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La inesperada revelación pilló desprevenido a Pitt, que tardó unos momentos en volver al grano.

– ¿Fue el tesoro el móvil del crimen? -preguntó suavemente.

– No. El móvil fui yo -dijo ella, sacudiendo la cabeza.

Pitt no replicó; esperó en silencio.

– Cosas que ocurren -empezó a decir ella en un murmullo-. Entonces yo era joven y bonita. ¿Puede usted creer que antaño fui bonita, señor Pitt?

– Todavía lo es, y mucho.

– Creo que necesita gafas, pero gracias por el cumplido.

– También tiene una mente muy despierta.

Ella señaló hacia el edificio principal.

– ¿Le han dicho que estaba un poco majareta?

– La recepcionista insinuó que no estaba del todo en sus cabales.

– Una pequeña comedia que me gusta representar. Así todo el mundo hace conjeturas. -Sus ojos centellearon brevemente y después adquirieron una expresión remota-. Hans era un hombre bueno que tenía diecisiete años más que yo. Mi amor por él estaba mezclado de compasión, debido a su cuerpo lisiado. Llevábamos unos tres años de casados cuando una noche trajo a Raymond a cenar a casa. Los tres nos hicimos pronto buenos amigos, y los hombres formaron una sociedad para recuperar objetos de barcos naufragados y venderlos a anticuarios o coleccionistas. Ray era guapo y apuesto en aquellos días, y no pasó mucho tiempo antes de que tuviésemos una aventura. -Vaciló y miró fijamente a Pitt-. ¿Ha estado alguna vez profundamente enamorado de dos mujeres al mismo tiempo, señor Pitt?

– No he tenido esa experiencia.

– Lo más raro es que no me sentía culpable. Engañar a Hans se convirtió en un juego excitante. No es que yo fuese una persona falsa. Es que nunca había mentido a ningún ser querido y el remordimiento no cabía en mi cabeza. Ahora doy gracias a Dios de que Hans no se enterase antes de morir.

– ¿Puede decirme algo sobre el tesoro de La Dorada?

– Después de graduarse en Stanford, Ray pasó un par de años explorando las selvas del Brasil, en busca de oro. Un topógrafo norteamericano fue el primero que le habló de La Dorada. No recuerdo los detalles, pero él había estado seguro de que estaba a bordo del Cyclops cuando desapareció. Él y Hans pasaron dos años rastreando las aguas del Caribe con cierto instrumento que detectaba el hierro. Por último, encontraron el barco naufragado. Ray pidió prestado algún dinero a su madre para comprar equipos de buzo y una pequeña embarcación de salvamento. Navegó hacia Cuba para instalar una base de operaciones, mientras Hans terminaba un trabajo en Nueva Jersey.

– ¿Recibió usted alguna carta o llamada telefónica de Hans, después de que embarcara en el Monterrey?

– Me llamó una vez desde Cuba. Lo único que me dijo fue que Ray y él se dirigirían al lugar del naufragio el día siguiente. Dos semanas más tarde, volvió Ray y me dijo que Hans había muerto de la enfermedad de los buzos y estaba sepultado en el mar.

– ¿Y el tesoro?

– Ray lo describió como una enorme estatua de oro -respondió ella-. De alguna manera, la subió a la embarcación de salvamento y la llevó a Cuba.

Pitt se estiró y se arrodilló de nuevo al lado de Hilda.

– Es raro que no trajese la estatua a los Estados Unidos.

– Temía que Brasil, Florida, el Gobierno Federal, otros buscadores de tesoros o arqueólogos marinos confiscaran o reclamasen judicialmente La Dorada y, en definitiva, no dejasen nada para él. Naturalmente, estaba además el fisco. Ray no estaba dispuesto a pagar millones de dólares en impuestos, si podía evitarlo. Por consiguiente, no habló a nadie, salvo a mí, de su descubrimiento.

– ¿Y qué fue del tesoro?

– Ray extrajo el gigantesco rubí que era el corazón de la estatua, lo cortó en pequeños pedazos y lo vendió poco a poco.

– Y ése fue el principio del imperio financiero de LeBaron -dijo Pitt.

– Sí, pero antes de que Ray pudiese cortar la cabeza de esmeralda o fundir el oro, Castro subió al poder y él se vio obligado a esconder la estatua. Nunca me dijo dónde la había escondido.

– Así, La Dorada está todavía oculta en algún lugar de Cuba.

– Estoy segura de que Ray no pudo volver para recobrarla.

– ¿Vio al señor LeBaron después de aquello?

– ¡Oh, sí! -dijo vivamente ella-. Nos casamos.

– ¿Fue usted la primera señora LeBaron? -preguntó asombrado Pitt.

– Durante treinta y tres años.

– Pero, según el Registro, el nombre de su primera esposa era Hillary, y ésta murió hace unos años.

– Ray prefirió Hillary a Hilda cuando se hizo rico. Creía que era más distinguido. Mi muerte fue muy conveniente para él cuando enfermé: divorciarse de una inválida le parecía horrible. Por consiguiente, enterró a Hillary LeBaron, y Hilda Kronberg se consume aquí.

– Esto me parece inhumano y cruel.

– Mi marido era generoso, pero no compasivo. Vivimos dos vidas diferentes. Pero no me importa. Jessie viene a verme de vez en cuando.

– ¿Le segunda señora LeBaron?

– Una persona encantadora e inteligente.

– ¿Cómo puede estar casada con él, si usted sigue con vida?

Ella sonrió animadamente.

