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Tercera parte

37

30 de octubre de 1989

Kazakhstán, URSS

Con una bola de fuego más brillante que el sol siberiano, el Selenos 8 se elevó en el frío cielo azul, llevando la estación lunar tripulada, de ciento diez toneladas. El supercohete y los cuatro motores auxiliares de propulsión, que generaban un impulso de siete mil toneladas, proyectaban una cola flamígera de color amarillo anaranjado, de trescientos metros de longitud y cien de anchura. Un humo blanco envolvió la plataforma de lanzamiento y el ruido de los motores hizo temblar los cristales en veinte kilómetros a la redonda. Al principio, se elevó tan majestuosamente que casi parecía no moverse. Después adquirió velocidad y perforó ruidosamente el cielo.

El presidente soviético, Antonov, observó el lanzamiento desde un bunker de cristal blindado, a través de unos grandes gemelos montados sobre un trípode. Sergei Kornilov y el general Yasenin estaban a su lado, escuchando atentamente las comunicaciones entre los cosmonautas y el centro de control espacial.

– Una visión alentadora -murmuró Antonov, pasmado.

– Un lanzamiento de libro de texto -dijo Kornilov-. Alcanzarán la velocidad de escape dentro de cuatro minutos.

– ¿Va todo bien?

– Sí, camarada presidente. Todos los sistemas funcionan normalmente. Y siguen exactamente el rumbo previsto.

Antonov miró la larga lengua de fuego hasta que al fin se desvaneció. Sólo entonces suspiró y se apartó de los gemelos.

– Bueno, señores, este espectacular viaje espacial debería hacer que los ojos del mundo dejasen de fijarse en el vuelo de la lanzadera americana hacia su nueva estación orbital.

Yasenin asintió con la cabeza y apoyó una mano en el hombro de Kornilov.

– Le felicito, Sergei. Ha arrebatado el triunfo a los yanquis a favor de la Unión Soviética.

– No hay mérito alguno por mi parte -dijo Kornilov-. Debido a la mecánica orbital, nuestra ventana de lanzamiento lunar estuvo abierta, ventajosamente para nosotros, varias horas antes del lanzamiento que ellos tenían proyectado.

Antonov contempló el cielo, como hipnotizado.

– Supongo que el servicio de información americano no se habrá enterado de que nuestros cosmonautas no son lo que parecen.

– Un engaño perfecto -dijo francamente Yasenin-. El cambio de cinco científicos por soldados especialmente instruidos se realizó sin tropiezos poco antes del lanzamiento.

– Espero que podamos decir lo mismo del programa de emergencia para substituir el equipo científico por armas -dijo Kornilov-. Los sabios cuyos experimentos fueron cancelados estuvieron a punto de causar un motín. Y los ingenieros, a quienes se ordenó que modificasen el interior de la estación para acomodarlo a los nuevos factores de peso y a las necesidades de almacenamiento de armas, se irritaron porque no se les dijo la razón de estos cambios en el último momento. Seguro que se filtrará la noticia de su enojo.

– Esto no debe quitarle el sueño -dijo, riendo, Yasenin-. Las autoridades americanas del espacio no sospecharán nada hasta que se interrumpan las comunicaciones con su preciosa base lunar.

– ¿Quién está al mando de nuestro equipo de asalto? -preguntó Antonov.

– El comandante Grigory Leuchenko. Un experto en guerra de guerrillas. El comandante logró muchas victorias contra los rebeldes de Afganistán. Respondo personalmente de él, como soldado fiel y excepcional.

Antonov asintió reflexivamente con la cabeza.

– Una buena elección, general. Aunque sin duda encontrará la superficie de la Luna un poco diferente de la de Afganistán.

– Es indudable que el comandante Leuchenko realizará con éxito la operación.

– Olvida a los astronautas americanos, general -dijo Kornilov.

– ¿Y bien?

– Las fotografías demuestran que también ellos tienen armas. Rezo para que no sean fanáticos capaces de luchar a sangre y fuego por defender sus instalaciones.

Yasenin sonrió con indulgencia.

– ¿Reza, Sergei? ¿A quién? Ciertamente, no a ningún dios. Éste no ayudará a los americanos en cuanto Leuchenko y sus hombres inicien su ataque. El resultado está decidido de antemano. Los científicos nada pueden contra soldados profesionales, adiestrados para matar.

– No les menosprecie. Es cuanto tenía que decir.

– ¡Basta! -Gritó Antonov-. No quiero oír más frases derrotistas. El comandante Leuchenko tiene la doble ventaja de la sorpresa y de la superioridad en armamento. Dentro de menos de sesenta horas empezará la verdadera batalla por el espacio. Y no creo que la Unión Soviética la pierda.

En Moscú, Vladimir Polevoi estaba sentado a su mesa de la sede de la KGB en la plaza Dzerzhinski, leyendo un informe del general Velikov. No levantó la mirada cuando Lyev Maisky entró en la habitación y se sentó aunque nadie le hubiera invitado a hacerlo. La cara de Maisky era vulgar, inexpresiva y unidimensional, lo mismo que su personalidad. Era el jefe delegado de Polevoi al frente del Primer Directorio, la rama de operaciones en el extranjero de la KGB. Las relaciones de Maisky con Polevoi eran limitadas, pero los dos se completaban perfectamente.

Por último, Polevoi miró fijamente a Maisky.

