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Nuevas llamaradas y nubes de humo se elevaron sobre los tejados de los almacenes. Los infantes de Marina abandonaron frenéticamente sus vehículos y corrieron para ponerse a salvo. Unos pocos recobraron su energía y empezaron a disparar en la oscuridad contra todo aquello que parecía vagamente una forma humana. El ruido del tiroteo se mezcló con el de los cristales de las ventanas de los almacenes que saltaban hechos añicos.

Los seis componentes del pequeño equipo de Clark aguantaron el fuego. Las pocas balas que llegaron en su dirección pasaron sobre sus cabezas. Esperaron a que Clark se mezclara en aquella desorganizada algarabía, sin que nadie sospechase de él debido a su uniforme de oficial cubano, maldiciendo en ruso y ordenando a los soldados que se reagrupasen y atacasen muelle arriba.

– ¡A formar! ¡A formar! -gritó furiosamente-. Se están escapando. ¡Moveos, maldita sea, antes de que huyan esos traidores!

Se interrumpió de pronto al encontrarse frente a frente con Borchev. El comandante soviético se quedó con la boca abierta, en una incredulidad total, y antes de que pudiese cerrarla, Clark le agarró de un brazo y le arrojó al agua. Afortunadamente, nadie lo advirtió en medio de aquella confusión.

– ¡Seguidme! -chilló Clark, y empezó a correr por el muelle entre dos almacenes. Individualmente y en grupos de cuatro o cinco, los infantes de Marina soviéticos corrieron detrás de él a través del muelle agachándose y zigzagueando en movimientos bien aprendidos, y disparando una cortina de balas mientras avanzaban.

Parecían haber dominado la impresión paralizadora de la sorpresa y estaban resueltos a tomar represalias contra su invisible enemigo, sin saber que estaban escapando de una pesadilla para caer en otra. Nadie discutió las órdenes de Clark. Sin un jefe que les ordenase lo contrario, los suboficiales exhortaron a sus hombres para que obedeciesen al oficial de uniforme cubano que dirigía el ataque.

Cuando los infantes de Marina hubieron pasado entre los almacenes, Clark se arrojó al suelo como si estuviese herido. Era la señal para que sus hombres abriesen fuego. Los soviéticos se vieron atacados desde todos lados. Muchos fueron derribados. Hacían unos blancos perfectos, resaltados por la resplandeciente hoguera de los camiones. Los que sobrevivieron a la guadaña de la muerte contestaron el fuego. El repiqueteo de las armas era ensordecedor, mientras las balas se incrustaban en las paredes de madera o en carne humana o fallaban el blanco y rebotaban silbando en la noche. Clark corrió velozmente para resguardarse detrás de una grúa, pero fue alcanzado en un muslo y por otra bala que le atravesó ambas muñecas.

Malparados, pero sin dejar de luchar, los soviéticos empezaron a retirarse. Hicieron un fútil intento de salir de los muelles y resguardarse detrás de un muro de hormigón a lo largo del bulevar principal, pero dos de los hombres de Clark lanzaron una ráfaga de tiros que los dejó secos.

Clark yacía detrás de la grúa, sangrando a chorros de sus rotas venas, pero incapaz de detener la hemorragia. Sus manos pendían como las ramas rotas de un árbol, y no sentía nada en los dedos. Estaba perdiendo ya el conocimiento cuando se arrastró hasta la orilla del muelle y miró hacia el puerto.

Lo último que jamás verían sus ojos fue la silueta de los dos cargueros contra las luces de la orilla opuesta. Se estaban apartando de los muelles y dirigiéndose a la entrada del puerto.

71

Mientras se combatía furiosamente en el muelle, el pequeño Pisto empezó a remolcar por la popa al Ozero Zaysan hacia el centro del puerto. Luchando con toda su fuerza, enterró su grande y única hélice en el agua grasienta, haciéndola hervir en un caldero de espuma.

El navio de veinte mil toneladas empezó a moverse. Su mole amorfa era iluminada por llamas de color naranja mientras se deslizaba hacia el mar abierto. En cuanto se hubo apartado de los muelles, Jack viró 180 grados, hasta que el barco cargado de municiones puso proa a la entrada del puerto. Entonces lo soltó y recogió el cable de arrastre.

En la caseta del timón del Amy Bigalow, Pitt sujetó con fuerza la rueda del timón y esperó que algo cediese. Estaba tenso, apenas se atrevía a respirar. El cable todavía amarrado de la proa se puso tirante y crujió por la tremenda tensión ejercida por el barco en marcha atrás, pero se negó tercamente a romperse. Como un perro tratando de soltarse de la correa, el Amy Bigalow movió ligeramente la proa, aumentando la tensión. El cable resistió, pero el noray se desprendió del muelle con un fuerte chasquido de madera astillada.

