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– ¿Y qué me dice del sector privado y de los asociados comerciales del propio LeBaron?

– Muchos magnates de los negocios respetaban a LeBaron, pero la mayoría de ellos fueron zaheridos por éste en alguna ocasión en sus editoriales. No se gastarán un centavo ni se apartarán ni un paso de su camino para buscarle. En cuanto a los hombres que le rodean, tienen más que ganar con su muerte.

– Lo mismo que Jessie, aquí presente -dijo Pitt, mirándola.

Ella sonrió débilmente.

– No puedo negarlo. Pero la mayor parte de su fortuna irá a parar a obras de caridad y a otros miembros de la familia. Sin embargo, me corresponde una importante herencia.

– Usted debe tener un yate, señora LeBaron. ¿Por qué no reúne un equipo de investigadores por su cuenta y buscan a su marido?

– Hay razones, Dirk, que me impiden realizar una acción así, que tendría gran publicidad. Unas razones que a usted no le incumben. El almirante y yo creemos que hay una posibilidad, aunque sea remota, de que tres personas puedan repetir sin ruido el vuelo del Prosperteer en las mismas condiciones y descubrir lo que le ocurrió a Raymond.

– ¿Por qué tomarnos este trabajo? -preguntó Pitt-. Todas las islas y arrecifes en el radio que podía alcanzar el dirigible fueron examinados en la investigación inicial. Yo sólo podría hacer la misma ruta.

– Pudo pasarles algo por alto.

– ¿Tal vez Cuba?

Sandecker sacudió la cabeza.

– Castro habría denunciado que LeBaron había volado sobre territorio cubano siguiendo instrucciones de la CÍA y habría pregonado la captura del dirigible. No; tiene que haber otra respuesta.

Pitt se dirigió a la ventana del rincón y contempló con nostalgia una flota de pequeños veleros que celebraban una regata en el río Anacostia. Las velas blancas resplandecían sobre el agua verde oscura mientras se dirigían a las boyas.

– ¿Cómo sabremos dónde concentrar nuestra atención? -preguntó, sin volverse-. Tenemos ante nosotros una zona a investigar de mil kilómetros cuadrados. Tardaríamos semanas en cubrirla eficazmente.

– Yo tengo todas las cartas y notas de mi marido -dijo Jessie.

– ¿Las dejó él antes de partir?

– No; fueron encontradas en el dirigible.

Pitt observó en silencio los veleros, con los brazos cruzados sobre el pecho. Trataba de sondear los motivos, de penetrar en la intriga, de buscar garantías. Trataba de distinguir todo esto y ordenarlo en su mente.

– ¿Cuándo partimos? -preguntó al fin.

– Mañana al amanecer -respondió Sandecker.

– ¿Insisten todavía los dos en que yo dirija la expedición?

– Así es -dijo llanamente Jessie.

– Quiero dos hombres experimentados para formar mi tripulación. Ambos pertenecientes a la AMSN. Es condición indispensable

La cara de Sandecker se nubló.

– Ya le he explicado…

– Ha conseguido la Luna, almirante, y ahora pide Marte. Hace demasiado tiempo que somos amigos para que no sepa que nunca trabajo sobre bases equívocas. Dé también permiso para ausentarse a los dos hombres que necesito. Hágalo como mejor le parezca.

Sandecker no estaba irritado. Ni siquiera contrariado. Si había un hombre en el país capaz de realizar lo inconcebible, éste era Pitt. El almirante no tenía más cartas que jugar; por consiguiente se rindió.

– Está bien -dijo a media voz-. Los tendrá.

– Hay otra cosa.

– ¿Y es? -preguntó Sandecker.

Pitt se volvió, con una fría sonrisa. Miró de Jessie al almirante. Después se encogió de hombros y dijo:

– No he pilotado nunca un dirigible.

14

– Me parece que está usted tramando algo a mis espaldas -dijo Sam Emmett, jefe del Federal Bureau of Investigation, que no tenía pelos en la lengua.

El presidente le miró por encima de su mesa en el Salón Oval y sonrió con benevolencia.

– Tiene usted toda la razón, Sam; estoy haciendo exactamente eso.

– Su franqueza le honra.

– No se incomode, Sam. Esto no quiere decir en modo alguno que esté descontento de usted o del FBI.

– Entonces, ¿por qué no puede decirme de qué se trata? -preguntó Emmett, dominado por su indignación.

– En primer lugar, es sobre un asunto de política extranjera.

– ¿Ha sido consultado Martin Brogan, de la CÍA?

– No se le ha dicho nada a Martin. Le doy mi palabra.

– ¿Y en segundo lugar?

El presidente no estaba dispuesto a dejarse presionar.

– Eso es asunto mío.

Emmett se puso tenso.

– Si el presidente desea mi dimisión…





– No deseo nada de eso -le interrumpió el presidente-. Usted es el hombre más capacitado para dirigir el FBI. Ha realizado un magnífico trabajo, y yo he sido siempre uno de sus más firmes apoyos. Sin embargo, si quiere hacer los bártulos y marcharse a casa, porque cree que su vanidad ha sido ofendida, es muy libre de hacerlo. Me demostrará que le había juzgado mal.

