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Pitt respiró hondo y se quedó inmóvil. Transcurrieron cinco minutos y no ocurrió nada, nadie gritó, y cuando al fin levantó lo bastante la trampa, vio el suelo de hormigón de un garaje en el que había varios vehículos militares y de transporte. El local era grande, de veinte por treinta metros y tal vez cinco de altura, y el techo estaba sostenido por una serie de viguetas de acero. El aparcamiento estaba a oscuras, pero en el fondo había una oficina brillantemente iluminada. Dos rusos que vestían uniforme militar estaban sentados a una mesa jugando al ajedrez.

Pitt salió de donde estaba, se deslizó detrás de los vehículos aparcados, se agachó al pasar por delante de las ventanas de la oficina y siguió hasta llegar a la puerta de entrada. Llegar tan lejos desde su celda le había parecido sumamente fácil, pero el obstáculo surgió donde menos lo esperaba. La puerta tenía una cerradura eléctrica. No podía activarla sin poner sobre aviso a los jugadores de ajedrez.

Resguardándose en la sombra, resiguió las paredes buscando otra entrada. Pero sabía que era una causa perdida. Si este edificio estaba al nivel del suelo, se hallaría probablemente disimulado bajo un montículo, con la puerta grande para los vehículos como único medio de entrada y salida.

Dio una vuelta completa al garaje y volvió al lugar donde había empezado. Desanimado, estaba a punto de darse por vencido cuando miró hacia arriba y vio un respiradero en el techo. Parecía lo bastante ancho para poder pasar por él.

Subió sin hacer ruido encima de un camión, levantó los brazos y se encaramó en una de las vigas. Después avanzó sobre ella unos diez metros, hasta llegar al respiradero, y salió por éste al exterior. La corriente de aire fresco y húmedo era estimulante. Calculó que el viento que había sucedido al huracán tenía solamente una velocidad de unas veinte millas por hora. El cielo estaba sólo parcialmente cubierto y había una media luna que permitía distinguir vagamente objetos a cien pies de distancia.

Ahora su problema era salvar el alto muro de la cerca. La caseta del guardia, junto a la verja, estaría ocupada, por lo que no tendría manera de repetir la entrada que había hecho dos noches atrás.

Al fin, la suerte vino en su ayuda una vez más. Caminó a lo largo de un pequeño canal de desagüe que pasaba por debajo del muro. Avanzó agachado, pero le cortó el paso una reja de hierro. Afortunadamente, los barrotes estaban tan oxidados por el aire salino tropical que pudo doblarlos con facilidad.

Tres minutos más tarde, había salido del recinto y corría entre las palmeras que flanqueaban el estropeado camino. No había señales de guardias ni de cámaras electrónicas de vigilancia, y los achaparrados arbustos contribuían a ocultar su silueta del resplandor de la arena. Corrió en diagonal hacia la playa, hasta que se encontró con la valla electrificada.

Finalmente, llegó a la parte dañada por el huracán. Había sido reparada, pero supo que era el lugar correcto, porque la palmera que había causado el daño yacía cerca de allí. Se puso de rodillas y empezó a cavar la arena con las manos, debajo de la valla. Cuando más hondo cavaba, más arena caía al fondo desde los lados. Por esto pasó casi una hora antes de que pudiese hacer un hueco lo bastante profundo para deslizarse sobre la espalda hasta el otro lado.

Le dolían el hombro y el riñon y sudaba como una esponja empapada. Trató de volver al lugar donde habían llegado entre las rocas. El paisaje no parecía el mismo bajo la pálida luz de la luna, aunque, por haber tenido entonces los ojos casi cerrados, no podía recordar cómo era cuando habían llegado allí azotados por el huracán.

Pitt caminó arriba y abajo por la playa, buscando entre las formaciones rocosas, y a punto estaba de darse por vencido cuando vio que la luz de la luna se reflejaba en un objeto sobre la arena. Alargó las manos y tocó el depósito de carburante del motor fuera borda del bote hinchable. El vastago y la hélice estaban enterrados en la arena a unos diez metros de la línea marcada por la marea alta. Apartó la húmeda arena hasta que pudo extraer el motor. Después se lo cargó a la espalda y echó a andar por la playa, alejándose del recinto de los.rusos.

No sabía adonde iba ni dónde iba a esconder el motor. Sus pies se hundían en la arena y la carga de treinta kilos dificultaba todavía más su marcha. Tenía que pararse a descansar cada pocos centenares de metros.

Había caminado dos o tres kilómetros cuando encontró una calle cubierta de hierbajos que discurría entre varias hileras de casas desiertas y ruinosas. La mayoría de ellas eran poco más que chozas y se agrupaban alrededor de una pequeña laguna. Debía de haber sido un pueblo de pescadores, pensó Pitt. No podía saber que era uno de los poblados cuyos vecinos habían sido echados de allí y trasladados a tierra más firme durante la ocupación soviética.