Un temblor agitó todo el barco, que empezó a adentrarse gradualmente en el puerto. Pitt hizo girar la rueda y la proa se volvió hasta que el barco se colocó de costado en relación con el muelle que se alejaba. La vibración del motor se amortiguó y pronto se deslizaron suavemente, con una ligera humareda brotando de la chimenea.

Todo el muelle parecía estar ardiendo; las llamas de los camiones incendiados proyectaban una luz misteriosa y vacilante al interior de la caseta del timón. Todos los marineros, salvo Ma

Las estrellas del este empezaban a perder su brillo cuando el oscuro casco del Ozero Zaysan se puso de través. Pitt ordenó parada cuando el remolcador se situó debajo de la proa. La tripulación del Pisto lanzó una cuerda ligera atada a una serie de cuerdas más gruesas. Pitt observó desde el puente cómo eran izadas a bordo. Entonces el fuerte cable de remolque fue sujetado a un torno de proa y tensado.

La misma operación se repitió en la popa, sólo que, esta vez, con la cadena del ancla de babor del inerte Ozero Zaysan. Cuando la cadena hubo sido recogida, sus eslabones fueron sujetados en el torno de popa. Quedó establecida la conexión en dos direcciones. Los tres barcos estaban ahora atados juntos, con el Amy Bigalow en medio.





Jack hizo sonar la sirena del Pisto, y el remolcador avanzó, tensando el cable. Pitt estaba en el puente, mirando hacia la popa. Cuando uno de los hombres de Ma

La última parte del plan de Pitt había terminado. El petrolero fue dejado atrás, flotando más cerca de los depósitos de petróleo de la orilla opuesta del puerto, pero a dos kilómetros del populoso centro de la ciudad. Los otros dos barcos, con sus mortíferas cargas, se dirigían hacia el mar abierto. El remolcador añadía su fuerza a la del Amy Bigalow para aumentar la velocidad de la caravana marítima.

Detrás de ellos, la gran columna de llamas y humo ascendía en espiral hacia el cielo azul de la mañana temprana. Clark había ganado tiempo para darles una oportunidad de victoria, pero lo había pagado con la vida.

Pitt no miró hacia atrás. Sus ojos eran atraídos como un imán por el rayo de luz del faro que se alzaba sobre las grises murallas del Castillo del Morro, la siniestra fortaleza que guardaba la entrada del puerto de La Habana. Estaba a tres millas de distancia, pero parecían treinta.

La suerte estaba echada. Ma

Estaba a cuarenta minutos de alcanzar la libertad. Pero se había dado la alarma y todavía tenía que llegar lo inconcebible.

El comandante Borchev esquivó las ascuas que caían y silbaban en el agua. Flotando allí, debajo de los pilotes, podía oír el estruendo de las armas de fuego y ver las llamas que se elevaban hacia el cielo. El agua de los muelles estaba tibia y olía a peces muertos y a petróleo. Arqueó y vomitó el agua sucia que había tragado cuando el extraño coronel cubano le había empujado sobre el borde del muelle.

Nadó lo que le pareció una milla antes de encontrar una escalera y subir a un embarcadero abandonado. Escupió asqueado y corrió hacia el convoy ardiente.

Cuerpos e

Medio loco de rabia, Borchev pasó tambaleándose entre las víctimas, buscando, hasta que encontró el cuerpo de Clark. Puso boca arriba al agente de la CÍA y miró sus ojos ciegos.

– ¿Quién eres? -preguntó estúpidamente-. ¿Para quién trabajas?

Pero la facultad de responder había muerto con Clark.

Borchev agarró del cinturón el cuerpo exánime y lo arrastró hasta el borde del muelle. Entonces, de una patada, lo arrojó al agua.

– ¡Veamos si te gusta esto! -gritó, insensato.

Borchev anduvo sin objeto entre los muertos durante otros diez minutos, antes de recobrar su aplomo. Por último comprendió que tenía que informar a Velikov. El único transmisor había quedado destrozado dentro del primer camión, y Borchev empezó a correr por la zona portuaria buscando febrilmente un teléfono.

Vio en un edificio un rótulo que lo identificaba como salón de recreo de los trabajadores del muelle. Se lanzó contra la puerta y la abrió de golpe con el hombro. Buscó a tientas en la pared, encontró el interruptor de la luz y la encendió. La habitación estaba amueblada con viejos sofás manchados. Había tableros de ajedrez, fichas de dominó y un pequeño frigorífico. Posters de Castro, del Che Guevara, fumando un cigarro con altanería, y de un sombrío Lenin, miraban hacia abajo desde una pared.

Borchev entró en el despacho de un supervisor y levantó el teléfono que había sobre una mesa. Marcó varias veces sin poder comunicar. Por fin despertó a la telefonista, maldiciendo la retrasada eficacia del sistema telefónico cubano.

Las nubes empezaban a adquirir un brillo anaranjado sobre los montes del este y las sirenas de los vehículos de bomberos de la ciudad convergían sobre el puerto cuando le pusieron por fin en comunicación con la Embajada soviética.