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Joe se interrumpió para que el presidente pudiese dar otro golpe.

– Entonces todo fue cuestión de recoger los sistemas y suministros vitales ya puestos en órbita, y transportarlos, en realidad remolcarlos, hasta el lugar predeterminado en la Luna. Incluso un viejo laboratorio soviético en órbita y toda pieza útil de chatarra espacial fueron llevados a la Jersey Colony. Desde el principio fue una operación sin alharacas, el viaje de unos pioneros desde su casa en la Tierra, el paso más importante de la evolución desde que el primer pez pasó a la tierra hace más de trescientos millones de años. Pero por Dios que lo hicimos. Mientras nosotros estamos hablando aquí, diez hombres viven y trabajan en un medio hostil a quinientos mil kilómetros de distancia.

Mientras Joe hablaba, sus ojos adquirieron una expresión mesiánica. Después, su visión volvió a ser normal y contempló su reloj.

– Será mejor que nos demos prisa, antes de que el Servicio Secreto se pregunte por qué nos retrasamos. En todo caso, esto es lo esencial. Trataré de responder a sus preguntas mientras juega.

El presidente le miró, pasmado.

– ¡Jesús! -gruñó-. No creo que pueda asimilar todo esto.

– Mis disculpas por decirle tantas cosas en tan poco tiempo -dijo rápidamente Joe-. Pero era necesario.

– ¿En qué lugar exacto de la Luna está Jersey Colony?

– Después de estudiar las fotografías de las sondas Lunar Orbiter y de las misiones Apolo, detectamos un geiser de vapor en una región volcánica del hemisferio sur del lado oculto de la Luna. Un examen más a fondo mostró que había allí una gran caverna, refugio perfecto para emplazar la instalación inicial.

– ¿Ha dicho que hay diez hombres allá arriba?

– Sí.

– ¿Y cómo hacen los turnos, las sustituciones?

– No hay turnos.

– Dios mío, esto significa que el primitivo equipo que montó el transporte lunar lleva seis años en el espacio.

– Cierto -reconoció Joe-. Uno murió y se incorporaron otros siete cuando se amplió la base.

– ¿Y sus familias?

– Todos son solteros, todos conocían y aceptaron las penalidades y los riesgos.

– Ha dicho que yo soy solamente el segundo presidente que se entera del proyecto, ¿no?

– Correcto.

– No permitir que el jefe ejecutivo de la nación conozca el proyecto es un insulto a su cargo.

Los ojos azules de Joe se oscurecieron todavía más; miró al presidente con severa malicia.

– Los presidentes son animales políticos. Los votos son más preciosos para ellos que los tesoros. Nixon hubiese podido emplear la Jersey Colony como una cortina de humo para eludir el escándalo de Watergate. Lo propio cabría decir de Cárter y el fiasco de los rehenes en Irán. Reagan lo habría aprovechado para glorificar su imagen y echárselo en cara a los rusos. Todavía es más deplorable la idea de lo que haría el Congreso con el proyecto; las políticas partidistas entrarían en juego, y se iniciarían interminables debates sobre si el dinero sería mejor empleado en defensa o en alimentar a los pobres. Yo amo a mi país, señor presidente, y me considero más patriota que la mayoría, pero ya no tengo fe en el Gobierno.

– Se apoderaron de dinero de los contribuyentes.

– Que será devuelto con intereses en beneficios científicos. Pero no olvide que personas particulares y sus corporaciones aportaron la mitad del dinero y, debo añadir, que lo hicieron sin el menor propósito de beneficio o ganancia personal. Los contratistas de defensa y del espacio no pueden alardear de esto.

El presidente no lo discutió. Depositó en silencio la pelota en un tee y lanzó la bola hacia el decimoctavo green.

– Si desconfía usted tanto de los presidentes -dijo agriamente-, ¿por qué ha caído del cielo para contarme todo esto a mí?

– Podemos tener un problema. -Joe tomó una fotografía del fondo de la carpeta y se la mostró-. A través de nuestras relaciones, hemos obtenido esta foto tomada desde uno de los aviones de la Air Force que hacen vuelos de reconocimiento sobre Cuba.

El presidente comprendió que no debía preguntar cómo había llegado a las manos de Joe.

– ¿Por qué me la muestra?

– Por favor, estudie la zona entre la costa norte de la isla y los Florida Keys.

El presidente sacó unas gafas del bolsillo de la camisa y observó la imagen de la foto.

– Parece el dirigible Goodyear,

– No; es el Prosperteer, una vieja aeronave perteneciente a Raymond LeBaron.

– Creía que se había perdido en el Caribe hace dos semanas.

– Diez días para ser exactos, junto con el dirigible y dos tripulantes.

– Entonces, esta foto fue tomada antes de que desapareciese.

– No; la película fue traída del avión hace solamente ocho horas.

– Entonces LeBaron debe estar vivo.

– Quisiera creerlo así, pero todos los intentos de comunicar por radio con el Prosperteer han quedado sin respuesta.

– ¿Qué relación tiene LeBaron con la Jersey Colony?

– Era miembro del «círculo privado».





El presidente se acercó a Joe.

– Y usted, ¿es uno de los nueve hombres que concibieron el proyecto?

Joe no respondió. No hacía falta. El presidente, al contemplarle fijamente, estuvo seguro de ello.

Satisfecho, se echó atrás en su asiento.

– Está bien, ¿cuál es su problema?