– Fue la única vez que Ray hizo un mal negocio. Los médicos le dijeron que sólo me quedaban unos meses de vida. Pero les engañé a todos y he vivido siete años desde entonces.

– Esto hace que sea bigamo, además de asesino y ladrón.

Hilda no lo discutió.





– Ray es un hombre complicado. Toma más de lo que da.

– Si yo estuviese en su lugar, lo clavaría en la cruz más próxima.

– Demasiado tarde para mí, señor Pitt. -Le miró, con un súbito brillo en los ojos-. Pero usted podría hacer algo en mi lugar.

– Dígame qué.

– Encuentre La Dorada -dijo fervientemente ella-. Encuentre la estatua y désela al mundo. Haga que sea mostrada al público. Esto dolería más a Ray que perder su revista. Pero, sobre todo, es lo que habría querido Hans.

Pitt le tomó una mano y la estrechó.

– Hilda -dijo suavemente-. Haré todo lo que pueda para que sea así.

46

Hudson ajustó la luminosidad de la imagen y saludó con la cabeza a la cara que le estaba mirando en la pantalla.

– Eli, aquí hay alguien que quiere hablar contigo.

– Siempre encantado de ver una cara nueva -respondió alegremente Steinmetz.

Otro hombre ocupó el lugar de Hudson debajo de la cámara y monitor de vídeo. Miró fascinado unos momentos antes de hablar.

– ¿Está usted realmente en la Luna? -preguntó al fin.

– Ahora se lo mostraré -dijo Steinmetz con una agradable sonrisa. Salió de la pantalla, levantó la cámara portátil de su trípode y enfocó el paisaje lunar a través de una ventanilla de cuarzo… Lamento no poder mostrarle la Tierra, pero estamos en el lado oculto de la bola.

– Le creo.

Steinmetz volvió a colocar la cámara y se colocó de nuevo delante de ella. Se inclinó hacia delante y miró fijamente. Su sonrisa se extinguió poco a poco y sus ojos adoptaron una expresión interrogadora.

– ¿Es usted realmente quien creo que es?

– ¿Me reconoce?

– Tiene el aspecto y la voz del presidente.

Ahora fue el presidente quien sonrió.

– No estaba seguro de que lo supiese, ya que yo era senador cuando ustedes abandonaron la Tierra, y no creo que lleguen los periódicos al lugar donde reside.

– Cuando la órbita de la Luna alrededor de la Tierra está en la posición adecuada, podemos conectar con la mayoría de los satélites de comunicaciones. Nuestro personal tuvo ocasión de ver, en su período de descanso, la última película de Paul Newman. También devoramos como perros hambrientos los programas de la Red de Noticias por Cable.

– La Jersey Colony es una hazaña increíble. La nación agradecida estará siempre en deuda con ustedes.

– Gracias, señor presidente, aunque ha sido una sorpresa que Leo se fuese de la lengua y anunciase el éxito del proyecto antes de nuestro regreso a la Tierra. No era lo previsto.

– No se ha anunciado públicamente -dijo el presidente, poniéndose serio-. Aparte de usted y de la gente de su colonia, yo soy el único de fuera del «círculo privado» que está enterado de su existencia. Salvo, tal vez, los rusos.

Steinmetz le miró fijamente a través de trescientos mil kilómetros de espacio.

– ¿Cómo pueden saber ellos algo de la Jersey Colony?

El presidente hizo una pausa para mirar a Hudson, que estaba de pie fuera del alcance de la cámara. Hudson sacudió la cabeza.

– Las sondas lunares Selenos -respondió el presidente, omitiendo toda referencia a que estuviesen tripuladas-. Una consiguió enviar sus fotos a la Unión Soviética. Creemos que en ellas aparecía la Jersey Colony. También tenemos motivos para pensar que los rusos sospechan que ustedes destruyeron las sondas desde la superficie lunar.

Una expresión inquieta se pintó en los ojos de Steinmetz.

– ¿Cree usted que piensan atacarnos?

– Sí, Eli -dijo el presidente-. Selenos 8, la estación lunar soviética, entró en órbita alrededor de la Luna hace tres horas. Los ordenadores de la NASA indican que pasará por alto un lugar seguro de alunizaje en la cara visible del satélite y se posará en el lado oscuro de la Luna cerca de donde están ustedes. Una operación arriesgada, a menos que tengan un objetivo definido.

– La Jersey Colony.

– En su vehículo de alunizaje viajan siete hombres -siguió diciendo el presidente-. Sólo se requieren dos ingenieros pilotos para dirigir su vuelo. Quedan, pues, cinco para el combate.

– Nosotros somos diez -dijo Steinmetz-. Una proporción de dos a uno no está mal.

– Pero ellos tienen armas poderosas y una buena instrucción. Estos hombres constituyen el equipo más mortífero que han podido enviar los rusos.

– Según usted, un panorama muy negro, señor presidente. ¿Qué quiere que hagamos?

– Han hecho ustedes mucho más de lo que cualquiera de nosotros tenía derecho a esperar. Pero la suerte les ha vuelto la espalda. Destruyan la colonia y salgan de ahí antes de que se derrame sangre. Quiero que usted y su gente regresen sanos y salvos a la Tierra para recibir los honores que se merecen.

– Creo que no se da usted cuenta de todo lo que hemos tenido que hacer para construir esto.

– Por mucho que hayan hecho, sus vidas valen más.

– Hemos vivido seis años jugando con la muerte -dijo lentamente Steinmetz-. Unas cuantas horas más importan poco.

– No lo echen todo a perder en una lucha imposible -argüyó el presidente.