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Antes de que Pitt pudiese responder, Castro dio un paso adelante, le asió la mano y tiró de ella hasta ponerle en pie con sorprendente fuerza. Los magnéticos ojos castaños se encontraron con los penetrantes ojos verdes y opalinos. Castro vestía un limpio y planchado uniforme verde oliva, con la insignia de general en jefe sobre los hombros, en contraste con Pitt, que todavía llevaba la misma ropa harapienta y sucia con que había llegado a la catedral.

– Conque ése es el hombre que hizo que mis policías de seguridad pareciesen idiotas, y que salvó la ciudad -dijo Castro en español.

Jessie tradujo la frase y Pitt hizo un ademán negativo.

– Solamente fui uno de los afortunados que sobrevivieron. Al menos dos docenas de otros hombres murieron tratando de evitar la tragedia.

– Si los barcos hubiesen estallado cuando estaban todavía amarrados a los muelles, la mayor parte de La Habana habría quedado convertida en un erial. Habría sido una tumba para mí y para medio millón de personas. Cuba le está agradecida y desea nombrarle Héroe de la Revolución.

– Mira qué posición he alcanzado en el barrio -murmuró Pitt.

Jessie le dirigió una mirada de reproche y no tradujo sus palabras.

– ¿Qué ha dicho? -preguntó Castro.

Jessie carraspeó.

– Pues… ha dicho que lo acepta como un gran honor.

Castro pidió entonces a Pitt que describiese la captura de los barcos.

– Dígame lo que vio -dijo amablemente-. Todo lo que sabe que ocurrió. Empezando desde el principio.

– ¿Empezando desde el momento en que salimos de la Embajada suiza? -preguntó Pitt, entrecerrando los ojos en una expresión de furtiva pero astuta reflexión.

– Si lo desea -respondió Castro, comprendiendo su mirada.

Mientras narraba Pitt la desesperada lucha en los muelles y los esfuerzos por sacar el Amy Bigalow y el Ozero Zaysan del puerto, Castro le interrumpió con un alud de preguntas. La curiosidad del líder cubano era insaciable. El relato duró casi tanto como los sucesos reales.

Pitt refirió los hechos tan objetiva e impasiblemente como le fue posible, sabiendo que nunca podría hacer justicia al increíble valor de unos hombres que habían dado la vida por gente de otro país. Contó la magnífica acción dilatoria emprendida por Clark contra unas fuerzas abrumadoramente superiores; cómo Ma

Por fin explicó Pitt cómo había sido lanzado por la enorme ola dentro de la ciudad, y cómo había perdido el conocimiento y lo había recobrado cuando estaba colgado boca abajo del rótulo de una joyería. Relató que, mientras caminaba entre los escombros, había oído llorar a una niña pequeña, y la había sacado, junto con un hermanito, de debajo de las ruinas de una casa de apartamentos derrumbada. Después de esto, parecía que había atraído como un imán a los niños perdidos. Las brigadas de socorro habían aumentado su colección durante la noche. Cuando no encontró más niños vivos, un guardia le encaminó hacia el hospital y puesto de socorro para niños, donde se había encontrado con sus amigos.

Castro miró fijamente a Pitt, con rostro emocionado. Dio un paso adelante y le abrazó.

– Gracias -murmuró con voz quebrada. Después besó a Jessie en las dos mejillas y estrechó la mano a Hagen-. Cuba les da las gracias a todos. No les olvidaremos.

Pitt miró taimadamente a Castro.

– ¿Podría pedirle un favor?

– Sólo tiene que nombrarlo -respondió rápidamente Castro.

Pitt vaciló y después dijo:

– Ese taxista llamado Herberto Figueroa. Si encontrase en los Estados Unidos un Chevrolet del cincuenta y siete en buen estado y se lo enviase, ¿podría usted cuidar de que le fuese entregado? Herberto y yo le quedaríamos muy agradecidos.

– Desde luego. Me ocuparé personalmente de que reciba su regalo.

– Quisiera pedirle otro favor -dijo Pitt.

– No abuse de su suerte -le murmuró Sandecker.

– ¿Cuál? -preguntó amablemente Castro.

– ¿Podrían prestarme una embarcación con una grúa?

79

Los cuerpos de Ma

Por fin pudo controlarse el fuego, cuatro días después de que estallasen los barcos de la muerte. Las últimas y tercas llamas no se extinguirían hasta una semana más tarde. Y transcurrirían otras diez semanas hasta que fuesen encontrados los últimos muertos. Muchos no se encontraron nunca.





Los cubanos fueron muy meticulosos en el recuento. En definitiva, establecieron una lista completa de víctimas. La cifra de muertos seguros ascendió a setecientos treinta y dos. Los heridos sumaron tres mil setecientos sesenta y nueve. Los desaparecidos se calcularon en ciento noventa y siete.

Por iniciativa del presidente, el Congreso aprobó una ley urgente para la entrega a los cubanos de cuarenta y cinco millones de dólares para contribuir a la reconstrucción de La Habana. El presidente, en prueba de buena voluntad, levantó también el embargo comercial que había estado en vigor desde hacía treinta y cinco años. Por fin, los norteamericanos pudieron fumar de nuevo, legalmente, buenos cigarros habanos.

