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Quinta parte

60

6 de noviembre de 1989

Costa Norte de Cuba

Pitt y Jessie esquivaron una lancha patrullera cubana y se hallaban a mil metros de la costa de Cuba cuando acabó de descargarse la batería del Dasher. Quitaron los tapones de los flotadores y se alejaron nadando mientras la pequeña embarcación deportiva se hundía hasta el fondo del mar. Las botas de campaña eran muy ajustadas y dejaban entrar poca agua en su interior; por consiguiente, se las dejaron puestas, conscientes de que serían esenciales cuando pisasen tierra.

El agua era agradablemente tibia y las olas permanecían bajas. La media luna de la mañana temprana se deslizaba sobre el horizonte dos horas antes de que saliese el sol. Bajo aquella luz, Pitt podía fácilmente no perder de vista a Jessie. Ésta tosió como si hubiese tragado un poco de agua, pero parecía nadar sin esfuerzo.

– ¿Qué tal nadas de espalda? -preguntó él.

– Bien. -Ella espurrió y escupió durante un momento, y dijo-: quedé tercera en un campeonato escolar del Estado.

– ¿Qué Estado?

– Wyoming.

– No sabía que en Wyoming hubiese piscinas.

– Eres muy gracioso.

– La marea nos favorece; debemos darnos prisa antes de que cambie.

– Pronto será de día -dijo ella.

– Mayor motivo para que lleguemos a tierra y busquemos donde refugiarnos.

– ¿Qué me dices de los tiburones?

– Nunca desayunan antes de las seis- dijo él, con impaciencia-. Vamos, basta de charla.

Empezaron a nadar de espalda, echando atrás los brazos y pataleando. La marea creciente les empujaba a casi un nudo de velocidad y hacían un buen crono. Jessie era buena nadadora. Seguía el ritmo de Pitt y se mantenía a su lado. Él se maravilló de su resistencia después de todo lo que había tenido que sufrir durante los últimos seis días y la compadeció por los dolores y la fatiga que sabía que estaba padeciendo. Pero no podía permitir ahora que aflojase; no hasta que llegasen a la costa y encontrasen un poco de seguridad.

Ella no le había explicado la razón por la que le obligaba a dirigirse a Cuba, y Pitt no se la había preguntado. No tenía que ser clarividente para saber que ella tenía un propósito definido en su mente, capaz de llevarla hasta la locura. Podía haberla desarmado volcando el Dasher en un rápido viraje al descender de una ola, y estaba bastante seguro de que Jessie no habría apretado el gatillo si él se hubiese negado a obedecerla.

Pero, para Pitt, era una cosa normal. «Con poco o mucho dinero, es el amor lo que mueve el mundo.» Sólo que él no estaba enamorado; atraído, sí, pero no encalabrinado. La curiosidad pesaba más que cualquier impulso pasional. Nunca podía resistir la tentación de asomarse a la puerta de lo desconocido. Y además estaba el señuelo del tesoro de La Dorada. La pista que le había dado LeBaron era muy vaga, pero la estatua tenía que estar en algún lugar de Cuba. La única pega era que fácilmente podrían matarle.

Pitt se detuvo y se sumergió, tocando fondo a una profundidad que calculó sería de tres metros. Volvió a subir y accidentalmente rozó una de las piernas de Jessie al emerger. Ella chilló, creyendo que era atacada por una criatura grande de aleta triangular, ojos ciegos y una boca que sólo un dentista podría apreciar.

– ¡Silencio! -dijo él-. O pondrás sobre aviso a todas las patrullas a millas de distancia.

– ¡Dios mío, eras tú! -gruñó ella, asustada.

– Habla bajo -murmuró él a su oído-. El sonido se transmite con mucha claridad sobre el agua. Descansaremos un rato y observaremos por si hay alguna señal de actividad.

Ella no le respondió; le tocó ligeramente un hombro en señal de asentimiento. Patalearon en el agua durante varios minutos, mirando en la oscuridad. La pálida luz de la luna iluminaba suavemente la costa de Cuba, la estrecha franja de arena blanca y las oscuras sombras que se alzaban detrás. A unas dos millas a su derecha pudieron ver luces de coches que circulaban por una carretera próxima a la costa. Cinco millas más allá, un resplandor incandescente revelaba la posición de una pequeña ciudad portuaria.

Pitt no podía detectar ningún indicio de movimiento. Señaló hacia delante y empezó a nadar de nuevo, ahora en braza para poder ver lo que tenía delante. Alturas y formas, ángulos y contornos, se convirtieron en nebulosas siluetas al acercarse ellos. Cincuenta metros más adelante, Pitt bajó los pies y tocó arena. Se levantó y el agua le llegó al pecho.

– Puedes ponerte en pie -dijo en voz baja.

Hubo una pausa momentánea; después, Jessie dijo con voz cansada:

– Gracias a Dios. Los brazos me pesaban como el plomo.

– En cuanto lleguemos cerca de la orilla, tiéndete y no te muevas. Yo exploraré los alrededores.

– Ten cuidado, por favor.

– No te preocupes -dijo él, con una amplia sonrisa-. Estoy empezando a pillarle el truco a esto. Es la segunda playa enemiga en la que he desembarcado esta noche.

– ¿Es que nunca hablarás en serio?

– Cuando la ocasión lo exija, sí. Como ahora, por ejemplo. Dame la pistola.

Ella vaciló.





– Creo que la he perdido.

