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– ¿Qué diablos quiere?

– Sólo una comprobación -dijo Pitt-. Listo para cuando usted lo esté.

– Pues tendrá que esperar mucho, míster.

Antes de que Pitt pudiese replicar, Clark entró en la caseta del timón.

– ¿Está hablando con Ma

– Sí.

– Dígale que suba en seguida.

Pitt transmitió la brusca orden de Clark y recibió un alud de blasfemias antes de colgar.

Menos de un minuto más tarde, Ma

– Dése prisa -dijo a Clark-. Tengo un problema.

– Moe lo tiene aún peor.

– Ya lo sé. Las máquinas han sido inutilizadas.

– ¿Están las suyas en condiciones de funcionar?

– ¿Por qué no habían de estarlo?

– La tripulación soviética rompió a martillazos todas las válvulas del Ozero Zaysan -dijo gravemente Clark-. Moe dice que tardaría dos semanas en repararlas.

– Jack tendrá que arrastrarlo hacia el mar abierto con el remolcador -dijo llanamente Pitt.

Ma

– No conseguirá volver a tiempo para remolcar el petrolero. Los rusos no están ciegos. Se darán cuenta de lo que pasa en cuanto salga el sol.

Clark asintió lentamente con la cabeza.

– Temo que tiene razón.

– ¿Cuál es la situación? -preguntó Pitt a Ma

– Si esta bañera tuviera motores Diesel, podría hacerla arrancar dentro de dos horas. Pero tiene turbinas a vapor.

– ¿Cuánto tiempo necesita?

Ma

– Hemos tenido que empezar con una maquinaria muerta. Lo primero que hicimos fue poner en funcionamiento el generador Diesel de emergencia y encender los quemadores del horno para calentar el fuel. Hay que enjugar la condensación de las tuberías, calentar las calderas y poner en condiciones los elementos auxiliares. Después esperar a que la presión del vapor aumente lo bastante para accionar las turbinas. Tenemos para cuatro horas… si todo marcha bien.

– ¿Cuatro horas? -dijo, perplejo, Clark.

– Si es así, el Amy Bigalow no podrá salir del puerto antes de que sea de día -dijo Pitt.

– Entonces no hay nada que hacer.

Había una cansada certidumbre en la voz de Clark.

– Sí, todavía hay algo que hacer -dijo firmemente Pitt-. Aunque sólo lográsemos sacar un barco más allá de la entrada del puerto, reduciríamos en una tercera parte la cantidad de muertos.

– Y todos nosotros moriríamos -añadió Clark-. No habrá manera de escapar. Hace dos horas había calculado que teníamos un cincuenta por ciento de probabilidades de sobrevivir. Pero no ahora, no cuando su viejo amigo Velikov descubra que su monstruoso plan empieza a desvanecerse en el horizonte. Y no debemos olvidar al coronel soviético que yace en el fondo de la bahía; dentro de poco se advertirá su ausencia y todo un regimiento saldrá en su busca.

– Y también está aquel capitán de los guardias de seguridad -dijo Ma

El zumbido de potentes motores Diesel aumentó lentamente de volumen en el exterior y una sirena de barco lanzó tres breves toques apagados.

Pitt miró a través de la ventana del puente.

– Jack se está acercando con el remolcador.

Se volvió y contempló las luces de la ciudad. Éstas le recordaron una gran vitrina de joyas. Empezó a pensar en la multitud de niños que estarían metiéndose en la cama esperando con ilusión la fiesta de mañana. Se preguntó cuántos de ellos no despertarían nunca.

– Todavía hay esperanzas -dijo al fin.

Esbozó rápidamente lo que creía que sería la mejor solución para reducir la devastación y salvar la mayor parte de La Habana. Cuando hubo terminado, miró de Ma

– Bueno, ¿es factible?

– ¿Factible? -Clark estaba pasmado-. ¿Otros tres y yo reteniendo a la mitad del Ejército cubano durante tres horas? Es un plan francamente suicida.

– ¿Ma

Ma

– Estamos perdiendo tiempo -dijo, mientras se volvía para regresar a la sala de máquinas.

69

El largo automóvil negro se detuvo sin ruido ante la puerta principal del pabellón de caza de Castro en los montes del sudeste de la ciudad. Uno de los dos gallardetes instalados sobre los guardabarros delanteros simbolizaba la Unión Soviética y el otro indicaba que el pasajero era un oficial de alta graduación.





La casa de invitados, en el exterior de la finca vallada, era la residencia de la escogida fuerza de vigilancia personal de Castro. Un hombre de uniforme hecho a la medida, pero sin insignias, se acercó lentamente al coche. Miró la vaga silueta de un corpulento oficial envuelto en la oscuridad del asiento de atrás y el documento de identidad que le fue mostrado en la ventanilla.

– Coronel general Kolchak. No hace falta que se identifique. -Saludó con un exagerado ademán-. Juan Fernández, jefe de seguridad de Fidel.

– ¿No duerme usted nunca?

– Soy un pájaro nocturno -dijo Fernández-. ¿Qué le trae aquí a estas horas?

