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No podía aceptar su mala suerte, ni que el destino le hubiese elegido para el papel de verdugo. Maldijo en voz baja a los políticos que tomaban decisiones militares y que le habían puesto en esta situación.

– Repita, Fox Uno. Su transmisión fue confusa.

– Nada, control. No he dicho nada.

– ¿A qué se debe su demora? -preguntó el general Post-. Empiece inmediatamente el ataque.

Hollyman alargó los dedos sobre el botón de fuego.

– Que Dios me perdone -murmuró.

De pronto, los dígitos en su instrumento de seguimiento empezaron a cambiar. Los estudió brevemente, atraído por la curiosidad. Después miró hacia la nave espacial. Parecía oscilar.

– ¡Control de Colorado! -gritó por el micrófono-. Aquí Fox Uno. El Gettysburg ha cambiando de rumbo. ¿Me oyen? El Gettysburg ha torcido a la izquierda y se dirige hacia el norte.

– Le oímos, Fox Uno -respondió Post, con ostensible alivio en su voz-. También nosotros hemos registrado el cambio de rumbo. Tome posiciones y manténgase cerca de la lanzadera. Esos hombres van a necesitar todo el apoyo moral que se les pueda prestar.

– Con mucho gusto -dijo entusiasmado Hollyman-. Con mucho gusto.

Un manto de silencio envolvía la sala de control del Centro Espacial Johnson. Ignorantes del drama casi fatal representado por la Fuerza Aérea, el equipo de tierra de cuatro controladores y un grupo creciente de científicos y administradores de la NASA estaban sumidos en un purgatorio de pesimismo. Su red de seguimiento reveló el súbito giro de la lanzadera hacia el norte, pero podía indicar simplemente una vuelta o un giro en S como preparación para el aterrizaje.

Entonces, con sorprendente brusquedad, la voz de Jurgens rompió el silencio.

– Houston, aquí Gettysburg. ¿Me oyen? Cambio.

La sala de control estalló en un estruendo de aclamaciones y aplausos. Merv Foley reaccionó rápidamente y respondió:

– Sí, Gettysburg. Bienvenido al redil.

– ¿Estoy hablando con el verdadero Merv Foley?

– Si somos dos, espero que pillen al otro antes de que firme con mi nombre un montón de cheques.

– Eres Foley, desde luego.

– ¿Cuál es su situación, Dave? Cambio.

– ¿Me están siguiendo?

– Todos los sistemas han funcionado, salvo las comunicaciones y el control de dirección, desde que salieron de la estación espacial.

– Entonces ya saben que nuestra altitud es de quince mil metros, y la velocidad, de mil seiscientos kilómetros por hora. Vamos a tratar de aterrizar en la Estación Aeronaval de Key West. Cambio.

Foley miró a Irwin Mitchell, tenso el semblante.

Mitchell asintió con la cabeza y dio un golpecito en el hombro de Foley.

– Detengamos cualquier otra maniobra y traigamos a esos muchachos a casa.

– Está a más de seiscientos kilómetros -dijo desesperadamente Foley-. Nos las habemos con una nave de cien toneladas que desciende tres mil metros por minuto con una inclinación siete veces mayor que la de un avión comercial. Nunca lo conseguiremos.

– Nunca digas nunca -replicó Mitchell-. Ahora diles que ponemos manos a la obra. Y procura parecer animado.

– ¿Animado? -Foley tardó unos segundos en sobreponerse y después apretó el botón de transmisión-. Está bien, Dave, vamos a resolver el problema y traerles a Key West. ¿Están en TAEM? Cambio.

– Sí. Estamos haciendo todo lo posible por conservar la altura. Tendremos que cambiar el sistema normal de acercamiento para extender nuestro alcance. Cambio.

– Comprendido. Todas las unidades aéreas y marítimas de la zona están siendo puestas en estado de alerta.

– No sería mala idea hacer que la Marina supiese que estamos llegando para tomar el desayuno.

– Lo haremos -dijo Foley-. No corte.

Apretó un botón y aparecieron los datos de seguimiento en la pantalla de su consola. El Gettysburg descendía a menos de doce mil metros y todavía tenía que volar ciento cincuenta kilómetros.

Mitchell contempló la imagen de la trayectoria en la pantalla gigante de la pared. Se puso el auricular y llamó a Jurgens.

– Dave, soy Irwin Mitchell. Vuelva a la dirección automática. ¿Me ha oído? Cambio.

– Lo he oído. Irv, pero no me gusta.

– Será mejor que los ordenadores dirijan esta fase del acercamiento. Podrá volver al mando manual quince kilómetros antes de aterrizar.

– Bien. Cierro.

Foley miró, expectante, a Mitchell.

– ¿Están muy cerca? -fue todo lo que preguntó.

– A un tiro de piedra -dijo Mitchell, respirando hondo.

– ¿Podrán conseguirlo?





– Si el viento sigue como ahora, tienen una pequeña posibilidad. Pero si aumenta a veinte nudos, están listos.

No se sentía miedo en la cabina del Gettysburg. No había tiempo para esto. Jurgens seguía atentamente la trayectoria de descenso en las pantallas del ordenador. Abría y cerraba los dedos como un pianista antes del concierto, esperando ansiosamente el momento en que tomaría el mando manual para las últimas maniobras del aterrizaje.

– Tenemos un acompañante -dijo Burkhart.

