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Cuando empezó a recoger su escritorio, estaba ya sonriendo. Vació los cajones uno por uno, metiendo en una caja la basura acumulada en aquellos meses. Después, guardó sus docenas de periódicos. Se sorprendió al oírse silbar. Sería una noche estupenda para emborracharse. O pensándolo mejor, podía ahorrarse la resaca. Tenía demasiadas cosas que hacer, muchas respuestas que buscar. Podía soportar perder el trabajo, pero no iba a permitir que cuestionaran su lealtad. Eso había que aclararlo. Y para ello tenía que volver a ver a Sarah Fontaine.

La idea no le desagradó. La necesidad de verla se volvió urgente. Dejó la caja sobre la mesa y marcó su número. Como siempre, le respondió el contestador. Colgó con un juramento y recordó su sugerencia de que se quedara con su amiga.

– Nick.

Tim Greenstein entró en la sala.

– ¿Qué haces aquí todavía?

Nick lo miró sorprendido.

– ¿A ti qué te parece? Estoy vaciando mi mesa.

– Vaciando tu… ¿quieres decir que te han despedido?

– Más o menos. Me han pedido que coja unas vacaciones impagadas muy largas.

– Vaya, lo siento -Tim estaba muy pálido, como si acabara de recibir una noticia muy mala.

– ¿Dónde te has metido? -preguntó Nick-. Creía que íbamos a vernos en el despacho de Ambrose.

– Me ha retrasado mi supervisor. Y el FBI. Y la CIA. No ha sido agradable. Incluso me han amenazado con retirarme el permiso para usar los ordenadores. ¡Qué crueldad!

Nick movió la cabeza y suspiró.

– Es culpa mía, ¿verdad? Lo siento. Parece que hemos entrado en terreno prohibido. ¿A tu amigo del FBI también lo han molestado?

– No. Lo curioso es que él puede salir ganando con esto. Sus investigaciones han dejado en mal lugar a la CIA y en el FBI te premian por eso -Tim se echó a reír, pero sin ganas.

– ¿Qué te pasa? -preguntó Nick.

– No me gusta esto. Nos hemos metido en un avispero.

– Bueno, no es la primera vez que tratamos con espías. ¿Qué tiene de especial Geoffrey Fontaine?

– No lo sé. Y no quiero saber más de lo que ya sé.

– ¿Has perdido la curiosidad?

– Desde luego que sí. Y tú también deberías.

– Yo tengo un interés personal en el caso.

– Déjalo, Nick. Por tu propio bien. Arruinará tu carrera.

– Mi carrera ya está arruinada. Y quiero pasar algo más de tiempo con Sarah Fontaine.

– Nick, como amigo, te digo que la olvides. Te equivocas con ella. No es tan inocente como parece.

– Eso es lo que dicen todos, pero yo soy el único que ha estado con ella.

– Mira, te equivocas con ella, ¿vale?

El tono agudo de Tim confundía a Nick. ¿Qué pasaba allí? Miró a su amigo a los ojos.

– ¿Qué es lo que intentas decirme? -preguntó.

Tim parecía desgraciado.

– Se ha reído de ti, Nick. Mi amigo del FBI ha estado siguiendo sus movimientos y sus contactos. Y acaba de llamar para decirme…

– ¿Qué?

– Ella sabe algo. Es la única explicación.

– ¡Maldición, Tim! ¿Qué ha pasado?

– Poco después de que salieras de su apartamento, tomó un taxi hasta el aeropuerto y subió a un avión.

Nick lo miró con incredulidad.

– ¿Adónde ha ido?

Tim lo miró compasivo.

– A Londres.

Londres.

Era el lugar más lógico para empezar. Londres había sido la ciudad predilecta de Geoffrey, una ciudad de verdes parques y callejones adoquinados, de calles donde hombres de traje negro y sombrero hongo se mezclaban con hindúes con turbantes. Le había hablado de la Catedral de St. Paul, elevándose muy por encima de los tejados; de los tulipanes rojos y amarillos que cubrían Regent's Park; del Soho, donde imperaban la risa y la música. Ella había escuchado todo aquello y ahora, mirando por la ventanilla del taxi, sentía la misma emoción que debía sentir Geoffrey siempre que iba a Londres. Veía calles anchas y limpias, y paraguas negros cubriendo las aceras. En los parques se abrían las primeras flores de la primavera. Era la ciudad de Geoffrey. Él la conocía y la amaba. Y si estaba en apuros, sería el lugar que elegiría para esconderse.

El taxi la dejó enfrente del hotel Savoy. La conserje, una mujer joven de rostro amable, la recibió con una sonrisa y le confirmó que había habitaciones libres. La temporada turística no había empezado aún.

Sarah estaba rellenando el formulario de inscripción cuando se le ocurrió decir:

– Mi esposo estuvo aquí hace dos semanas.

– ¿De verdad? -la conserje miró su nombre en la página-. Oh, ¿es usted la señora Fontaine? ¿Su marido es Geoffrey Fontaine?

– Sí. ¿Se acuerda de él?

– Por supuesto que sí, señora. Su esposo es cliente habitual. Un hombre muy agradable. Pero es raro… nunca imaginé que fueran americanos. Siempre pensé… -se interrumpió-. ¿Su marido se reunirá con usted?

– No, todavía no -Sarah hizo una pausa-. La verdad es que espero algún mensaje suyo. ¿Puede mirar si hay algo?

La mujer miró hacia las ventanillas del correo.

– No veo nada.

– ¿Y sabe si ha habido alguna llamada para él o para mí?

– No. Lo siento.