Dejó con alivio el motor en el suelo y empezó a registrar las casas. Las paredes y los techos eran de chapa de hierro ondulada y de tablas. Quedaban muy pocos muebles. Encontró una barca varada en la playa, pero en seguida perdió toda esperanza de poder utilizarla. El casco estaba podrido.

Pitt consideró la posibilidad de construir una balsa, pero necesitaría demasiado tiempo y no podía correr el riesgo de ensamblar las piezas de madera, con la doble dificultad de trabajar a oscuras y sin herramientas. El resultado no ofrecía muchas garantías en un mar agitado.

La esfera luminosa de su reloj marcaba la una y media. Si quería encontrar a Giordino y a Gu

Encontró una vieja bañera de hierro junto a una barraca derrumbada. Dejó el motor fuera borda en el suelo y volvió la bañera boca abajo encima de él. Después arrojó encima de ella unos neumáticos y un colchón medio podrido y desanduvo su camino, teniendo buen cuidado de borrar sus pisadas con una hoja de palmera hasta que se hubo alejado unos veinticinco metros.

La vuelta fue más fácil que la ida. Lo único que tuvo que recordar fue enderezar los barrotes del canal de desagüe. Se preguntó por qué no estaría llena aquella instalación isleña de guardias de seguridad, pero entonces se acordó de que la zona era constantemente sobrevolada por aviones espías americanos, cuyas cámaras tenían la extraordinaria facultad de sacar fotografías en las que podía leerse el nombre de una pelota de golf a pesar de haber sido tomadas desde treinta mil metros de altura.

Los soviéticos debían haber pensado que, más que una fuerte seguridad, era mejor dar al lugar el aspecto de una isla abandonada y sin vida. Los disidentes cubanos que huían del régimen de Castro no se detendrían en ella y cualquier comando de exiliados cubanos la pasaría por alto si se dirigía a la isla principal. Como nadie desembocaría ni saldría de allí, los rusos no tenían nada que guardar.

Pitt bajó a través del respiradero y cruzó sin ruido el garaje en dirección a la salida. El pasillo seguía desierto. Observó la puerta y vio que el cabello seguía en su sitio.

Su plan era buscar a Gu

Decidió que tenía que arriesgarse. Tal vez no tendría otra oportunidad. Los ruidos resonaban mucho en el pasillo de hormigón. Si no tenía que alejarse demasiado, tendría tiempo sobrado de volver a su celda si oía pisadas.

La habitación contigua a la suya era un depósito de pinturas. La registró durante unos minutos pero no encontró nada útil. Al otro lado del pasillo, había dos habitaciones vacías. La tercera contenía artículos de fontanería. Entonces abrió otra puerta y se encontró con las caras sorprendidas de Gu

– ¡Dirk! -gritó Giordino.

– No levantes la voz -murmuró Pitt.

– Me alegro de verte, amigo.

– ¿Habéis comprobado que no haya micros en esta habitación? -preguntó Pitt.





– Lo hicimos apenas nos metieron en ella -respondió Gu

Entonces vio Pitt las feas moraduras alrededor de los ojos de Giordino.

– Ya veo que has estado con Foss Gly en la habitación número seis.

– Sostuvimos una conversación muy interesante. Aunque él llevó la voz cantante.

Pitt miró a Gu

– ¿Y tú?

– Es demasiado listo para levantarme la tapa de los sesos -dijo

Gu

– ¿Y Jessie?

Gu

– Tememos lo peor -dijo Gu

– Veníamos de que nos interrogara ese untuoso bastardo de Vetikov.

– Es su sistema -explicó Pitt-. El general emplea el guante de seda y después te entrega a Gly, para que emplee su puño de hierro. -Paseó irritado por la pequeña habitación-. Tenemos que encontrar a Jessie y salir de aquí, cueste lo que cueste.

– ¿Cómo? -preguntó Giordino-. LeBaron nos ha visitado y nos ha dicho que es imposible escapar de la isla.

– Yo no confío más en el rico y arrojado Raymond que en la posibilidad de destruir este edificio -dijo rápidamente Pitt-. Creo que Gly le ha convertido en gelatina.

– Me parece que tienes razón.

Gu

– ¿Cómo piensas salir de la isla?

– He encontrado y escondido el motor fuera borda, para el caso de que pueda robar una barca.

– ¿Qué? -Giordino miró a Pitt con incredulidad-. ¿Saliste de aquí?

– No ha sido exactamente un paseo agradable -respondió Pitt-. Pero he descubierto una manera de escapar hacia la playa.

– Robar una barca es imposible -dijo rotundamente Gu

– Entonces, sabes algo que yo no sé.

– Mis nociones de ruso me han servido de algo. He escuchado conversaciones entre los guardianes. También pude ver unos pocos fragmentos de los papeles que tiene Velikov en su despacho. Una información bastante interesante es que la isla es abastecida de noche por un submarino.

– ¿Por qué buscarse tantas complicaciones? -murmuró Giordino-. A mí me parece que un transporte por barco sería más eficaz.