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Brogan ordenó un breve descanso, mientras traían fotografías aéreas de Cayo Santa María, fichas sobre Velikov y Gly y las copias de la narración. Después de cuarenta minutos de estudio, Brogan inició el interrogatorio.

– Llevaban armas en el dirigible. ¿Por qué?

– Las noticias sobre el naufragio del Cyclops indicaban que yacía en aguas cubanas. Pareció adecuado llevar un escudo a prueba de balas y un lanzador de misiles como medidas de protección.

– Desde luego, se da usted cuenta de que su ataque no autorizado contra un helicóptero patrullero cubano estuvo en contra de la política del Gobierno.

Esto lo dijo un hombre que Pitt recordó que trabajaba para el Departamento de Estado.

– Me guié por una ley de rango superior -dijo Pitt, con una irónica sonrisa.

– ¿Puedo preguntarle qué ley es ésta?

– Procede del Viejo Oeste; algo que ellos llamaban legítima defensa. Los cubanos dispararon calculo que un millar de proyectiles antes de que Al Giordino volase el helicóptero. Brogan sonrió. Le gustaban los hombres como Pitt.

– Lo que más nos interesa ahora es su descripción de la instalación de los rusos en la isla. Dice que no está vigilada.

– Los únicos guardias que vi a nivel del suelo fueron los que se hallaban en la entrada del recinto. Nadie patrullaba en los caminos o en las playas. La única medida de seguridad era una valla electrificada.

– Esto explica por qué la cámara de infrarrojos no detectó ninguna señal de actividad humana -dijo un analista, examinando las fotos.

– Esto es impropio de los rusos -murmuró otro oficial de la CÍA-. Casi siempre revelan sus bases secretas por la exageración de sus medidas de seguridad.

– Esta vez no -dijo Pitt-. Se han pasado al extremo opuesto y les ha dado resultado. El general Velikov declaró que era la instalación militar más importante fuera de la Unión Soviética. Y creo que nadie de su agencia se dio cuenta de ello hasta ahora.

– Confieso que tal vez nos engañaron -dijo Brogan-. Siempre que lo que nos ha dicho usted sea verdad.

Pitt dirigió una fría mirada a Brogan. Después se levantó, dolorido, de su silla, y se dirigió a la puerta.

– Muy bien, tómelo como usted quiera. Mentí. Gracias por la cerveza.

– ¿Puedo preguntarle adonde va?

– A convocar una conferencia de prensa -dijo Pitt, hablando directamente a Brogan-. Estoy perdiendo un tiempo precioso por su causa. Cuanto antes haga pública mi huida y pida la liberación de los LeBaron, Giordino y Gu

Se hizo un impresionante silencio. Ninguno de los que se sentaban a la mesa de conferencias podía creer que Pitt se dispusiese a salir; nadie, salvo Sandecker. Permaneció sentado, sonriendo con aire triunfal.

– Será mejor que se tranquilice, Martin. Se les acaba de ofrecer una información más importante de la que podían imaginar y, si ninguno de los que están en esta habitación es capaz de reconocerlo, les sugiero que se busquen otro trabajo.

Brogan podía ser brusco y ególatra, pero no era tonto. Se levantó rápidamente y detuvo a Pitt en la puerta.

– Perdone a un viejo irlandés que ha salido escaldado más veces de las que puede contar. Treinta años en este oficio y uno se convierte naturalmente en un incrédulo Tomás. Por favor, ayúdenos a juntar las piezas del rompecabezas. Después hablaremos de lo que hay que hacer por sus amigos y los LeBaron.

– Le costará otra cerveza -dijo Pitt.

Brogan y los otros se echaron a reír. Se había roto el hielo, y continuaron las preguntas desde todos los lados de la mesa.

– ¿Es éste Velikov? -preguntó un analista, mostrando una fotografía.

– Sí, es el general Peter Velikov. Su inglés con acento americano es literalmente perfecto. Olvidaba decir que tenía mi expediente, incluido una reseña biográfica.

Sandecker miró a Brogan.

– Parece que Sam Emmett tiene un topo en la sección de archivos del FBI.

Brogan sonrió sarcásticamente.

– A Sam no le gustará enterarse de esto.

– Podríamos escribir un libro sobre las hazañas de Velikov -dijo un hombre corpulento, dirigiéndose a Pitt-. Me gustaría que, en otra ocasión, me describiese sus peculiaridades.

– Con mucho gusto -dijo Pitt.

– ¿Y es éste Foss Gly, el inquisidor de mano dura?

Pitt miró la segunda fotografía y asintió con la cabeza.

– Su cara es diez años más vieja que cuando se tomó esta foto, pero es él.

– Un mercenario americano, nacido en Arizona -dijo el analista-. ¿Le conocía de antes?

– Sí, le conocí durante el proyecto Empress of Ireland para el Tratado Norteamericano. Supongo que lo recuerdan.

Brogan asintió con la cabeza.

– Yo sí -dijo.

– Volviendo a la disposición del edificio -dijo la mujer-, ¿cuántas plantas tiene?

– Según el indicador del ascensor, cinco. Todas bajo tierra.

– ¿Tiene idea de las dimensiones?

– Lo único que pude ver fue mi celda, el pasillo, el despacho de Velikov y un garaje. Ah, sí, y la entrada de la residencia, decorada al estilo de un castillo español.

– ¿Grosor de las paredes?

– Alrededor de medio metro.

– ¿Calidad de la construcción?





– Buena. Ni humedad ni grietas visibles en el hormigón.