Después de ser expulsados, la única representación de los rusos en Cuba fue una Sección de Intereses Especiales en la Embajada de Polonia. El pueblo cubano no lamentó su partida.

Castro siguió siendo marxista revolucionario de corazón, pero se estaba ablandando. Después de convenir en principio en el pacto de amistad entre los Estados Unidos y Cuba, aceptó sin vacilar una invitación del presidente a visitarle en la Casa Blanca y a pronunciar un discurso en el Congreso, aunque puso mala cara cuando le pidieron que no hablara más de veinte minutos.

Al amanecer del tercer día después de las explosiones, una vieja y desconchada embarcación, deteriorada por la intemperie, echó el ancla casi en el centro exacto del puerto. Los barcos contra incendios y de socorro pasaban por su lado como si hubiese sido un automóvil averiado en una carretera. Era una embarcación chata de trabajo y llevaba en la popa una pequeña grúa cuyo brazo se extendía sobre el agua. Su tripulación parecía indiferente a la frenética actividad que reinaba a su alrededor.

La mayoría de los incendios de la zona portuaria habían sido sofocados, pero los bomberos seguían vertiendo miles de litros de agua sobre los humeantes escombros dentro de las deformadas estructuras de los almacenes. Varios e

Pitt estaba en pie sobre la despintada cubierta y contemplaba a través de la amarillenta y fuliginosa neblina los restos de lo que había sido un petrolero. Lo único que quedaba del Ozero Baykai era la quemada superestructura de popa que se alzaba grotesca y retorcida sobre el agua sucia de petróleo. Volvió su atención a una pequeña brújula que tenía en la mano.

– ¿Es éste el lugar? -preguntó el almirante Sandecker.

– Los datos que tenemos así parecen indicarlo -respondió Pitt.

Giordino asomó la cabeza a la ventana de la caseta del timón.

– El magnetómetro se está volviendo loco. Estamos justo encima de una gran masa de hierro.

Jessie estaba sentada sobre una escotilla. Llevaba unos shorts grises y una blusa azul pálido, y había recobrado su exquisita personalidad.

Dirigió una mirada curiosa a Pitt.

– Todavía no me has dicho por qué crees que Raymond escondió La Dorada en el fondo del puerto y cómo sabes exactamente dónde tienes que buscar.

– Fui un estúpido al no comprenderlo inmediatamente -explicó Pitt-. Las palabras suenan igual y yo las interpreté mal. Pensé que sus últimas palabras habían sido: «Look on the m-a-i-n s-i-g-h-t. Lo que trataba realmente de decirme era: «Look on the M-a-i-n-e s-i-t-e.»

Jessie pareció confusa.

– ¿El lugar del Maine?

– Recuerda Pearl Harbor, el Álamo y el Maine. En este lugar o muy cerca de él el buque de guerra Maine fue hundido en 1898 y desencadenó la guerra contra España.

Jessie empezó a sentir una profunda excitación.

– ¿Arrojó Raymond la estatua encima de un viejo barco naufragado?

– En el lugar del naufragio -le corrigió Pitt-. El casco del Maine fue izado y remolcado al mar abierto, donde fue hundido en 1912, con la bandera ondeando.

– ¿Pero por qué habría de arrojar Raymond deliberadamente el tesoro?

– Todo se remonta a cuando él y su socio, Hans Kronberg, descubrieron el Cyclops y rescataron La Dorada. Hubiese debido ser un triunfo para dos amigos que habían luchado juntos contra todas las probabilidades y arrebatado el tesoro más buscado de la historia a un mar codicioso. Hubiese debido tener un final feliz. Pero la situación se agrió. Raymond LeBaron estaba enamorado de la esposa de Kronberg.

El semblante de Jessie se puso tenso al comprender.

– Hilda.

– Sí, Hilda. Él tenía dos motivos para querer librarse de Hans. El tesoro y una mujer. De alguna manera debió convencer a Hans de hacer una nueva inmersión después de haberse apoderado de La Dorada. Entonces cortó el tubo de alimentación de aire, condenando a su amigo a una muerte horrible. ¿Puedes imaginarte lo que debió ser morir ahogado en el interior de una cripta de acero como el Cyclops?

Jessie desvió la mirada.

– No puedo creerlo.

– Viste el cuerpo de Kronberg con tus propios ojos. Hilda era la verdadera clave del enigma. Ella fue el centro de la sórdida historia. Yo sólo tenía que completarla con unos pocos detalles.

– Raymond nunca habría podido cometer un asesinato.

– Podía hacerlo y lo hizo. Habiendo quitado de en medio a Hans, dio otro paso adelante. Se zafó del fisco (¿se le puede culpar de esto si recordamos que el Gobierno Federal se quedaba con el ochenta por ciento de los ingresos superiores a ciento cincuenta mil dólares a finales de los años cincuenta?) y evitó un pleito engorroso con el Brasil, que habría reclamado con justicia la estatua como tesoro nacional robado. No dijo nada y puso rumbo a Cuba. Tu amante era un hombre muy astuto.