– Pero si usted no confía…

– Espere un momento, Sam. No digamos nada de lo que podamos arrepentimos mañana. No estoy poniendo en tela de juicio su lealtad ni su integridad. Nadie va a herirle por la espalda. No estamos hablando de crímenes ni de espionaje. Este asunto no concierne directamente al FBI ni a ninguna de las agencias de información. Lo cierto es que es usted quien debe confiar en mí, al menos durante la próxima semana. ¿Lo hará?

El amor propio de Emmett se apaciguó temporalmente. Se encogió de hombros y dijo:

– Usted gana, señor presidente. Dejemos las cosas como están. Haré lo que usted diga.

El presidente suspiró profundamente.

– Le prometo que no le defraudaré, Sam.

– Se lo agradezco.

– Bien. Ahora empecemos por el principio. ¿Qué han descubierto sobre los cadáveres de Florida?

La expresión de incomodidad se borró del semblante de Emmett, que se relajó visiblemente. Abrió su cartera y entregó al presidente una carpeta de cuero.

– Aquí hay un informe detallado del laboratorio de patología del Walter Reed. Su examen fue muy valioso y nos sirvió para la identificación de los cuerpos.

El presidente le miró, sorprendido.

– ¿Los han identificado?

– Fue el análisis de la pasta borscht lo que nos dio la pista.

– ¿Borscht?

– ¿Recuerda que el forense de Dade County determinó como causa de la muerte la hipotermia, o congelación?

– Sí.

– Bueno, la pasta borscht es un excelente complemento de la dieta de los cosmonautas rusos. Los tres cadáveres tenían lleno el estómago de esta sustancia.

– ¿Me está diciendo que Raymond LeBaron y sus acompañantes fueron cambiados por tres cosmonautas soviéticos muertos?

Emmett asintió con la cabeza.

– Incluso pudimos saber su nombre, gracias a un desertor, un antiguo médico que trabajó en el programa espacial ruso. Los había examinado en varias ocasiones.

– ¿Cuándo desertó?

– Se pasó a nuestro bando en agosto del 87.

– Hace un poco más de dos años.

– Exacto -reconoció Emmett-. Los nombres de los cosmonautas encontrados en el dirigible de LeBaron son: Sergei Zochenko, Alexander Yudenich e Ivan Ronsky. Yudenich era un novato, pero Zochenko y Ronsky eran ambos veteranos, con dos viajes espaciales cada uno.

– Daría mi salario de un año por saber cómo fueron a parar a aquel maldito dirigible.

– Por desgracia, no averiguamos nada concerniente a esta parte del misterio. En este momento, los únicos rusos que circu

El presidente asintió con la cabeza.

– Esto elimina a cualquier cosmonauta soviético en vuelo espacial y nos deja solamente a los que estaban en tierra.

– Esto es lo más extraño -siguió diciendo Emmett-. Según los patólogos forenses del hospital Walter Reed, los tres hombres a quienes examinaron murieron congelados probablemente cuando estaban en el espacio.

El presidente arqueó las cejas.

– ¿Pueden demostrarlo?

– No, pero dicen que varios factores apuntan en esta dirección, empezando por la pasta borscht y el análisis de otros alimentos condensamos que se sabe que consumen los soviéticos durante los viajes espaciales. También encontraron señales fisiológicas evidentes de que aquellos hombres habían respirado aire con una elevada proporción de oxígeno y pasado un tiempo considerable en estado de ingravidez.

– No sería la primera vez que los soviéticos han lanzado hombres al espacio y no han podido recuperarlos. Podrían haber estado allá arriba durante años y caído a la Tierra hace unas pocas semanas al reducirse su órbita.

– Yo sólo conozco dos casos en que los soviéticos sufrieron accidentes fatales -dijo Emmett-. El cosmonauta cuya nave se enredó con los hilos del paracaídas y se estrelló en Siberia a ochocientos kilómetros por hora. Y tres tripulantes de un Soyuz que murieron al escaparse el oxígeno por una ventanilla defectuosa.

– Ésas son las catástrofes que no pudieron encubrir -dijo el presidente-. La CÍA ha registrado al menos treinta muertes de cosmonautas desde que empezaron sus misiones espaciales, Nueve de ellos están todavía allá arriba rodando en el espacio. Nosotros no podemos anunciarlo, porque restaría eficacia a nuestras fuentes de información.

– Lo sabemos, pero ellos no saben que lo sabemos.

– Exactamente.

– Lo cual nos lleva de nuevo a los tres cosmonautas que yacen aquí, en Washington -dijo Emmett, sujetando la cartera sobre sus rodillas.

– Y a un montón de preguntas, empezando por ésta: ¿de dónde vinieron?

– Yo hice algunas averiguaciones en el Centro de Defensa Aeroespacial. Sus técnicos dicen que las únicas naves espaciales que han lanzado los rusos, lo bastante grandes para ser tripuladas, además de sus estaciones en órbita, son las sondas lunares Selenos.

Al oír la palabra «lunares», algo centelleó en la mente del presidente.

– ¿Qué me dice de las sondas Selenos?

– Se lanzaron tres y ninguna regresó. Los de Defensa pensaron que era muy raro que los soviéticos fallasen tres veces seguidas en vuelos en órbita de la Luna.

– ¿Cree que eran tripuladas?

– Ciertamente -dijo Emmett-. Los soviéticos son maestros en el engaño. Como ha sugerido usted, casi nunca confiesan un fracaso en el espacio. Y mantener secretas las operaciones para un próximo alunizaje era estrictamente normal en ellos.