– ¿Qué clase de vehículos había en el garaje?

– Dos camiones militares. Los demás, dedicados a la construcción: un bulldozer, una excavadora, un recogedor de cerezas.

La mujer levantó la mirada de sus notas.

– Perdón. ¿El último?

– Un recogedor de cerezas -explicó Pitt-. Un camión especial, con una plataforma telescópica para trabajar en las alturas. Los usan los que podan árboles y los operarios de las líneas telefónicas.

– ¿Dimensiones aproximadas de la antena parabólica?

– Fue difícil medirla en la oscuridad. Aproximadamente trescientos metros de longitud por doscientos de anchura. Es izada hasta su posición de funcionamiento por brazos hidráulicos camuflados como palmeras.

– ¿Maciza o de reja?

– De reja.

– ¿Circuitos, cajas de empalmes, repetidores?

– No vi ninguno, lo cual no quiere decir que no estuviesen.

Brogan había seguido estas preguntas sin intervenir. Ahora levantó una mano y miró a un hombre de aspecto estudioso sentado a uno de los lados de la mesa.

– ¿Qué deduce de esto, Charlie?

– No hay bastantes detalles técnicos para saber exactamente su objetivo. Pero hay tres posibilidades. Una de ellas es que sea una estación de escucha capaz de interceptar señales telefónicas, de radio y de radar en todos los Estados Unidos. Otra, que sea una poderosa instalación para crear interferencias y que esté allí a la espera de un momento crucial, como un primer golpe nuclear, para ser activada y dar al traste con todas nuestras comunicaciones militares y comerciales. La tercera posibilidad es que tenga capacidad para transmitir informaciones falsas a través de nuestros sistemas de comunicación. Y lo más preocupante es que el tamaño y la complicada disposición de la antena sugiere la capacidad de realizar las tres funciones.

Los músculos de la cara de Brogan se tensaron. El hecho de que semejante operación supersecreta de espionaje se hubiese realizado a menos de doscientas millas de la costa de los Estados Unídos no era exactamente para entusiasmar al director de la Agencia Central de Inteligencia.

– Si ocurre lo peor, ¿qué podemos esperar?

– Temo -respondió Charlie- que podemos esperar un poderoso y electrónicamente avanzado instrumento, capaz de interceptar las comunicaciones por radio y por teléfono y emplear la tecnología de retraso para que un modernísimo sintetizador computarizado imite las voces de los que llaman y altere las conversaciones. Les sorprendería ver cómo pueden ser manipuladas sus palabras por teléfono sin que su interlocutor advierta el cambio. En realidad, la Agencia de Seguridad Nacional emplea el mismo tipo de equipo a bordo de un barco.

– Así pues, los rusos nos han alcanzado -dijo Brogan.

– Su tecnología es probablemente más tosca que la nuestra, pero parece que han dado un paso adelante y la han mejorado en gran manera.

La mujer miró a Pitt.

– Ha dicho usted que la isla era abastecida mediante submarinos.

– Así me lo dijo Raymond LeBaron -dijo Pitt-. Y en lo poco que vi de la costa no había ningún lugar de amarre.

Sandecker jugueteó con uno de sus cigarros pero no lo encendió. Apuntó con él a Brogan.

– Parece que los soviéticos han recurrido a técnicas desacostumbradas para despistar a sus vigilantes de Cuba, Martin.

– El miedo a ser descubiertos se manifestó durante el interrogatorio -dijo Pitt-. Velikov insistió en que éramos agentes a sueldo de usted.

– En realidad, no puedo censurar por ello a ese bastardo -dijo Brogan-. Su llegada debió sacarle de sus casillas.

– Señor Pitt, ¿podría describir a las personas que estaban cenando cuando llegaron ustedes? -preguntó un hombre con aire de erudito y que llevaba un suéter a cuadros.

– Aproximadamente, diría que eran dieciséis mujeres y dos docenas de hombres.

– ¿Ha dicho mujeres?

– Sí.

– ¿De qué tipo? -preguntó la única mujer presente en el salón.

Pitt tuvo que preguntar:

– Defina lo de tipo.

– Ya sabe -respondió seriamente ella-. Esposas, bellas damas solteras, o prostitutas.

– Desde luego, no eran prostitutas. La mayoría de ellas vestía uniforme y, probablemente, formaba parte del personal de Velikov. Las que llevaban alianzas parecían ser esposas de los militares o los paisanos cubanos que se hallaban presentes.

– ¿En qué diablos estará pensando Velikov? -preguntó Brogan a nadie en particular-. ¿Cubanos con sus esposas en una instalación supersecreta? Esto no tiene sentido. Sandecker miró reflexivamente la mesa.

– Para mí tiene sentido -dijo-, si Velikov está usando Cayo Santa María para algo más que espionaje electrónico.

– ¿Qué insinúa, Jim? -preguntó Brogan. -La isla sería una excelente base de operaciones para derribar el gobierno Castro.

Brogan le miró asombrado.

– ¿Cómo se ha enterado usted de esto?

– El presidente me informó -respondió Sandecker, con altanería.

– Ya veo.

Pero estaba claro que Brogan no veía nada.

– Escuchen -dijo Pitt-, me doy cuenta de que todo esto es sumamente importante, pero cada minuto que gastamos con nuestras especulaciones pone a Jessie, a Al y a Rudi mucho más cerca de la muerte. Espero que hagan ustedes todo lo posible para salvarles. Pueden empezar notificando a los rusos que, gracias a mi fuga, están enterados de que los mantienen prisioneros.