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– No podremos ver gran cosa de los pantanos de Florida en este aterrizaje.

– Cuando has visto un caimán, los has visto todos -fue la lacónica respuesta de Burkhart.

– ¿Están cómodos todos nuestros viajeros?

– Como sardinas en una lata.

– ¿Programados los ordenadores para el regreso?

– Están a punto.

Jurgens observó brevemente las tres pantallas de TV en el centro del panel principal. Una daba la condición de todos los sistemas mecánicos, mientras que las otras dos daban datos sobre el control de trayectoria y de dirección. Él y Burkhart empezaron a repasar la lista de procedimientos para salir de órbita y entrar en la atmósfera.

– Cuando ustedes quieran, Houston.

– Muy bien, Don -respondió el control de tierra-. Prepárese para salir de órbita.

– Ojos que no ven, mente que no recuerda -dijo Jurgens-. ¿Ha oído esto?

– No le comprendo, repita.

– Cuando salí de la Tierra, me llamaba Dave.

– Lo siento, Dave.

– ¿Con quién estoy hablando? -preguntó Jurgens, despertada su curiosidad.

– Con Merv Foley. ¿No reconoce mis resonantes sonidos vocales?

– Después de todas nuestras brillantes conversaciones, ha olvidado mi nombre. ¡Qué vergüenza!

– Un lapsus linguae -dijo la voz familiar de Foley-. ¿Interrumpimos la charla y volvemos a lo que importa?

– Lo que ustedes digan, Houston. -Jurgens apretó brevemente el botón del intercomunicador-. ¿Listos para volver a casa, señor Steinmetz?

– Todos esperamos con ilusión este viaje -respondió Steinmetz con alegría.

En los compartimientos espartanos de debajo de la cubierta y de la cabina de los pilotos, los especialistas de la lanzadera y los colonos de Jersey ocupaban por entero el espacio disponible. Detrás de ellos, el compartimiento de veinte metros de longitud destinado a la carga estaba lleno en sus dos terceras partes de archivos de datos, muestras geológicas y cajas conteniendo los resultados de más de mil experimentos médicos y químicos: el tesoro acumulado por los colonos y que los científicos tardarían dos decenios en analizar del todo. También estaba allí el cadáver del doctor Kurt Perry.

El Gettysburg viajaba por el espacio de espaldas y boca abajo a más de 15.000 nudos por hora. Los pequeños motores a reacción fueron encendidos y sacaron de su órbita a la nave, mientras unos propulsores elevaron el morro del aparato para que el casco aislado pudiese absorber el rozamiento de reentrada en la atmósfera. Sobre Australia, dos motores secundarios se encendieron brevemente para reducir la velocidad en órbita, que era de veinticinco veces la del sonido. Veinte minutos más tarde, entraron en la atmósfera poco antes de llegar sobre Hawai.

Al hacerse más densa la atmósfera, el calor hizo que el casco del Gettysburg adquiriese un vivo color anaranjado. Los propulsores perdieron su efectividad y los alerones y el timón empezaron a atrapar el aire más pesado. Los ordenadores controlaban todo el vuelo. Jurgens y Burkhart tenían poco que hacer, salvo observar los datos de TV y los indicadores de sistemas.

De pronto, sonó una nota de advertencia en sus auriculares y se encendió una luz de alarma. Jurgens reaccionó rápidamente, pulsando el teclado de un ordenador para pedir detalles del problema, mientras Burkhart informaba al control de tierra.

– Houston, tenemos una luz de alarma.

– Aquí no vemos nada de eso, Gettysburg. Todos los sistemas parecen funcionar perfectamente.

– Pero algo pasa, Houston -insistió Burkhart.

– Sólo puede ser un error de ordenador.

– No. Los tres ordenadores de navegación y de dirección coinciden todos.

– Ya lo tengo -dijo Jurgens-. Estamos sufriendo un error de rumbo.

La voz tranquila del Centro Espacial Johnson replicó:

– No se preocupe, Dave. Siguen el rumbo correcto. ¿Me oye?

– Le oigo, Foley, pero espere un momento a que consulte al ordenador de comprobación.

– Si esto le hace feliz, hágalo. Pero todos los sistemas funcionan perfectamente.

Jurgens hizo una pregunta sobre datos de navegación al ordenador. Menos de treinta segundos más tarde, llamó a Houston.

– Algo anda mal, Merv. Incluso el ordenador de comprobación muestra que nos dirigimos a cuatrocientas millas al sur y cincuenta al este de Cañaveral.

– Confíe en mí, Dave -dijo Foley cansado-. Todas las estaciones de seguimiento muestran que sigue el rumbo debido.

Jurgens miró por la ventanilla de su lado y solamente vio oscuridad debajo. Apagó su radio y se volvió a Burkhart.

– Me importa un bledo lo que dice Houston. Estamos fuera del rumbo previsto. Sólo hay agua debajo de nosotros, cuando deberíamos ver luces en la península de Baja California.

– No lo entiendo -dijo Burkhart, revolviéndose inquieto en su sillón-. ¿Qué pretenderán?

– Estaremos preparados para tomar el control manual. Si no supiese que es imposible, juraría que Houston nos está enviando a Cuba.

– Está viniendo como una cometa a la que se tira de la cuerda -dijo Maisky, con expresión lobuna. Velikov asintió con la cabeza.

– Tres minutos más y el Gettysburg ya no podrá volver atrás.

