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Sin pasaporte ni dinero, su único recurso era establecer contacto con la misión americana en la Embajada suiza. Allí podrían quitarle a Jessie de encima y mantenerle oculto hasta que su pasaporte y sus documentos de entrada fuesen enviados por vía diplomática desde Washington. En cuanto se convirtiese en turista oficial, podría tratar de resolver el enigma del tesoro de La Dorada.

Velikov no era ningún problema. Vivo, el general era un enemigo peligroso. Seguiría matando y torturando. Muerto, sólo sería un recuerdo. Pitt decidió matarle de un tiro en un callejón desierto. Cualquiera que fuese lo bastante curioso para investigar atribuiría simplemente el estampido a un petardeo del tubo de escape del camión.

Se metió en una calle estrecha entre dos hileras de almacenes desiertos, cerca de la zona portuaria, y detuvo el vehículo. Dejó el motor en marcha y se dirigió a la parte de atrás del camión. Al subir a él, vio la cabeza y los brazos de Jessie que sobresalían de la carga de estiércol. Manaba sangre de un pequeño corte en la sien y el ojo derecho se estaba hinchando y amoratando. Las únicas señales de Velikov y del conductor cubano eran unos huecos en los lugares donde Pitt les había encerrado.

Habían desaparecido.

Él la ayudó a salir de entre el estiércol y lo limpió de sus mejillas. Ella abrió los ojos y le miró y, al cabo de un momento, sacudió la cabeza de un lado a otro.

– Lo siento, lo he echado todo a perder.

– ¿Qué ocurrió? -preguntó él.

– El conductor volvió en sí y me atacó. No grité para pedirte auxilio porque tuve miedo de provocar una alarma y de que nos detuviese la policía. Luchamos por el fusil y éste saltó por encima de un lado del camión. Entonces el general me agarró de los brazos y el conductor me golpeó hasta que perdí el conocimiento. -De pronto se le ocurrió algo y miró furiosamente a su alrededor-: ¿Dónde están ellos?

– Debieron saltar del camión -respondió Pitt-. ¿Puedes recordar dónde o cuándo ocurrió?

El esfuerzo de concentración de Jessie se reflejó en su semblante.

– Creo que fue aproximadamente cuando entrábamos en la ciudad. Recuerdo haber oído el ruido de un tráfico intenso.

– De esto hace menos de veinte minutos.

La ayudó a pasar a un lado de la caja del camión y la bajó delicadamente al suelo.

– Será mejor que dejemos el camión y tomemos un taxi.

– Yo no puedo ir a ninguna parte oliendo de este manera -dijo sorprendida ella-. Y fíjate en ti. Estás ridículo. Llevas todo abierto por delante.

Pitt se encogió de hombros.

– Bueno, no me detendrán por escándalo público. Todavía llevo puestos los shorts.

– No podemos tomar un taxi -dijo desesperadamente ella-. No tenemos ni un peso cubano.

– La misión americana en la Embajada suiza cuidará de ello. ¿Sabes dónde está?

– La llaman Sección de Intereses Especiales. Cuba tiene algo parecido en Washington. El edificio tiene vistas al mar y está en una avenida llamada el Malecón.

– Nos ocultaremos hasta que sea de noche. Tal vez podamos encontrar una fuente donde puedas limpiarte. Velikov ordenará un registro a gran escala de la ciudad para encontrarnos. Probablemente tendrán vigilada la Embajada; por consiguiente, tendremos que encontrar la manera de deslizamos a hurtadillas en ella. ¿Te sientes lo bastante fuerte para echar a andar?

– ¿Sabes una cosa? -dijo ella, con una sonrisa de dolor-. Si me lo preguntas, te diré que estoy terriblemente fatigada.

65

Ira Hagen se apeó del avión y entró en la terminal del Aeropuerto José Martí. Se había preparado para una discusión acalorada con los oficiales de inmigración, pero éstos echaron simplemente un vistazo a su pasaporte diplomático y le dejaron pasar con un mínimo de formalidades. Al dirigirse al lugar de recogida de equipajes, un hombre con un traje de algodón a rayas le detuvo.

– ¿Señor Hagen?

– Sí, soy Hagen.

– Tom Clark, jefe de la Sección de Intereses Especiales. El propio Douglas Oates me informó de su llegada.

Hagen observó a Clark. El diplomático era un hombre atlético de unos treinta y cinco años, cara tostada por el sol, bigote a lo Errol Fly

– Supongo que no recibirá a muchos americanos aquí -dijo Hagen.

– Muy pocos desde que el presidente Reagan dejó la isla fuera del alcance de los turistas y de los hombres de negocios.

– Presumo que le habrán enterado de la razón de mi visita.

– Será mejor que esperemos a hablar de esto en el coche -dijo Clark, señalando con la cabeza a una mujer gorda y vulgar que estaba sentada cerca de ellos, con una pequeña maleta sobre la falda.

Hagen no necesitó que se lo dijesen para reconocer a una vigilante con un micro disimulado que registraba todas sus palabras.

Al cabo de casi una hora, pudo hacerse Hagen al fin con su maleta y se dirigieron al coche de Clark, un sedán Lincoln con chófer. Llovía ligeramente, pero Clark traía un paraguas. El conductor colocó la maleta en el portaequipajes, y se dirigieron a la Embajada suiza, donde se albergaba la Sección de Intereses Especiales de los Estados Unidos.

Hagen había pasado la luna de miel en Cuba, varios años antes de la revolución, y se encontró con que La Habana era casi la misma que él recordaba. Los colores pastel de los edificios estucados de las avenidas flanqueadas de palmeras parecían algo desvaídos pero poco cambiados. Era un viaje nostálgico. En las calles circulaban numerosos automóviles de los años cincuenta que le despertaban viejos recuerdos: Kaiser, Studebaker, Packard, Hudson e incluso un par de Edsel. Se mezclaban con los nuevos Fiat de Italia y Lada de Rusia.





La ciudad prosperaba, pero no con la pasión de los años de Batista. Los mendigos, las prostitutas y los tugurios habían desaparecido, sustituidos por la austera pobreza que era marca de fábrica de todos los países comunistas. El marxismo era una verruga en el recto de la humanidad, decidió Hage.

Se volvió a Clark.

– ¿Cuánto tiempo lleva usted en el servicio diplomático?

– Ninguno -respondió Clark-. Estoy en la compañía.

– La CÍA.

Clark asintió con la cabeza.

– Llámelo así si lo prefiere.

– ¿Por qué ha dicho aquello sobre Douglas Oates?

– Para que lo oyese la persona que estaba escuchando en el aeropuerto. Quien me informó de su misión fue Martin Brogan.

– ¿Qué se ha hecho para encontrar y desactivar el ingenio?

Clark sonrió tristemente.

– Puede llamarlo la bomba. Sin duda una bomba pequeña, pero lo bastante potente para arrasar la mitad de La Habana y provocar un incendio capaz de destruir todas las débiles casas y barracas de los suburbios. Y no, no la hemos encontrado. Tenemos un equipo secreto de veinte hombres registrando las zonas portuarias y los tres barcos en cuestión. Y no han encontrado nada. Igual podrían estar buscando una aguja en un pajar. Faltan menos de dieciocho horas para las ceremonias y el desfile. Se necesitaría un ejército de dos mil investigadores para encontrar la bomba a tiempo. Y para empeorar las cosas, nuestra pequeña tropa tiene que trabajar eludiendo las medidas de seguridad de los cubanos y los rusos. Tal como están las cosas, tengo que decir que la explosión es inevitable.

– Si puedo llegar hasta Castro y darle el aviso del presidente…

– Castro no quiere hablar con nadie -dijo Clark-. Nuestros agentes de más confianza en el Gobierno cubano, y tenemos cinco en encumbradas posiciones, no pueden establecer contacto con él. Lamento decirlo, pero la misión de usted es más desesperada que la mía.

– ¿Va a evacuar a su gente?

Se pintó una expresión de profunda tristeza en los ojos de Clark.

– No. Todos continuaremos aquí hasta el final.

Hagen guardó silencio mientras el coche salía del Malecón y cruzaba la entrada de lo que había sido la Embajada de los Estados Unidos y estaba ahora ocupada oficialmente por los suizos. Dos guardias con uniforme suizo abrieron la alta verja de hierro.

De pronto, sin previo aviso, un taxi siguió a la limusina y cruzó la verja antes de que los sorprendidos guardias pudiesen reaccionar y cerrarla. El taxi no se había parado aún cuando una mujer con uniforme de miliciano y un hombre vestido de harapos se apearon de él de un salto. Los guardias se recobraron rápidamente y se abalanzaron contra el desconocido, que adoptó una posición medio de boxeo y medio de judo. Se detuvieron, tratando de desenfundar sus pistolas. Aquel momento de indecisión fue suficiente para que la mujer abriese la puerta de atrás del Lincoln y subiese a él.

– ¿Son americanos o suizos? -preguntó.

– Americanos -respondió Clark, tan pasmado por el repugnante olor que emanaba de ella como por su brusca aparición-. ¿Qué es lo que quiere?

Su respuesta ftie totalmente inesperada. Empezó a reír histéricamente.

– Americanos o suizos. Dios mío, debió parecer que iba a pedirles un queso.

Por fin despertó el chófer, saltó del automóvil y la agarró de la cintura.

– ¡Espere! -ordenó Hagen, reparando en las contusiones de la cara de la mujer-. ¿Qué sucede?

– Soy americana -farfulló ella, recobrando un poco de su aplomo-. Me llamo Jessie LeBaron. Por favor, ayúdenme.

– ¡Santo Dios! -murmuró Hagen-. No será la esposa de Raymond LeBaron.

– Sí. Sí, lo soy -Señaló frenéticamente hacia la pelea que se había entablado en el paseo de la Embajada-. Deténganles. El es Dirk Pitt, director de proyectos especiales de la AMSN.

– Yo cuidaré de esto -dijo Clark.

Pero cuando pudo intervenir Clark, Pitt ya había tumbado a uno de los guardias y estaba luchando con el otro. El taxista cubano saltaba desaforadamente, agitando los brazos y reclamando el importe de la carrera. Varios policías de paisano aumentaron la confusión, apareciendo de improviso en la calle delante de la verja cerrada y pidiendo que Pitt y Jessie les fuesen entregados. Clark hizo caso omiso de la policía, detuvo la pelea y pagó al chofer. Después condujo a Pitt al Lincoln.

– ¿De dónde diablos viene? -preguntó Hagen-. El presidente creía que estaba muerto o en la cárcel…

– ¡Dejemos ahora esto! -le interrumpió Clark-. Será mejor que nos perdamos de vista antes de que los policías se olviden de la inmunidad de la Embajada y se pongan violentos.

Empujó rápidamente a todos dentro de la casa y por un pasillo que conducía a la sección americana del edificio. Pitt fue llevado a una habitación desocupada, donde podría tomar una ducha y afeitarse. Un miembro del personal que era aproximadamente de su talla le prestó alguna ropa. El uniforme de Jessie fue quemado con la basura, y ella tomó agradecida un baño para quitarse el mal olor del estiércol. Un médico de la embajada suiza la reconoció minuciosamente y curó sus cortes y contusiones. Prescribió una comida saludable y le ordenó que descansara unas horas antes de ser interrogada por los oficiales de la Sección de Intereses Especiales.