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Cien pares de ojos le miraron con asombro.

Hagen se hallaba en una habitación que parecía extenderse hasta el infinito. Estaba llena de gente, de oficinas, de equipos de informática y de comunicaciones. Durante un largo segundo, se quedó pasmado por las dimensiones de todo aquello. Después dio un paso al frente, agarró de los brazos a una aterrorizada secretaria y la levantó de su silla.

– ¡Leonard Hudson! -gritó-. ¿Dónde puedo encontrarle?

El miedo se pintó en los ojos de ella. Inclinó la cabeza hacia la derecha.

– El… el despacho de la p… puerta azul -balbució.

– Muchas gracias -dijo él, con una amplia sonrisa.

Soltó a la chica y cruzó rápidamente el local en silencio. Tenía un rictus malévolo en el semblante, como desafiando a quien pretendiese cerrarle el paso.

Nadie lo intentó. La muchedumbre se partió como las aguas del mar Rojo en el pasillo principal.

Cuando llegó a la puerta azul, Hagen se detuvo y se volvió, observando el centro de cerebros y comunicaciones del programa Jersey Colony. Tenía que admirar a Hudson. Era un camuflaje muy hábil. Excavado durante la construcción del centro comercial, aquel lugar habría llamado poco o nada la atención. Los científicos, los ingenieros y las secretarias podían entrar y salir entre la multitud, y sus coches se confundían con otros cientos en la zona de aparcamiento. La estación de radio era también genial. ¿Quién habría sospechado que transmitían y recibían mensajes de la Luna, mientras emitían los discos del «hit parade» para la comunidad universitaria circundante?

Hagen empujó la puerta y entró en lo que parecía ser una cabina de control de unos estudios.

Hudson y Eriksen estaban sentados de espaldas a él, mirando una gran pantalla de vídeo donde se veía la cara y la cabeza afeitada de un hombre que se interrumpió en mitad de una frase y dijo:

– ¿Quién está detrás de ustedes?

Hudson miró por encima del hombro.

– Hola, Ira. -La voz era tan helada como la mirada-. Me estaba preguntando cuándo comparecerías.

– Entra -dijo Eriksen, en tono igualmente helado-. Llegas justo a tiempo para hablar con nuestro hombre de la Luna.

40

Pitt había salido de aguas cubanas y estaba en la ruta que seguían los barcos en el canal de las Bahamas. Pero su suerte se estaba agotando. Ninguno de los buques que pasaron por allí le descubrió. Un gran petrolero con pabellón panameño pasó a no más de una milla de distancia. Él se irguió lo más que pudo sin volcar la bañera y agitó la camisa, pero su pequeña embarcación pasó inadvertida a los tripulantes.

Que un oficial de guardia en el puente enfocase sus gemelos al lugar exacto y en el momento preciso en que la bañera se elevase sobre la cresta de una ola, antes de caer de nuevo en un seno y perderse de vista, era una posibilidad por la que no hubiese apostado ningún jugador profesional. Pitt comprendió la amarga verdad: era un objetivo demasiado pequeño.

Los movimientos de Pitt se estaban volviendo mecánicos. Tenía entumecidas las piernas después de balancearse en la exigua bañera durante casi veinte horas, y el constante roce de las nalgas contra la dura superficie le había levantado ampollas dolorosas. El sol tropical caía sobre él, pero tenía la piel curtida y las quemaduras por los rayos solares eran el menor de sus problemas.

El mar permanecía en calma, pero todavía tenía que esforzarse continuamente en mantener la bañera en la dirección del oleaje y achicar el agua al mismo tiempo. Había vertido las últimas gotas de gasolina en el motor fuera borda, y llenado después las latas con agua de mar para que le sirviesen de lastre.

Otros quince o veinte minutos era lo más que podía esperar que siguiese funcionando el motor antes de pararse por falta de gasolina. Después, todo habría terminado. Sin control, la bañera no tardaría en llenarse de agua y hundirse.

Empezó a fallarle la mente; no había dormido en treinta y seis horas. Se esforzó en permanecer despierto, manejando el timón y achicando agua con los brazos cansados y las manos arrugadas. Durante horas interminables sus ojos escrutaron el horizonte, sin ver nada que viajase en dirección a su pequeño sector de mar. Algunos tiburones habían chocado contra el fondo de la lenta bañera, y uno de ellos cometió el error de acercarse demasiado a la hélice y ésta le cortó la aleta. Pitt les observaba con aire indiferente. Pensó tontamente en ofrecerles un banquete abriendo la boca y ahogándose, pero se dio cuenta de que era una idea estúpida y la borró de su mente.

El viento empezó a soplar con más fuerza. Cayó un chaparrón y depositó un par de centímetros de agua en la bañera. El agua no era muy limpia, pero sí mejor que nada, La recogió con las manos y engulló unos cuantos sorbos, y se sintió aliviado.

Miró el reluciente horizonte, hacia el oeste. Dentro de una hora sería de noche. Su último rayo de esperanza se desvanecía con el sol poniente. Aunque de alguna manera se mantuviese a flote, nadie lo vería en la oscuridad.

Había pecado de imprevisión, pensó. Hubiese tenido que robar una linterna.

De pronto, el motor fuera borda tosió y arrancó de nuevo. Pitt redujo el gas lo más que se atrevió, sabiendo que solamente retrasaba un minuto o dos lo inevitable.