Por primera vez, Jurgens desvió la mirada de los instrumentos y miró por la ventanilla. Pudo distinguir a duras penas un caza F-15 que volaba a su lado a una distancia de unos doscientos metros. Mientras lo observaba, el piloto encendió las luces de navegación e hizo oscilar las alas del aparato. Otros dos aviones en formación siguieron su ejemplo. Jurgens volvió a ajustar la radio a una frecuencia militar.

– ¿De dónde vienen, muchachos?

– Estábamos dando una vuelta por el barrio en busca de alguna chica y vimos su máquina volante. ¿Podemos ayudarles? Cambio.

– ¿Tienen un cable para remolcarnos? Cambio.

– Se nos han acabado.

– De todos modos, gracias por la compañía.

Jurgens sintió un ligero alivio. Si no llegaban a Key West y tenían que caer al agua, al menos los cazas podrían permanecer en el lugar y guiar a los que viniesen a auxiliarles. Volvió de nuevo a fijar su atención en los indicadores de vuelo y se preguntó distraídamente por qué no le había puesto Houston en comunicación con la Estación Aeronaval de Key West.

– ¿Qué diablos es eso de que Key West está cerrado? -gritó Mitchell a un pálido ingeniero que estaba a su lado y sostenía un teléfono. Y sin esperar respuesta, agarró el auricular-. ¿Con quién hablo? -preguntó.

– Soy el capitán de corbeta Redfern.

– ¿Se da cuenta de la gravedad de la situación?

– Nos la han explicado, señor, pero nada podemos hacer Esta tarde una camión cisterna ha chocado contra nuestras líneas de energía eléctrica y todo el campo ha quedado inmediatamente a oscuras.

– ¿Y sus generadores de emergencia?

– El motor Diesel que los activa funcionó bien durante seis horas y después falló por un problema mecánico. Ahora están trabajando en esto y volverá a funcionar dentro de una hora.

– Demasiado tarde -gritó Mitchell-. El Gettysburg llegará dentro de dos minutos. ¿Cómo pueden guiarle en la maniobra de aterrizaje?

– No podemos hacerlo -respondió el capitán-. Todo nuestro equipo está inutilizado.

– Entonces iluminen la pista con los faros de los coches y los camiones, con cualquier cosa de que dispongan.

– Haremos todo lo que podamos, señor; pero no será mucho, con sólo cuatro hombres de servicio a esta hora de la madrugada. Lo siento.

– No es usted el único que lo siente -gruñó Mitchell, y colgó el teléfono de golpe.

– Ahora, ya tendríamos que ver la pista -dijo Burkhart, con inquietud-. Veo las luces de la ciudad de Key West, pero ni señales de la estación aeronaval.

Por primera vez, aparecieron unas gotitas de sudor en la frente de Jurgens.

– Es muy extraño que no nos hayan dicho nada las torres de control.

En aquel momento, oyeron la voz tensa de Mitchell.

– Gettysburg, la estación de Key West ha sufrido una avería en la instalación eléctrica. Procurarán iluminar la pista con vehículos. Aconsejamos que se acerque desde el este y aterrice en dirección oeste. La pista tiene una longitud de dos mil metros. Si la sobrepasan, irán a parar a un parque de recreo. ¿Entendido? Cambio.

– Sí, Control. Entendido.

– Vemos que está a cuatro mil metros, Dave. Velocidad, seiscientos kilómetros por hora. Un minuto y diez segundos, y nueve kilómetros, para el aterrizaje. Tome el mando manual. Cambio.

– Bien, paso al mando manual.

– ¿Puede ver la pista?

– Todavía no veo nada.

– Disculpe la interrupción, Gettysburg. -Era Hollyman, empleando la frecuencia de la NASA-. Pero creo que mis muchachos y yo podemos hacer de guías a su trineo. Pasaremos delante y alumbraremos el camino.

– Muchas gracias, amiguito -dijo, agradecido, Jurgens.

Observó como los F-15 le adelantaban, bajaban el morro y apuntaban en dirección a Key West. Se pusieron en línea, como jugando a seguir al jefe, y encendieron las luces de aterrizaje. AI principio, los brillantes rayos solamente se reflejaron en el agua; pero después iluminaron unas salinas y luego la pista de la estación aeronaval.

– Gettysburg, sólo está a cien metros por debajo del mínimo -dijo Foley.

– Si subo un centímetro más, se calará.

La pista pareció tardar una eternidad en hacerse más ancha. La lanzadera estaba sólo a seis kilómetros, pero parecían cien. Jurgens creyó que podría conseguirlo. Era preciso. Puso en acción a todas las células de su cerebro, para que el Gettysburg se mantuviera en el aire.

– Velocidad quinientos kilómetros, altitud seiscientos metros, cinco kilómetros hasta la pista -informó Burkhart, con voz ligeramente ronca.

Jurgens pudo ver ahora las luces de los vehículos de los servicios de socorro y contra incendios. Los cazas volaban sobre él, iluminando la pista de hormigón de dos mil metros de longitud por sesenta de anchura.

La lanzadera descendía rápidamente. Jurgens la retenía lo más que podía. Las luces de aterrizaje brillaron sobre la línea de la costa, a no más de treinta metros debajo de él. Esperó hasta el último segundo y desplegó el tren de aterrizaje. Una maniobra normal de aterrizaje exigía que las ruedas tocasen el suelo a novecientos metros del principio de la pista, pero Jurgens contuvo el aliento, confiando, contra toda esperanza, en alcanzar el hormigón.

La salina fue iluminada por los brillantes rayos y se perdió en la oscuridad. Burkhart se agarró a los brazos del sillón y recitó los números decrecientes: