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Llegaron hasta los árboles, pero éstos no les resguardaron del huracán. El vendaval doblaba las copas de las palmeras hasta casi tocar el suelo, y sus hojas se desgarraban como papel en una máquina trituradora. Algunos cocos eran arrancados de sus racimos y caían con la velocidad y la peligrosidad de proyectiles de cañón. Uno de ellos rozó el hombro de Pitt, rasgando su piel desnuda. Era como si corriesen por la tierra de nadie en un campo de batalla.

Pitt mantenía la cabeza gacha e inclinada a un lado, observando el suelo directamente delante de él. De pronto se encontró delante una cerca de cadenas. Jessie y Gu

– ¿Hacia donde iremos? -gritó Jessie.

– Guíanos tú -le gritó Pitt al oído-. Ya apenas veo nada.

Ella señaló con la cabeza hacia la izquierda y echó a andar, con Gu

Diez minutos más tarde, habían avanzado solamente cincuenta metros. Pitt no podía aguantar mucho más. Tenía los brazos entumecidos y casi no podía sostener a Giordino. Cerró los ojos y empezó a contar los pasos a ciegas, rozando la verja con el hombro para andar en línea recta, convencido de que el huracán tenía que haber cortado la corriente eléctrica.

Oyó que Jessie gritaba algo y entreabrió un ojo. Ella señalaba enérgicamente hacia delante. Pitt se puso de rodillas, tendió delicadamente el cuerpo de Giordino en el suelo y miró más allá de Jessie. Una palmera había sido arrancada de raíz por ei furioso viento y arrojada al aire como una monstruosa jabalina, y el árbol había caído sobre la cerca, aplastándola contra la arena.

Con espantonsa rapidez, cerró la noche y el cielo se volvió negro como el carbón. Pasaron a ciegas sobre la aplastada valla, como zánganos aturdidos, impulsados por el instinto y por una disciplina interior que les prohibía tumbarse en el suelo y darse por vencidos. Jessie llevaba la delantera, cojeando. Pitt había cargado a Giordino sobre sus hombros y asía con una mano la pretina del pantalón de baño de Gu

Cien metros, otros cien, y, de pronto, Gu

Jessie y Gu

– ¿Os habéis hecho daño?

– Estábamos ya tan doloridos que no sabríamos decirlo.

La voz de Gu

– ¿Jessie?

– Estoy bien…, me parece.

– ¿Puedes echarme una mano con Giordino?

– Lo intentaré.

– Bájalo -dijo Gu

Pitt arrastró el cuerpo flaccido de Giordino hasta el borde de la pendiente y le bajó sosteniéndole de los brazos. Los otros le sujetaron las piernas hasta que Pitt pudo deslizarse junto a ellos y aguantar la mayor parte del peso. Una vez tendido Giordino cómodamente en el suelo, Pitt miró a su alrededor y examinó el terreno.

El profundo camino constituía un refugio contra la fuerza del viento. La tempestad de arena había cesado y Pin pudo al fin abrir los ojos. El camino estaba cubierto de conchas aplastadas y apretadas y parecía ser poco utilizado. No se veía ninguna luz en parte alguna, lo cual no era de extrañar, habida cuenta de que todos los habitantes del sector debían de haber evacuado la zona próxima a la costa antes de que llegase con toda su fuerza el huracán.

Tanto Jessie como Gu

Dos minutos más tarde, Giordino empezó a gemir. Le incorporaron despacio y miró a su alrededor, sin ver nada.

– Jesús, qué oscuro está todo -murmuró para sí, mientras su mente salía a rastras de una niebla espesa.

Pitt se arrodilló a su lado y dijo:

– Bienvenido al país de los muertos que andan.

Giordino levantó la mano y tocó la cara de Pitt en la oscuridad.

– ¿Dirk?

– En carne y hueso.





– ¿Y Jessie y Rudi?

– Los dos están aquí.

– ¿Dónde es aquí?

– Más o menos a una milla de la playa. -Pitt no se tomó el trabajo de explicarle cómo habían sobrevivido en la rompiente ni cómo habían llegado a aquel camino. Habría tiempo para esto-. ¿Dónde te has lastimado?

– En todo el cuerpo. Siento como si me ardiese la caja torácica. Creo que me he dislocado el hombro izquierdo; una pierna me duele como si tuviese descoyuntada la rodilla, y siento unos latidos infernales en la base del cráneo, junto al cuello. -Lanzó un juramento-. ¡Maldita sea, lo eché todo a perder! Creí que podríamos pasar entre las rocas. Perdonad mi fracaso.

– ¿Me creerías si te dijese que todos seríamos pasto de los peces de no haber sido por ti? -Pitt sonrió y después palpó suavemente la rodilla de Giordino, sacando la conclusión de que tenía un ligamento roto. Después prestó atención al hombro-. No puedo hacerte nada en las costillas, la rodilla ni la cabeza, pero tienes el hombro dislocado, y, si quieres, creo que te lo puedo volver a poner en su sitio.

– Esto me recuerda lo que me hacías cuando jugábamos a fútbol en el Instituto. El médico del equipo se ponía furioso. Decía que debías dejar que lo hiciese él.

– Porque era un sádico -dijo Pitt, agarrando el brazo de Giordino-. ¿Preparado?

– Adelante, arráncame el brazo.

Pitt dio un tirón y el hueso volvió a su sitio con un chasquido perfectamente audible. Giordino lanzó un gemido que se convirtió inmediatamente en un suspiro de alivio. Pitt buscó en la oscuridad, por el lado del camino, hasta que encontró una rama gruesa que había sido arrancada de un pequeño pino, y se la dio a Gu

Esta vez fue Pitt quien tomó la delantera, lanzando mentalmente una moneda al aire y caminando hacia la derecha, sin separarse de la alta pared para resguardarse de los continuos ataques de la tormenta. Ahora la marcha era más fácil. No había una gruesa capa de arena donde se hundiesen sus pies, ni árboles caídos con los que pudiesen tropezar, ni siquiera el tormento de la lluvia impulsada por el viento, pues la alta pared hacía que pasara sobre sus cabezas. Sólo veían el camino que se adentraba en la turbulenta oscuridad.

Al cabo de una hora, Pitt calculó que habrían caminado más o menos un kilómetro. Estaba a punto de decir que se detuviesen para descansar, cuando Giordino se irguió de pronto y se detuvo tan inesperadamente que perdió el apoyo de Pitt y cayó al suelo.

– ¡Barbacoa! -gritó-. ¿No lo oléis? Alguien está asando carne de buey.

Pitt husmeó el aire. El aroma era débil pero inconfundible. Levantó a Giordino y siguió adelante. El olor a carne asada sobre carbón se hizo más fuerte a cada paso. Al cabo de unos cincuenta metros encontraron una maciza puerta de hierro cuyos barrotes habían sido forjados en forma de delfines. Una pared coronada por vidrios rotos se extendía a ambos lados y, en uno de éstos, se hallaba la caseta del guarda. Como era de esperar, con el tiempo que hacía, no había nadie en ella.

La verja, de más de cuatro metros de altura, se erguía hacia el cielo de ébano y estaba cerrada, pero las puertas exterior e interior de la caseta del guarda estaban abiertas, y las cruzaron.

A poca distancia de allí, el camino terminaba en un paseo circular que pasaba delante de lo que, en la tormentosa oscuridad, parecía ser un montículo, pero que, al acercarse ellos, se convirtió en una estructura parecida a un castillo cuyos tejado y tres costados estaban recubiertos de tierra arenosa y protegidos con palmitos y arbustos propios del lugar. Solamente la fachada del edificio permanecía descubierta, desnuda y sin ventanas y con sólo una enorme puerta de caoba artísticamente tallada con peces de tamaño natural.

– Me recuerda un templo egipcio enterrado -dijo Gu

– Si no fuese por la puerta adornada -dijo Pitt-, yo diría que es una especie de depósito de pertrechos militares.

Jessie les sacó de su error.

– Una casa acondicionada. La tierra es un aislante ideal de las temperaturas y la humedad. Es el principio que se empleaba en las casas de la primitiva pradera americana. Yo conozco a un arquitecto especializado en diseñarlas.

– Parece deshabitada -observó Giordino.

Pitt probó el pomo de la puerta. La puerta cedió. Pitt empujó y abrió. El olor a comida llegó de alguna parte del oscuro interior.

– No huele a deshabitada -dijo Pitt.

El vestíbulo estaba pavimentado con baldosas de dibujo español e iluminado por varias velas grandes colocadas en un alto candelero. Las paredes eran de bloques tallados de piedra negra de lava y la única decoración era una horrible pintura de un hombre ensartado en los colmillos de un monstruo marino en forma de serpiente. Entraron y Pitt cerró la puerta a sus espaldas.

Por alguna extraña razón, el aullido de la tempestad y la fatigosa respiración de los intrusos parecían aumentar el silencio mortal de la casa.

– ¿Hay alguien aquí? -gritó Pitt.

Repitió otras dos veces la pregunta, pero la única respuesta fue un silencio misterioso. Un oscuro corredor les atraía, pero Pitt vaciló. Percibió otro olor. A humo de tabaco. Más fuerte que el gas casi letal producido por los cigarros del almirante Sandecker. Pitt no era experto en la materia, pero sabía que los cigarros caros apestaban más que los baratos. Sospechó que el humo procedía de un habano de alta calidad.