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Prólogo
Berlín
Veinte segundos de presión en la carótida son suficientes para dejar a un hombre inconsciente. Dos minutos más y la muerte es inevitable. Simon Dance no necesitaba leer esos datos en un libro de texto médico… los conocía por experiencia. También sabía que no debía haber fallos en el garrote. Si la cuerda no estaba tensa, si permitía que unas gotas de sangre llegaran al cerebro de la víctima, la agonía se prolongaba. La operación se volvía torpe, peligrosa incluso. No hay nada tan salvaje como un moribundo.
Dance, acurrucado en la oscuridad, apretó el garrote entre las manos y miró la esfera luminosa de su reloj de pulsera. Hacía dos horas que había apagado las luces. Su asesino era sin duda un hombre cauteloso que quería cerciorarse de que dormía profundamente. Si fuera un profesional, sabría que el sueño de las dos primeras horas es el más pesado. Y ese era el momento de atacar.
En el pasillo exterior crujió un zapato. Dance se puso rígido, se levantó despacio y esperó en la oscuridad al lado de la puerta. Ignoró el golpeteo de su corazón y sintió la inyección familiar de adrenalina moviendo sus reflejos. Tensó el garrote entre las manos.
Alguien metía una llave en la cerradura. Dance oyó el clic metálico de los dientes rozando el metal. La llave giró y la cerradura cedió con un rumor suave. Al abrirse la puerta, entró luz del pasillo en la habitación. Una sombra cruzó el umbral y se volvió hacia la cama, donde parecía que dormía un hombre. La sombra levantó el brazo. Una pistola con silenciador disparó tres balas en las almohadas. Dance atacó cuando cayó la tercera.
Colocó el garrote alrededor del cuello del intruso y tiró de la cuerda, que se tensó en torno a la parte más visible de la arteria carótida, cerca del ángulo con la mandíbula. La pistola cayó al suelo. El hombre se movió violentamente, como un pez en un anzuelo y tiró con fuerza del garrote. Estiró el brazo hacia atrás e intentó clavar las uñas en el rostro de Dance. Sus brazos y piernas se movían sin control en todas direcciones. Luego, poco a poco, las piernas se derrumbaron y los brazos se extendieron una última vez antes de quedar inertes. Mientras Dance contaba los minutos, sintió los últimos espasmos del cuerpo, provocados por las células hambrientas y moribundas del cerebro. Siguió apretando.
Cuando pasaron tres minutos, soltó el garrote y el cuerpo cayó al suelo. Dance encendió la luz y miró al hombre al que acababa de matar.
El rostro le resultaba vagamente familiar. Quizá lo había visto en la calle o en un tren, pero no conocía su nombre. Registró su ropa, pero solo encontró dinero, unas llaves de coche y algunas herramientas del oficio: cartuchos de repuesto, una navaja de bolsillo, una ganzúa. Dance pensó que se trataba de un profesional anónimo y se preguntó por un momento cuánto le habrían pagado.
Arrastró el cuerpo hasta la cama y apartó a un lado las almohadas que había colocado bajo las mantas. Calculó que el cuerpo mediría en torno al metro ochenta. Igual que él. Intercambió su ropa con la del cadáver; seguramente no era necesario, pero él era un hombre concienzudo. Después se quitó el anillo de boda e intentó colocarlo en el dedo del muerto, pero no consiguió lograr que pasara del nudillo. Fue al baño, enjabonó la alianza y al fin consiguió meterla en el dedo del cadáver. Después se sentó y fumó unos cigarrillos. Intentó pensar en los detalles que podía haber pasado por alto.
Las tres balas, por supuesto. Buscó en las almohadas y consiguió recuperar dos. La tercera seguramente se hallaría escondida en algún punto del colchón. Se disponía a seguir buscándola cuando oyó pasos en el pasillo. ¿Tenía un cómplice el asesino? Dance tomó la pistola, la apuntó a la puerta y esperó. Los pasos pasaron de largo y se perdieron por el pasillo. Falsa alarma. De todos modos, debía marchase; sería un error permanecer más tiempo allí.
Sacó una botella de metanol del cajón de la cómoda. Ardería rápidamente y no dejaría rastros. La echó sobre el cuerpo, la cama y la alfombra de al lado. En la habitación no había alarmas anti-incendios ni aspersores automáticos. Había elegido un hotel viejo por ese motivo. Dejó el cenicero al lado de la cama y recogió las pertenencias del difunto, que metió en una bolsa de basura junto con la botella de metanol. A continuación, prendió fuego a la cama.
Las llamas no tardaron en envolver el cuerpo. Dance esperó lo suficiente para cerciorarse de que no quedaría nada reconocible.
Salió de la habitación con la bolsa de basura, cerró la puerta y bajó por el pasillo hasta la alarma de incendios. No veía motivo para matar a personas inocentes, así que rompió el cristal y tiró de la palanca de alarma. Después bajó las escaleras hasta el piso bajo.
Desde la calle de enfrente observó las llamas que salían por la ventana. Evacuaron el hotel y la calle se llenó de personas adormiladas envueltas en mantas. En menos de diez minutos llegaron tres camiones de bomberos. Para entonces, su habitación era un infierno.
Tardaron una hora en apagar el fuego. Una multitud de curiosos se unió a los huéspedes del hotel y Dance estudió sus rostros, fijándolos en la memoria. Si volvía a ver alguno de ellos, le serviría de advertencia.
Entre un grupo de personas vio una limusina negra que bajaba despacio por la calle. Reconoció al hombre que ocupaba el asiento de atrás. Así que la CIA estaba allí. Interesante.
Ya había visto suficiente. Era tarde y tenía que regresar a Amsterdam.
Tres manzanas más allá arrojó la bolsa de basura a un contenedor. Así cerraba aquel capítulo. Había hecho lo que había ido a hacer en Berlín. Había matado a Geoffrey Fontaine. Había llegado el momento de desvanecerse. Se alejó silbando en la oscuridad.
Amsterdam
Al viejo lo despertaron a las tres de la mañana con la noticia.
– Geoffrey Fontaine ha muerto.
– ¿Cómo? -preguntó.
– Un fuego en un hotel. Dicen que estaba fumando en la cama.
– ¿Un accidente? Imposible. ¿Dónde está el cuerpo?
– En el depósito de cadáveres de Berlín. Muy desfigurado.
Al viejo no le sorprendió que el cuerpo no resultara reconocible. Simon Dance había vuelto a cubrir su rastro muy bien. Y ellos lo habían perdido de nuevo.
Pero todavía le quedaba una carta que jugar.
– Me dijiste que tenía una esposa americana -dijo-. ¿Dónde vive?
– En Washington.
– Haz que la sigan.
– ¿Para qué? Ya le he dicho que ha muerto.
– No ha muerto. Está vivo. Estoy seguro. Y esa mujer sabe dónde está. Quiero que la vigilen.
– Haré que mis hombres…
– No. Enviaré a uno mío. Alguien de quien pueda fiarme.
Hubo una pausa.
– Le daré su dirección.
Cuando colgó el teléfono, el viejo no pudo volver a dormir. Llevaba cinco años buscando… Solo para volver a fallar cuando ya estaba tan cerca. Ahora todo dependía de lo que supiera aquella mujer de Washington.
Tenía que ser paciente y esperar a que se traicionara. Enviaría a Kronen, un hombre que no le había fallado nunca. Kronen tenía métodos propios para extraer información… métodos difíciles de resistir. Después de todo, ese era su mayor talento: la persuasión.