– Dentro de diez días, los soviets lanzarán al espacio su más reciente vehículo pesado, con un módulo lunar tripulado, seis veces mayor y más pesado que el empleado por nuestros astronautas durante el programa Apolo. Usted conoce los detalles, por los informes secretos de la CÍA.

– Sí, me han informado de su misión lunar -convino el presidente.

– Y sabe también que, en los dos últimos años, han puesto tres sondas no tripuladas en órbita de la Luna, para descubrir y fotografiar lugares adecuados para el alunizaje. La tercera y última se estrelló contra la superficie de la Luna. La segunda sufrió una avería en el motor y estalló el depósito de carburante. En cambio, la primera sonda funcionó bien, al menos al principio. Dio doce vueltas alrededor de la Luna. Entonces, algo funcionó mal. Después de volver a la órbita alrededor de la Tierra y antes de volver a entrar en la atmósfera, desobedeció de pronto todas las órdenes que le eran enviadas desde tierra. Durante los siguientes dieciocho meses, los controladores soviéticos del espacio intentaron recobrar intacta la nave. Si fueron o no capaces de recoger sus datos visuales, no tenemos manera de saberlo. Por último consiguieron disparar los retropropulsores. Pero en vez de en Siberia, su sonda lunar, el Selenos 4, cayó al mar Caribe.

– ¿Qué tiene esto que ver con LeBaron?

– Fue a buscar la sonda lunar soviética.

Una expresión de duda se pintó en el semblante del presidente.

– Según los informes de la CÍA, los rusos recobraron la nave espacial en aguas profundas frente a la costa de Cuba.

– Una cortina de humo. Incluso montaron un gran espectáculo sobre la recuperación de la nave, pero en realidad no pudieron encontrarla.

– ¿Y creen ustedes saber dónde se encuentra?

– Tenemos un lugar señalado, sí.

– ¿Por qué quieren quitarles a los rusos unas pocas fotografías de la Luna? Hay miles de fotos a disposición de cualquiera que desee estudiarlas.

– Todas aquellas fotos fueron tomadas antes de que se estableciese Jersey Colony. Las nuevas inspecciones de los rusos revelarán sin duda su situación.

– ¿Qué mal puede hacernos esto?

– Creo que, si el Kremlin descubre la verdad, la primera misión de la URSS en la Luna será atacar, capturar nuestra colonia y emplearla para sus propios fines.

– No lo creo. El Kremlin expondría todo su programa espacial a represalias por nuestra parte.

– Olvida usted, señor presidente, que nuestro proyecto lunar está envuelto en el mayor secreto. Nadie puede acusar a los rusos de apoderarse de algo que no se sabe que existe.

– Está usted dando palos a ciegas -dijo el presidente.

La mirada de Joe se endureció.

– No importa. Nuestros astronautas fueron los primeros en pisar la superficie lunar. Nosotros fuimos los primeros en colonizarla. La Luna pertenece a los Estados Unidos y debemos luchar contra cualquier intrusión.

– No estamos en el siglo catorce -dijo, impresionado, el presidente-. No podemos empuñar las armas e impedir que los soviets o quien sea lleguen a la Luna. Además, las Naciones Unidas declararon que ningún país tenía jurisdicción sobre la Luna y los planetas.

– ¿Haría caso el Kremlin de la política de las Naciones Unidas si estuviesen en nuestro lugar? Creo que no. -Joe se torció en su asiento y sacó un palo de la bolsa-. El decimoctavo green. Su último hoyo, señor presidente.

El presidente, confuso, estudió el terreno del green y dio un golpe corto de siete metros.

– Podría detenerles -dijo fríamente.

– ¿Cómo? La NASA no tiene material para enviar una compañía de marines a la superficie lunar. Gracias a la improvisación de usted y de sus predecesores, sus esfuerzos se concentran en la estación espacial orbital.

– No puedo permitir que inicien ustedes una guerra en el espacio que podría repercutir en la Tierra.

– Tiene las manos atadas.

– Podrían equivocarse en lo que respecta a los rusos.

– Esperemos que sea así -dijo Joe-. Pero sospecho que pueden haber matado ya a Raymond LeBaron.

– ¿Y es por esto por lo que me ha hecho estas confidencias?

– Si ocurre lo peor, al menos le habremos puesto al corriente de la situación y podrá preparar su estrategia para el follón que se va a armar.

– ¿Y si hiciese que mis guardaespaldas le detuviesen como un loco asesino y descubriese lo de Jersey Colony?

– Deténgame, y Reggie Salazar morirá. Descubra el proyecto, y todas las intrigas entre bastidores, las puñaladas por la espalda, los fraudes y las mentiras y, sí, las muertes que se causaron para lograr lo que se ha conseguido, todo será expuesto delante de su puerta, empezando por el día en que prestó juramento como senador. Lo echarán de la Casa Blanca con más desprestigio que Nixon, suponiendo, desde luego, que viva hasta entonces.

– ¿Me está amenazando con un chantaje? -Hasta ahora, el presidente había dominado su indignación, pero ahora estaba bufando de cólera-. La vida de Salazar sería un precio pequeño para preservar la integridad de la presidencia.

– Dos semanas, y después podrá anunciar al mundo la existencia de Jersey Colony, Entre toques de trompetas y redoble de tambores, podrá representar el papel de gran héroe político. Dos semanas, y podrá dar pruebas de la más grande hazaña política de este siglo.