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– Gu

Pitt estaba ahora auténticamente perplejo. Todo esto era griego para él.

– Éste es el cuento chino más estúpido que he oído en mi vida.

– Entonces, ¿por qué iban armados y pudieron destruir el helicóptero cubano?

– No llevábamos armas -mintió Pitt-. El helicóptero estalló de pronto delante de nosotros. No puedo darle la razón.

– Entonces, explíqueme por qué no pudo el guardacostas cubano encontrar algún superviviente en el lugar de la catástrofe.

– Nosotros estábamos en el agua. La oscuridad era muy intensa y el mar estaba alborotado. No nos localizaron.

– Y sin embargo, fueron capaces de nadar seis millas en pleno huracán, manteniéndose juntos los cuatro y llegando ilesos a Cayo Santa María. ¿Cómo es posible?

– Pura suerte, supongo.

– Ahora es usted quien está contando un cuento chino, ¿eh?

Pitt no tuvo oportunidad de responder. Sin la menor advertencia, Gly le descargó un puñetazo en el costado, cerca del riñon izquierdo.

El dolor y la súbita compresión estallaron al mismo tiempo dentro de él. Al hundirse en el negro pozo de la inconsciencia, tendió una mano a Jessie, pero ésta se echó a reír y no hizo el menor movimiento para asirlo.

31

Una voz grave y resonante le decía algo casi al oído. Las palabras eran vagas y distantes. Un ejército de escorpiones treparon sobre el borde de la cama y empezaron a clavar los aguijones venenosos en su costado. Abrió los ojos. La brillante luz fluorescente le cegó, y volvió a cerrarlos. Sintió que tenía la cara mojada, pensó que debía de estar nadando y abrió los brazos. Entonces, aquella voz habló más claramente.

– Esté tranquilo, amigo. No hago más que rociarle la cara.

Pítt volvió a abrir los ojos y vio la cara de un hombre entrado en años, de cabellos grises, ojos amables y preocupados, y rostro afectuoso y distinguido. Cuando sus miradas se encontraron, sonrió.

– ¿Le duele mucho?

– Bastante.

– ¿Quiere un poco de agua?

– Sí, por favor.

Cuando el hombre se irguió, casi tocó el techo con los cabellos. Sacó una taza de una pequeña bolsa de lona y la llenó en el lavabo.

Pítt se sujetó el costado y se incorporó muy despacio hasta quedar sentado. Se sentía fatal y se dio cuenta de que tenía un hambre atroz. ¿Desde cuándo no había comido? Su atontada mente no podía recordarlo. Aceptó el agua, agradecido, y la engulló de golpe. Después miró a su bienhechor.

– El viejo, rico y temerario Raymond, supongo.

LeBaron sonrió forzadamente.

– Unos calificativos que no me gustan demasiado.

– No es usted fácil de definir.

– Mi esposa me ha dicho que usted le salvó la vida. Quiero darle las gracias.

– Según el general Velikov, la salvación ha sido nada más que temporal.

La sonrisa de LeBaron se desvaneció.

– ¿Qué le dijo?

– Dijo textualmente: «Todos tienen que morir».

– ¿Le dio alguna razón?

– Me dijo que habíamos ido a caer en la más secreta instalación militar soviética.

Una mirada reflexiva se pintó en los ojos de LeBaron. Después dijo:

– Velikov mintió. En principio, esto se montó para recoger datos de transmisiones en onda corta procedentes de los Estados Unidos, pero el rápido desarrollo de los satélites de escucha hizo que quedara anticuado antes de terminarse.

– ¿Cómo lo sabe?

– Me permitieron recorrer la isla. Algo inverosímil si la zona hubiese sido tan secreta. No he visto indicios de equipos sofisticados de comunicaciones, ni antenas en parte alguna. También me hice amigo de varios visitantes cubanos que dejaron escapar retazos de información. La mejor comparación que puedo hacer es que este lugar es como un retiro de hombres de negocios, un refugio al que vienen ejecutivos de importantes compañías a discutir y proyectar su estrategia comercial para el año próximo. Sólo que aquí, los oficiales soviéticos y cubanos de alto rango se reúnen para discutir temas militares y políticos.

A Pitt le costaba concentrarse. El riñon izquierdo le dolía terriblemente y se sentía amodorrado. Tambaleándose, se acercó al retrete. Su orina estaba teñida de sangre, pero no mucho, y no creyó que la lesión fuese grave.

– Será mejor que no continuemos esta conversación -dijo Pitt-. Probablemente hay algún micrófono oculto en mi celda.

LeBaron sacudió la cabeza.

– No, no lo creo. Esta parte del recinto no fue construida con grandes medidas de seguridad, porque no hay salida. Es como el antiguo penal francés de la isla del Diablo; es imposible escapar. La isla de Cuba está a más de veinte millas de distancia. Los tiburones abundan en estas aguas y las corrientes llevan mar adentro. En la otra dirección, la tierra más próxima está en las Bahamas, a ciento diez millas al nordeste. Si está pensando en escapar, mi consejo es que lo olvide.

Pitt volvió cuidadosamente a su cama.





– ¿Ha visto a los otros?

– Sí.

– ¿Cómo están?

– Giordino y Gu

– ¿Y Jessie?