– Quisiera que me diese una explicación.

– La presencia de los LeBaron fue un accidente imprevisto -dijo concisamente Maisky.

– La de la señora LeBaron y sus compañeros buscadores de tesoros, tal vez sí; pero ciertamente, no la de su marido. ¿Por qué lo tomó Velikov de los cubanos?

– El general pensó que Raymond LeBaron podía ser un instrumento útil en las negociaciones con el Departamento de Estado de los Estados Unidos cuando los Castro sean eliminados.

– Sus buenas intenciones nos han metido en un juego peligroso -dijo Polevoi.

– Velikov me ha asegurado que LeBaron está sometido a una estricta seguridad y que le da información falsa.

– Sin embargo, todavía existe una pequeña posibilidad de que LeBaron descubra la verdadera función de Cayo Santa María.

– En tal caso, sería simplemente eliminado.

– ¿Y Jessie LeBaron?





– Pienso, personalmente, que ella y sus amigos nos serán muy útiles para atribuir a la CÍA nuestro proyectado desastre.

– ¿Han descubierto Velikov o nuestros agentes residentes en Washington algún plan del servicio secreto americano para infiltrarse en la isla?

– No -respondió Maisky-. Una investigación sobre los tripulantes del dirigible demostró que ninguno de ellos tiene actualmente lazos con la CÍA o con los militares.

– No quiero fallos -dijo firmemente Polevoi-. Estamos demasiado cerca del triunfo. Transmita mis palabras a Velikov.

– Será informado.

Llamaron a la puerta y entró la secretaria de Polevoi. Sin decir palabra, le tendió un papel y salió de la estancia.

De pronto, la ira enrojeció la cara de Polevoi.

– ¡Maldición! Habla de amenazas, y éstas se convierten en realidad.

– ¿Señor?

– Un mensaje urgente de Velikov. Uno de los prisioneros ha escapado.

Maisky hizo un nervioso movimiento con las manos.

– Es imposible. No hay embarcaciones en Cayo Santa María, y si es lo bastante estúpido para huir a nado, se ahogará o será comido por los tiburones. Sea quien fuere, no irá lejos.

– Se llama Dirk Pitt, y, según Velikov, es el más peligroso del grupo.

– Peligroso o no…

Polevoi le impuso silencio con un ademán y empezó a pasear sobre la alfombra, mostrando una profunda agitación en el semblante.

– No podemos permitir que ocurra lo inesperado. El tiempo límite para nuestra empresa en Cuba debe ser adelantado una semana.

Maisky sacudió la cabeza para mostrar su desacuerdo.

– Los barcos no llegarían a tiempo a La Habana. Además, no podemos cambiar las fechas de la celebración. Fidel y todos los miembros de alto rango de su Gobierno estarán preparados para los discursos. El mecanismo de la explosión está ya en movimiento. Es imposible cambiar el tiempo. Ron y Cola debe ser cancelada o hay que continuar como estaba previsto.

Polevoi cruzó y descruzó las manos, con el nerviosismo de la indecisión.

– Ron y Cola, un nombre estúpido para una operación de esta magnitud.

– Otro motivo para seguir adelante. Nuestro programa de desinformación ha empezado ya a difundir rumores sobre un complot de la CÍA para desestabilizar Cuba. La frase «Ron y Cola» es evidentemente americana. Ningún Gobierno extranjero sospechará que ha sido inventada en Moscú.

Polevoi asintió con un encogimiento de hombros.

– Muy bien, pero no quiero pensar en las consecuencias, si ese tal Pitt sobrevive milagrosamente y consigue volver a los Estados Unidos.

– Ya está muerto -declaró rotundamente Maisky-. Estoy seguro de ello.

38

El presidente se asomó a la oficina de Daniel Fawcett y agitó una mano.

– No se levante. Sólo quería que supiese que voy a subir para almorzar con mi esposa.

– No olvide que tenemos una reunión con los jefes de información y con Doug Oates dentro de cuarenta y cinco minutos -le recordó Fawcett.

– Prometo ser puntual.

El presidente se volvió y tomó el ascensor para subir a sus habitaciones de la segunda planta de la Casa Blanca. Ira Hagen lo estaba esperando en la suite Lincoln.

– Pareces cansado, Ira.

Hagen sonrió.

– Voy atrasado de sueño.

– ¿Cuál es la situación?

– He descubierto la identidad de los nueve miembros del «círculo privado». Siete de ellos están localizados con toda precisión. Solamente Leonard Hudson y Gu

– ¿No les habéis seguido la pista desde el centro comercial?

– Las cosas no salieron bien.

– La estación lunar soviética fue lanzada hace ocho horas -dijo el presidente-. No puedo esperar más. Esta tarde daré la orden de detener a todos los miembros del «círculo privado» que podamos.

– ¿Al Ejército o al FBI?

– A ninguno de los dos. Un viejo amigo de la Marina cuidará de ello. Le he dado ya tu lista de nombres y direcciones. -El presidente hizo una pausa y miró fijamente a Hagen-. Dijiste que habías descubierto la identidad de los nueve hombres, Ira, pero en tu informe sólo constan ocho.

Hagen pareció reacio, pero metió una mano debajo de su chaqueta y sacó una hoja de papel doblada.

– Me había reservado el nombre del último hombre hasta estar completamente seguro. Un analizador de voces confirmó mis sospechas.