– ¿Lo crees?

– Cuando nos metimos en el agua…

– La tiraste.

– La tiré -repitió inocentemente ella, contra su voluntad.

– No sabes lo divertido que es trabajar contigo -dijo Pitt, desesperado.

Nadaron en silencio el poco trecho que les quedaba, hasta que las pequeñas olas acabaron de romper y la profundidad del agua fue de unos pocos centímetros. Pitt indicó a Jessie, con un ademán, que no se levantase. Permaneció tendido e inmóvil durante un minuto, y después se levantó súbitamente sin decir palabra, corrió sobre la arena y desapareció en las sombras.

Jessie se esforzó en no adormilarse. Tenía todo el cuerpo entumecido por el cansancio, y se dio cuenta, con alivio, de que el dolor de las magulladuras causadas por las manos de Foss Gly se estaba mitigando. El suave chapoteo del agua contra su cuerpo ligeramente vestido la relajaba como un sedante.

Y entonces se quedó helada, clavando los dedos en la arena mojada y sintiendo el corazón en la garganta.

Uno de los arbustos se había movido. Después, tal vez a unos doce metros de distancia, una forma oscura se destacó de las sombras circundantes y avanzó a lo largo de la playa, exactamente por encima de la línea marcada por el mar.

No era Pitt.

La pálida luz de la luna reveló una figura uniformada y armada de un fusil. Jessie yació paralizada, claramente consciente de su absoluta impotencia. Apretó el cuerpo contra la arena y se deslizó lentamente hacia atrás, entrando en aguas más profundas, centímetro a centímetro.

Se encogió en un vano intento de hacerse más pequeña cuando de pronto la luz de una linterna brilló en la oscuridad y resiguió la playa sobre la rompiente. El centinela cubano dirigía la luz hacia atrás y hacia delante, mientras andaba en su dirección, examinando atentamente el suelo. Con aterrorizada certidumbre, se dio cuenta Jessie de que estaba siguiendo huellas de pisadas. Súbitamente, sintió cólera contra Pitt por dejarla sola y por dejar unas huellas que conducían directamente a ella.

El cubano se acercó a diez metros y habría visto el perfil superior de su cuerpo si se hubiese vuelto un poco en su dirección. El rayo de luz se detuvo y se mantuvo fijo, enfocando las huellas dejadas por Pitt en su carrera a través de la playa. Eí guardia giró hacia la derecha y se agachó, apuntando con la linterna a los matorrales aledaños. Entonces, inexplicablemente, dio media vuelta a la izquierda y el rayo de luz alcanzó de lleno a Jessie, cegándola.

Durante un segundo, el cubano se quedó como pasmado; después asió con la mano libre el cañón del fusil ametrallador que llevaba colgado del hombro y apuntó directamente a Jessie. Demasiado aterrorizada para hablar, ella cerró los ojos, como si con esta sencilla acción pudiese librarse del horror y del impacto de las balas.

Oyó un golpe sordo, seguido de un gemido convulsivo. No hubo disparos. Solamente un extraño silencio. Entonces tuvo la impresión de que la luz se había apagado. Abrió los ojos y vio vagamente un par de piernas hundidas hasta el tobillo en el agua, y entre ellas percibió el cuerpo del cubano, tendido sobre la arena.

Pitt alargó los brazos y puso a Jessie suavemente en pie. Le alisó los chorreantes cabellos y dijo:

– Parece que no puedo volver la espalda un minuto sin que te encuentres en dificultades.

– Me creí muerta -dijo ella, y los latidos de su corazón empezaron a calmarse.

– Debes de haber pensado lo mismo al menos una docena de veces desde que salimos de Key West.

– Se tarda un poco en acostumbrarse al miedo a la muerte.

Pitt levantó la linterna del cubano, la encendió haciendo pantalla con la mano y empezó a despojarle de su uniforme.

– Afortunadamente, es un tunante bajito, aproximadamente de tu estatura. Tus pies nadarán probablemente en sus botas, pero es mejor que pequen de grandes que de pequeñas.

– ¿Está muerto?

– Sólo tiene un pequeño chichón en la cabeza, producido por una piedra. Volverá en sí dentro de unas horas.

Ella frunció la nariz al tomar el uniforme de campaña que le arrojó Pitt.

– Creo que no se ha bañado nunca.

– Lávalo en el mar y póntelo mojado -dijo vivamente él-. Y de prisa. No es momento de andarse con remilgos. El centinela del puesto siguiente se estará preguntando por qué no se ha presentado. Su relevo y el sargento de guardia no tardarán en llegar.

Cinco minutos después, Jessie llevaba un empapado uniforme de patrullero cubano. Pitt tenía razón; las botas le estaban dos números grandes. Se recogió los mojados cabellos y los cubrió con la gorra. Se volvió y miró a Pitt que salía de entre los árboles y arbustos, llevando el fusil del cubano y una hoja de palmera.

– ¿Qué has hecho de él?

– Le he metido entre unos matorrales -dijo Pitt, en tono apremiante.

Señaló a un rayito de luz a un cuarto de milla playa abajo.

– Vienen. No es hora de juegos. Marchémonos de aquí.

La empujó rudamente hacia los árboles y la siguió, caminando de espaldas y borrando las pisadas con la hoja de palmera. Después de casi setenta metros, tiró la hoja y corrieron a través de la jungla, apartándose lo más posible de los guardias y de la playa antes de que amaneciese.