– Una súbita emergencia.

Fernández esperó una explicación más detallada, pero no la recibió. Empezó a sentirse inquieto. Sabía que sólo una situación crítica podía traer a las tres de la mañana al representante militar soviético de más alto rango. No sabía qué hacer.

– Lo siento mucho, señor, pero Fidel ha dado órdenes estrictas de que nadie le moleste.

– Respeto los deseos del presidente Castro. Sin embargo, es con Raúl con quien debo hablar. Por favor, dígale que he venido por un asunto de suma urgencia y del que hemos de tratar personalmente.

Fernández consideró durante un momento la petición y asintió con la cabeza.

– Telefonearé al pabellón y diré a su ayudante que va usted para allá.

– Gracias.

Fernández hizo una seña a un hombre invisible que se hallaba en la casa de invitados, y la puerta provista de un dispositivo electrónico se abrió de par en par. La limusina subió por una serpenteante carretera de montaña a lo largo de unos tres kilómetros. Por último, se detuvo delante de una villa grande de estilo español que daba a un panorama de montes oscuros salpicados de luces lejanas.

Las botas del conductor crujieron sobre la gravilla al pasar hacia la portezuela del pasajero. No la abrió, sino que estuvo plantado allí durante casi cinco minutos, observando casualmente a los guardias que patrullaban por el lugar. Al fin, el ayudante de Raúl Castro salió bostezando de la puerta principal.

– Un placer inesperado, coronel general -dijo, sin gran entusiasmo-. Entre, por favor. Raúl bajará en seguida.

El militar soviético, sin responder, se apeó del coche y siguió al ayudante a través de un amplio patio hasta el vestíbulo del pabellón. Se llevó un pañuelo delante de la cara y se sonó. Su conductor le siguió a pocos pasos de distancia. El ayudante de Castro se hizo a un lado y señaló la sala de trofeos.

– Tengan la bondad de ponerse cómodos. Haré que les traigan un poco de café.

Al quedar solos, los dos se mantuvieron silenciosamente en pie de espaldas a la puerta abierta, contemplando una multitud de cabezas de oso adosadas a las paredes y docenas de aves disecadas y posadas alrededor del salón.

Pronto entró Raúl Castro, en pijama y con una bata de seda a cuadros. Se detuvo en seco al volverse de cara a él sus visitantes. Frunció el entrecejo, con sorpresa y curiosidad.

– ¿Quiénes diablos son ustedes?

– Me llamo Ira Hagen y traigo un mensaje importantísimo del presidente de los Estados Unidos. -Hagen hizo una pausa y señaló con la cabeza a su conductor, el cual se quitó la gorra, dejando que una mata de cabellos cayera sobre sus hombros-. Permita que le presente a la señora Jessie LeBaron. Ha sufrido grandes penalidades para entregar una respuesta personal del presidente a su hermano con referencia al proyectado pacto de amistad entre Cuba y los Estados Unidos.

Por un momento, el silencio fue tan absoluto en la estancia que Hagen sintió el tictac de un primoroso reloj de caja arrimado a la pared del fondo. Los ojos negros de Raúl pasaron de Hagen a Jessie y se fijaron en ésta.

– Jessie LeBaron murió -dijo con asombro.

– Sobreviví al accidente del dirigible y a las torturas del general Peter Velikov. -Su voz era tranquila y autoritaria-. Traemos pruebas documentales de que éste intenta asesinar a Fidel y a usted durante la fiesta del Día de la Educación, mañana por la mañana.

La rotundidad de la declaración, y el tono autoritario en que había sido formulada, impresionaron a Raúl.

Vaciló, reflexivamente. Después asintió con la cabeza.

– Despertaré a Fidel y le pediré que escuche lo que tienen que decirle.

Velikov observó cómo un archivador de su despacho era cargado en una carretilla de mano y bajado en el ascensor al sótano a prueba de incendios de la Embajada soviética. Su segundo oficial de la KGB entró en la revuelta habitación, quitó unos papeles de encima de un sillón y se sentó.

– Es una lástima quemar todo esto -dijo cansadamente.

– Un nuevo y más bello edificio se alzará sobre las cenizas -dijo Velikov, con una astuta sonrisa-. Regalo de un Gobierno cubano agradecido.

Sonó el teléfono y Velikov respondió rápidamente.

– ¿Qué pasa?

Le contestó la voz de su secretaria.

– El comandante Borchev desea hablar con usted.

– Póngame con él.

– ¿General?

– Sí, Borchev, ¿cuál es su problema?

– El capitán al mando de las fuerzas de seguridad del puerto ha dejado su puesto junto con sus hombres y regresado a su base fuera de la ciudad.

– ¿Han dejado los barcos sin vigilancia?

– Bueno…, no exactamente.

– ¿Abandonaron o no abandonaron su puesto?

– Él dice que fue relevado por una fuerza de guardias bajo el mando de un tal coronel Ernesto Pérez.

– Yo no di esa orden.

– Lo supongo, general. Porque, si la hubiese dado, seguro que yo me habría enterado.