Sarah guardó silencio un momento. ¿Qué más podía hacer?

– De todos modos -siguió la conserje-. Si hubiera habido un mensaje, lo habríamos enviado a su dirección de Margate. Es lo que siempre nos pedía que hiciéramos.

Sarah parpadeó sorprendida.

– ¿Margate?

La conserje escribía algo en un papel y no levantó la vista.

– Sí.

¿Qué casa en Margate? ¿Tenía Geoffrey una residencia en Inglaterra y nunca le había hablado de ella?





La conserje seguía escribiendo. Sarah apoyó las manos en el mostrador y rezó para poder mentir con convicción.

– Espero… espero que no tengan la dirección equivocada -dijo-. Seguimos en Margate, pero nos mudamos el mes pasado.

– Oh, vaya -suspiró la conserje. Se dirigió hacia la oficina situada tras ella-. Voy a comprobar que han cambiado la dirección.

Un momento después, volvía a salir con una tarjeta en la mano.

– El 25 de Whitstable Lane. ¿Esa es la dirección vieja o la nueva?

Sarah no contestó. Estaba demasiado ocupada memorizando la dirección.

– ¿Señora Fontaine?

– Está todo bien -tomó la maleta y se dirigió al ascensor.

– Señora Fontaine, no tiene que llevar usted eso. Llamaré al botones…

Pero Sarah entraba ya en el ascensor.

– 25 de Whitstable Lane -murmuró cuando se cerró la puerta-. 25 de Whitstable Lane…

¿Sería allí donde encontraría a Geoffrey?

El mar golpeaba los acantilados blancos. Desde el sendero de tierra que seguía Sarah, podía ver las olas chocando contra las rocas inferiores. Su violencia la asustaba. El sol se había abierto paso ya a través de la niebla de la mañana, y los jardines de las casas dispersas florecían a pesar de la sal del aire y la tiza del suelo.

Encontró la casa que buscaba al final de Whitstable Lane. Era pequeña, escondida detrás de una valla blanca. En el pequeño jardín frontal se mezclaban rosas con petunias y acacias. El sonido de unas tijeras de podar la llevó a un lado de la casita, donde un anciano podaba un seto.

– ¿Hola? -llamó desde el otro lado de la valla.

El viejo la miró.

– Busco a Geoffrey Fontaine -dijo la joven.

– No está en casa, señorita.

A Sarah empezaron a temblarle las manos.

– ¿Dónde puedo encontrarlo? -preguntó.

– No lo sé.

– ¿Sabe cuándo volverá a casa?

El anciano se encogió de hombros.

– Ni él ni la señora me cuentan a mí sus idas y venidas.

– ¿Señora? -repitió Sarah.

– Sí. la señora Fontaine.

– ¿Se refiere a su… esposa?

El viejo la miró como si fuera idiota.

– Claro que sí. Claro que, con un poco de imaginación, uno podría pensar que quizá fuera su madre, pero yo diría que es demasiado joven para eso -soltó una carcajada.

Sarah apretaba la valla con tanta fuerza que las puntas del final se clavaban en sus manos. En sus oídos había un rugido extraño, como si una ola la hubiera envuelto y tirara de ella hacia el suelo. Buscó en su bolso y sacó una foto de Geoffrey.

– ¿Este es el señor Fontaine? -preguntó con voz ronza.

– Desde luego. Tengo buena vista para las caras.

Sarah temblaba tanto que apenas pudo volver a guardar la foto en el bolso. Se agarró a la valla, intentado asimilar lo que acababa de oír. Aquello la había pillado por sorpresa, y el dolor era más de lo que podía soportar.

Otra mujer. ¿No le había preguntado alguien por aquello? No lo recordaba. Oh, sí, había sido Nick O'Hara. Y ella se había enfadado con él. Pero él tenía razón, y ella había sido una estúpida.

No supo cuánto tiempo estuvo allí, entre las rosas y petunias. Había perdido la noción del tiempo y el espacio. Estaba como atontada. Su mente rehusaba aceptar más dolor. Si lo hacía, quizá se volvería loca.

Solo oyó al viejo cuando la llamó por tercera vez.

– ¿Señorita? ¿Señorita? ¿Necesita ayuda?

Sarah lo miró aturdida.

– No, no, estoy bien.

– ¿Seguro?

– Sí. Por favor… necesito encontrar a los Fontaine.

– No sé, señorita. La señora hizo las maletas y se marchó hace dos semanas.

– ¿Adónde fue?

– No tiene por costumbre dejar otra dirección.

Sarah buscó un papel en su bolso y anotó su nombre y el hotel.

– Si vuelve alguno de los dos, por favor, dígales que me llamen inmediatamente. Por favor.

– Sí, señorita -el viejo dobló el papel sin mirarlo y se lo metió al bolsillo.

Sarah volvió hacia la calle como una borracha. Al comienzo de Whitstable Lane vio una fila de buzones. Miró hacia atrás y vio que el viejo seguía podando el seto. Miró en el interior del buzón número 25 y encontró solo un catálogo de venta por correo de unos grandes almacenes de Londres. Iba dirigido a la señora Eve Fontaine.

Eve.

Geoffrey la había llamado por aquel nombre más de una vez.

Devolvió el catálogo al buzón y tomó llorando la dirección de la estación de tren.

Seis horas después, Sarah entraba en su habitación del hotel cansada, vacía y hambrienta. Sonaba el teléfono.

– ¿Diga?

– ¿Sarah Fontaine? -era una voz ronca de mujer.

– Sí.

– Geoffrey tenía una marca de nacimiento en el hombro izquierdo. ¿Con qué forma?

– Pero…