que siempre solía llevar allí, más las facturas sin abrir que había sacado del buzón de Eve.

Nick tomó la cartera y la miró con aire interrogante.

– Adelante -dijo ella-. No tengo secretos para ti.

El hombre sacó las tarjetas de crédito y las fotografías. Miró la foto de Geoffrey unos segundos antes de dejarla sobre la cama. Había también fotos de sobrinos.

– Casi llevas un álbum completo -observó.

– No puedo sacarlas de ahí. ¿Tú no llevas fotos encima?

– Solo la de mi carnet de conducir.

Siguió repasando los trozos de papel que ella había metido en varios apartados… números de teléfono, tarjetas, notas… Y Sarah se puso las gafas y empezó a abrir el correo de Eve.

Había tres facturas. Tras observar la de la compañía eléctrica, pasó a la de la tarjeta de crédito. Eve solo la había usado dos veces el mes anterior. En ambas ocasiones para pagar artículos de belleza comprados en Harrod's.

Abrió la tercera factura. Era del teléfono. Miró rápidamente la lista de llamadas y estaba a punto de dejarla a un lado cuando vio la palabra «Berlín» en el extremo de la página. Era una llamada a larga distancia hecha dos semanas atrás.

Apretó el brazo de Nick.

– Mira esto. La última de la lista.

Nick abrió mucho los ojos.

– ¡Esa llamada se hizo el día del fuego!

– Me dijo que había intentado llamarlo, ¿recuerdas? Tenía que saber dónde se hospedaba en Berlín.

– Pero qué descuido dejar un rastro así.

– Puede que no fuera el número de él, sino el de un intermediario. Un contacto. Ella no sabía lo que había sido de él ni dónde estaba. Debía estar como loca y por eso llamó a Berlín. Me pregunto de quién será el número.



– Podemos llamar. Pero todavía no.

– ¿Por qué?

– Una llamada de larga distancia espantaría al supuesto contacto. Lo llamaremos desde Berlín -empezó a meter de nuevo las cosas en su bolso-. Mañana tomaremos un tren hasta Dusseldorf y de allí iremos a Berlín. Yo compraré todos los billetes. Creo que es mejor que subamos por separado y nos encontremos en el tren.

– ¿Y qué hacemos cuando lleguemos a Berlín?

– Llamamos a ese número y vemos lo que pasa. Yo tengo un viejo amigo en el consulado en Berlín. Wes Corrigan. Quizá nos ayude.

– ¿Podemos confiar en él?

– Creo que sí. Estuvimos juntos en Honduras.

– Tú dijiste que no podíamos fiarnos de nadie.

Nick asintió con seriedad.

– No tenemos opción. Es un riesgo que hay que correr. Voy a apostar por una vieja amistad.

Vio la preocupación que expresaban los ojos de ella y la estrechó contra sí.

– Es una sensación horrible la de sentirse atrapada sin futuro -susurró ella.

– Me tienes a mí -murmuró él.

Sarah le tocó el rostro y sonrió.

– Sí. ¿Por qué tengo tanta suerte?

– Por los molinos de viento, supongo.

– No comprendo.

– Lieberman solía llamarme Don Quijote.

– ¿Y yo soy otro de tus molinos?

– No -le besó el cabello-. Eres más que eso.

La joven lo besó en los labios.

– Por Berlín -susurró.

– Sí -murmuró él, abrazándola-. Por Berlín.

Un amanecer brillante y hermoso. Las vías del tren, que un rato antes mostraban un color gris mojado, brillaban de repente como oro a la luz de la mañana. Nubes de vapor subían desde los raíles. Nick y Sarah estaban separados en la plataforma. Nick, con la gorra baja y un cigarrillo colgando de los labios, se apoyaba en un poste de la plataforma y resultaba irreconocible.

En la distancia se oyó el ruido de un tren que se acercaba. Fue como una señal que hizo que la gente se levantara de los bancos. Avanzaron como una ola hacia el borde de la plataforma esperando que parara el tren de Antwerp. Se formó una cola de pasajeros: hombres de negocios con traje, estudiantes con vaqueros y mochilas, mujeres bien vestidas que volverían pronto a casa con bolsas de la compra.

Desde su puesto casi al final de la cola, Sarah vio a Nick apagar el cigarrillo con el zapato y subir al tren. Segundos después apareció su rostro en la ventanilla. No se miraron.

La cola se hizo más corta. Unos metros más y ella también estaría a bordo. Entonces vio algo por el rabillo del ojo y una premonición de miedo la hizo volverse despacio. Lo que había visto era el sol reflejándose en unas gafas de sol plateadas.

Se quedó paralizada. Al lado de la taquilla había un hombre de pelo pálido, un hombreque tenía la vista clavada en la puerta del tren. A Sarah se le paró el corazón. Era el mismo que la había mirado desde la ventanilla del Peugeot azul. El de la sonrisa mortal. Y ella avanzaba directamente hacia su línea de visión.