Luchó contra la depresión moral e hizo acopio de valor para seguir achicando agua hasta que sus brazos no le obedeciesen o hasta que una ola cayese de costado sobre la bañera a la deriva y la inundase. Vació una de las latas de gasolina que había llenado con agua de mar. Cuando se hundiese la bañera, pensó, la emplearía como flotador. Mientras pudiese mover un músculo, no iba a darse por vencido.

El fiel y pequeño motor fuera borda volvió a toser una vez, dos veces, y al fin se paró. Después de haber estado oyendo el ruido del tubo de escape durante toda la noche anterior, Pitt se sintió como sofocado por el súbito silencio. Permaneció sentado allí, en la pequeña y fatídica embarcación, sobre un mar vasto e indiferente y bajo un cielo claro y sin nubes.

Consiguió mantenerla a flote durante otra hora, a la luz del crepúsculo. Estaba tan fatigado, tan agotado físicamente, que no advirtió un pequeño movimiento en el agua a quinientos metros de distancia.

El capitán de fragata Kermit Fulton se apartó del periscopio, con una expresión interrogadora en el semblante. Miró a través del cuarto de control del submarino Denver a su segundo oficial.

– ¿Algún contacto en nuestros sensores?





El segundo oficial habló por uno de los teléfonos del cuarto de control.

– Nada en el radar, capitán. El sonar ha registrado un pequeño contacto, pero lo ha perdido hace cosa de un minuto.

– ¿Qué deducen de ello?

La respuesta tardaba en llegar, por lo que el capitán repitió la pregunta.

– El encargado del sonar dice que parecía un pequeño motor fuera borda, de no más de veinte caballos de potencia.

– Aquí pasa algo muy raro -dijo Fulton-. Quiero comprobar lo que es. Reduzcan la velocidad a un tercio y viren cinco grados a babor.

Apretó de nuevo la frente contra el ocular del periscopio y puso el aumento al máximo. Poco a poco, con aire de perplejidad, se echó atrás.

– Dé la orden de salir a la superficie.

– ¿Ha visto algo? -preguntó el segundo oficial.

El capitán asintió con la cajpeza, en silencio.

Todos los que estaban en el cuarto de control miraron con curiosidad a Fulton. El segundo oficial tomó la iniciativa.

– ¿Quiere decirnos de qué se trata, capitán?

– Llevo veintitrés años en el mar -dijo Fulton- y creía que lo había visto casi todo. Pero que me aspen si no hay un hombre allí, a casi cien millas de la tierra más próxima, flotando en una bañera.

41

Desde la desaparición del dirigible, el almirante Sandecker había salido raras veces de su despacho. Se enterró en un trabajo que pronto perdió todo significado. Sus padres, aunque muy ancianos, vivían todavía, lo mismo que su hermano y su hermana. Sandecker no había experimentado nunca realmente una tragedia personal.

Durante sus años en la Marina, estuvo absorto en su trabajo. Tenía poco tiempo para establecer relaciones profundas con una mujer, y contaba con pocos buenos amigos, la mayoría de ellos marinos como él. Construyó una muralla a su alrededor, entre superiores y subordinados, y se mantuvo en el terreno intermedio. Alcanzó el grado de almirante antes de los cincuenta años, pero se sentía anquilosado.

Cuando el Congreso aprobó su nombramiento de jefe de la Agencia Marítima y Submarina Nacional, volvió a la vida. Entabló buena amistad con tres personas inverosímiles, que le miraban con respeto pero le trataban como si estuviesen tomando unas copas en un bar.

Los desafíos a los que había tenido que hacer frente la AMSN les habían unido. Uno de ellos era Al Giordino, un extrovertido que se ofrecía de buen grado para los proyectos más sucios y hurtaba los caros cigarros de Sandecker. Otro era Rudi Gu

La actitud liberal de Pitt ante la vida y su ingenio sarcástico le seguían como la cola a un cometa. No podía entrar en una habitación sin animar el ambiente. Sandecker trató ahora, sin conseguirlo, de borrar los recuerdos, de desprenderse del pasado. Se retrepó en el sillón, detrás de la mesa, y cerró los ojos y se dejó dominar por el dolor. Perder a los tres de golpe era algo que escapaba a su comprensión.

Mientras estaba pensando en Pitt, se encendió la luz y sonó débilmente el timbre de su teléfono privado. Se frotó brevemente las sienes y levantó el auricular.

– ¿Sí?

– Jim, ¿eres tú? Un amigo común del Pentágono me ha dicho tu número privado.

– Discúlpeme. Estaba distraído. No reconozco la voz.

– Soy Clyde. Clyde Monfort.

Sandecker se puso tenso.

– ¿Qué sucede, Clyde?

– Acabo de recibir un mensaje de nuestros submarinos que regresan de maniobras de desembarco en Jamaica.

– ¿Y qué tengo yo que ver con esto?

– El capitán de un submarino informa de que ha recogido a un náufrago hace no más de veinte minutos. No es exactamente normal que nuestras fuerzas submarinas nucleares acepten desconocidos a bordo, pero este hombre afirmó que trabajaba para ti y se puso bastante violento cuando el capitán se negó a permitirle que enviase un mensaje.