La cara de LeBaron se puso ligeramente tensa.

– El general Velikov ha tenido la amabilidad de reservarnos una de las habitaciones para invitados ilustres. Incluso nos está permitido comer con los oficiales.

– Me alegra saber que los dos se han librado de una visita a la habitación número seis.

– Sí, Jessie y yo hemos tenido suerte; nos tratan de una manera bastante humana.

El tono de LeBaron parecía poco convincente; hablaba con monotonía. No había brillo en sus ojos. No era el hombre que se había hecho famoso por sus audaces y caprichosas aventuras y por sus chocantes fiascos dentro y fuera del mundo de los negocios. Parecía carecer completamente del prodigioso dinamismo que había hecho que su consejo fuese buscado por los financieros y los líderes del mundo entero. A Pitt le dio la impresión de un agricultor arruinado y expulsado de sus tierras por un banquero nada escrupuloso.

– ¿Y qué ha sido de Buck Caesar y de Joe Cavilla? -preguntó Pitt.

LeBaron se encogió tristemente de hombros.

– Buck eludió la vigilancia de sus guardianes durante un período de ejercicio al aire libre y trató de huir a nado y empleando el tronco de una palmera caída como balsa. Su cuerpo, o lo que quedaba de éste después de haberse cebado los tiburones en él, fue arrojado a la playa tres días más tarde. En cuanto a Joe, después de varias sesiones en la habitación número seis, entró en coma y murió. Muy lamentable. No había razón para que no colaborase con el general Velikov.

– ¿No se ha entrevistado usted con Foss Gly?

– No; me he ahorrado esta experiencia. No sé por qué. Tal vez el general Velikov cree que soy demasiado valioso como instrumento para una negociación.

– Por esto me eligió a mí -dijo tristemente Pitt.

– Quisiera poder ayudarle, pero el general Velikov desoyó todas mis súplicas para salvar a Joe. Se muestra igualmente frío en el caso de usted.

Pitt se preguntó por qué sería que LeBaron se refería siempre a Velikov con el respeto debido al rango militar del ruso.

– No comprendo estos interrogatorios tan brutales. ¿Qué podían ganar matando a Cavilla? ¿Qué esperan obtener de mí?

– La verdad -dijo simplemente LeBaron.

Pitt le dirigió una aguda mirada.

– Por lo que yo sé, la verdad es que usted y su equipo salieron en busca del Cyclops y desaparecieron. Su esposa y todos nosotros salimos, una vez se hubo recobrado el dirigible, con la esperanza de poder averiguar lo que le había sucedido a usted. Dígame si esto suena a falso.

LeBaron se enjugó con la manga el sudor que había empezado a brotar de su frente.

– Es inútil que discuta conmigo, Dirk, pues no soy yo el que no cree en usted. La mentalidad rusa ve una mentira detrás de cada palabra.

– Usted ha hablado con Jessie. Seguramente ésta le habrá explicado cómo encontramos el Cyclops y cómo llegamos a esta isla.

LeBaron se estremeció visiblemente cuando Pitt mencionó el Cyclops. De pronto pareció retroceder ante Pitt. Recogió su bolsa de lona y se dirigió a la puerta. Ésta se abrió casi inmediatamente y LeBaron salió.

Foss Gly estaba esperando cuando entró LeBaron en la habitación número seis. Estaba sentado allí, como un diablo pensativo, como una máquina humana de matar, inmune al sufrimiento y a la muerte. Olía a carne podrida.

LeBaron estaba temblando y le tendió en silencio la bolsa de lona. Gly hurgó en su interior, sacó un pequeño magnetófono y rebobinó la cinta. Escuchó durante unos segundos para convencerse de que las voces sonaban claras.

– ¿Confió en usted? -preguntó Gly.

– Sí; no intentó ocultarme nada.

– ¿Trabaja para la CÍA?

– No lo creo. Su llegada a esta isla fue puramente accidental.

Gly salió de detrás de la mesa y agarró la piel suelta del lado de la cintura de LeBaron, apretándola y retorciéndola en el mismo movimiento. El editor desorbitó los ojos y jadeó al sentir el angustioso dolor en todo su cuerpo. Poco a poco, cayó de rodillas sobre el hormigón.

Gly se agachó hasta que sus ojos helados y malignos estuvieron a pocas pulgadas de los de LeBaron.

– No juegue conmigo, gusano -dijo en tono amenazador-, o su dulce esposa será la próxima que lo pagará con la mutilación de su cuerpo.

32

Ira Hagen trazó un círculo alrededor de Hudson y Eriksen y decidió prescindir de Houston. No había necesidad de hacer el viaje. El ordenador a bordo de su reactor le dijo todo lo que necesitaba saber. El número de teléfono de Texas en la libreta negra del general Fisher conducía a la oficina del director de Operaciones de Vuelo de la NASA, Irwin Mitchell, alias Irwin Dupuy. Una comprobación de otro nombre de la lista, Steve Larson, puso de manifiesto que era Steve Busche, director del Centro de Estudios de Vuelo de la NASA en California.

Nueve pequeños indios, y quedaron cuatro…

La lista de Hagen del «círculo privado» decía ahora:

Raymond LeBaron… Últimamente en Cuba.