– ¿Volver atrás? -repitió Maisky.

– Dar media vuelta y aterrizar en la pista del Centro Especial Ke

Maisky se frotó las palmas con nerviosa anticipación.

– Una nave espacial americana en manos soviéticas. Será la operación secreta más grande del siglo.





– Washington pondrá el grito en el cielo como un pueblo de vírgenes violadas, exigiendo su devolución.

– Le devolveremos su supermáquina de mil millones de dólares. Pero no antes de que nuestros ingenieros del espacio la hayan estudiado minuciosamente.

– Y está además el tesoro de información de sus colonos en la Luna -le recordó Velikov.

– Una hazaña increíble, general. Se habrá ganado usted la Orden de Lenin.

– Todavía no sabemos cómo acabará la cosa, camarada Maisky. No podemos predecir la reacción del presidente.

Maisky se encogió de hombros.

– Tendrá atadas las manos si le ofrecemos negociar. A mi entender, los cubanos son nuestro único problema.

– No se preocupe. El coronel general Kolchak ha colocado una barrera de mil quinientos soldados soviéticos alrededor de la pista de Santa Clara. Y, como nuestros consejeros están al mando de las defensas aéreas de Cuba, la nave espacial tendrá libre el camino para aterrizar.

– Entonces podemos decir que ya está en nuestras manos.

Velikov asintió con la cabeza.

– Creo que podemos decirlo con toda seguridad.

El presidente estaba sentado tras su mesa del Salón Oval envuelto en un albornoz, con la cabeza baja y los codos apoyados en los brazos del sillón. Su semblante macilento denotaba cansancio.

Levantó bruscamente la cabeza y dijo:

– ¿Está seguro de que Houston no puede establecer contacto con el Gettysburg?

Martin Brogan asintió.

– Así lo afirma Irwin Mitchell, de la NASA. Sus señales son anuladas por una interferencia exterior.

– ¿Está Jess Simmons en el Pentágono?

– Tenemos una línea directa con él -respondió Dan Fawcett.

El presidente vaciló y, cuando habló, lo hizo en un murmullo.

– Entonces será mejor que le diga que ordene a los pilotos de los aviones de combate que estén alerta.

Fawcett asintió gravemente con la cabeza y descolgó el teléfono.

– ¿Alguna noticia de su gente, Martin?

– Lo último que sabemos es que desembarcaron en la playa -dijo Brogan, desalentado-. Aparte de esto, nada.

El presidente sintió el peso de la desesperación.

– ¡Dios mío, estamos atrapados en el limbo!

Sonó uno de los cuatro teléfonos y Fawcett respondió a la llamada.

– Sí, sí, está aquí. Sí, se lo diré. -Volvió a colgar, con expresión sombría-. Era Irwin Mitchell. El Gettysburg se ha desviado demasiado hacia el sur para poder aterrizar en Cabo Cañaveral.

– Todavía podría caer en el agua -dijo Brogan, sin entusiasmo.

– Siempre que pueda ser avisado a tiempo -añadió Fawcett.

El presidente sacudió la cabeza.

– Sería inútil. Su velocidad de aterrizaje es de más de trescientos kilómetros por hora. Se haría pedazos.

Los otros guardaron silencio, buscando las palabras adecuadas. El presidente se volvió en su sillón de cara a la ventana, con corazón angustiado.

Al cabo de unos momentos, se volvió de nuevo a los hombres que estaban de pie alrededor de su mesa.

– Que Dios me perdone por firmar la sentencia de muerte de todos esos valientes.

55

Pitt bajó al sótano y echó a correr por el pasillo a toda velocidad. Hizo girar el tirador y abrió la puerta de la celda de Giordino y Gu

La pequeña habitación estaba vacía.

El ruido le delató. Un guardia dobló la esquina de un pasillo lateral y miró pasmado a Pitt. Esta vacilación de una fracción de segundo le costó cara. Mientras levantaba el cañón de su arma, el bate de béisbol le alcanzó en un lado de la cabeza. Pitt le agarró de la cintura antes de que cayese al suelo y le arrastró al interior de una celda próxima. Le arrojó sobre una cama y, al mirarle a la cara, vio que era el joven ruso que le había acompañado al despacho de Velikov. El muchacho respiraba normalmente, y Pitt pensó que sólo estaba conmocionado.

– Estás de suerte, jovencito. Nunca he disparado contra alguien de menos de veintiún años.

Quintana apareció en el pasillo en el momento en que Pitt cerraba la puerta de la celda y echaba a correr de nuevo. Éste ya no trataba de ocultar su presencia. Habría recibido de buen grado la oportunidad de romperle la cabeza a otro guardia. Llegó a la puerta de la celda de Jessie y le abrió de una patada.

Tampoco ella estaba allí.

Sintió que le embargaba un miedo atroz. Siguió corriendo por los pasillos hasta llegar a la habitación número seis. Nada había en ella, salvo el hedor de las torturas.

El miedo fue sustituido por un frío e incontenible furor. Pitt se convirtió en otra persona, un hombre sin conciencia ni normas morales, incapaz de controlar sus emociones; un hombre para quien el peligro era simplemente una fuerza que había que ignorar. El miedo a la muerte había dejado totalmente de existir.

Quintana alcanzó a Pitt y le agarró de un brazo.

– ¡Maldito seas, vuelve a la playa! Conoces las órdenes…