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O'Meara llamó a la camarera y, después de exponer su caso, la persuadió de que les sirviera una fuente de gambas con salsa cóctel.

– Me vendrán muy bien -dijo Pitt.

– Yo estaría comiendo de esos diablillos durante todo el día -convino O'Meara-. Y ahora, ¿dónde estábamos?

– Sigler estaba a punto de encontrar La Dorada.

– Ah, sí. Después de formar un grupo de veinte hombres, en su mayoría soldados británicos, Sigler se introdujo en la selva inexplorada. Durante meses, nada se supo de ellos. Los ingleses empezaron a presentir un desastre y enviaron varias patrullas en su busca, pero no encontraron rastro de los desaparecidos. Por fin, casi dos años más tarde, una expedición americana, que estudiaba el terreno para instalar una vía férrea, tropezó con Sigler a quinientas millas al nordeste de Río de Janeiro. Estaba solo; era el único superviviente.

– Parece una distancia increíble desde la Guayana Inglesa.

– Casi dos mil millas de su punto de partida, a vuelo de pájaro.

– ¿En qué condiciones estaba?

– Más muerto que vivo, según los ingenieros que le encontraron. Llevaron a Sigler a un pueblo donde había un pequeño hospital y enviaron un mensaje al Consulado de los Estados Unidos más próximo. Unas semanas más tarde llegó un equipo de socorro de Río.

– ¿Americanos o ingleses?

– Aquí hay una cosa rara -respondió O'Meara-. El Consulado británico declaró que nunca se le había notificado la reaparición de Sigler. Según rumores, el propio cónsul general americano se presentó para interrogarle. Pasara lo que pasase, Sigler se perdió de vista. Se cuenta que escapó del hospital y volvió a meterse en la selva.

– No parece lógico que volviese la espalda a la civilización después de estar dos años en el infierno -dijo Pitt.

O'Meara se encogió de hombros.

– ¿Quién puede saberlo?

– ¿Hizo Sigler algún relato de su expedición antes de desaparecer? -preguntó Pitt.

– Estuvo delirando casi todo el tiempo. Algunos testigos dijeron después que farfullaba diciendo que había encontrado una gran ciudad rodeada de escarpados peñascos e invadida por la selva. Su descripción coincidía en muchas cosas con la del monje portugués. También dibujó un tosco esbozo de la mujer de oro, el cual fue conservado por una enfermera y está ahora en la Biblioteca Nacional de Brasil. Yo le eché un vistazo mientras hacía estudios para otro proyecto. El objeto real debe ser algo pasmoso.

– Así pues, permanece enterrada en la selva.

– Aquí está el quid de la cuestión -suspiró O'Meara-. Sigler declaró que él y sus hombres habían robado la estatua y la habían arrastrado durante veinte millas hasta un río, luchando con los indios zanonas durante todo el trayecto. Cuando construyeron una almadía, subieron La Dorada a bordo y se apartaron de la orilla, sólo quedaban tres de los expedicionarios. Más tarde, uno murió de sus lesiones y el otro se perdió en unos rápidos del río.

Pitt estaba fascinado por lo que le contaba O'Meara, pero le costaba mantener los ojos abiertos.

– La cuestión que se plantea es: ¿dónde guardó Sigler la mujer de oro?

– Ojalá lo supiese -respondió O'Meara.

– ¿No dio ninguna pista?

– La enfermera creyó que había dicho que la almadía se había partido y la estatua se había hundido en el río a pocos centenares de metros de donde había sido él encontrado. Pero no te hagas ilusiones. Estaba diciendo tonterías. Los buscadores de tesoros han estado arrastrando detectores de metal en aquel río durante años, sin encontrar nada.

Pitt hizo girar los cubitos de hielo en su vaso. Sabía, sabía lo que les había ocurrido a Ralph Morehouse Sigler y a La Dorada.

– El cónsul general americano -dijo lentamente-, ¿fue la última persona que vio vivo a Sigler?

– Aquí el rompecabezas se vuelve un poco confuso, pero, por lo que se sabe, la respuesta es: sí.

– Deja que vea si puedo juntar las piezas. Esto ocurrió entre enero y febrero de 1918, ¿no es cierto?

O'Meara asintió con la cabeza y después dirigió a Pitt una mirada extraña.

– Y el cónsul general que murió en el Cyclops unas semanas más tarde se llamaba Alfred Gottschalk, ¿no?

– ¿Sabes esto? -dijo O'Meara, dibujando en su rostro una expresión de incomprensión.

– Gottschalk se enteró probablemente de la misión de Sigler por medio de su colega en el Consulado británico. Cuando recibió de los que proyectaban la vía férrea el mensaje de que Sigler estaba vivo, se guardó la noticia y se dirigió al interior, esperando entrevistarse con el explorador, anticiparse a los ingleses y dar cualquier información valiosa a su propio Gobierno. Lo que descubrió debió dar al traste con la poca moral que le quedaba. Gottschalk decidió apoderarse del tesoro en su provecho.

«Encontró la estatua de oro, la sacó del río y la transportó, junto con Sigler, a Río de Janeiro. Borró su pista comprando a todos los que podían hablar de Sigler y, si mi presunción es correcta, matando a los hombres que le ayudaron a recobrar la estatua. Después, valiéndose de su influencia en la Marina, introdujo la estatua y a Sigler clandestinamente en el Cyclops. El barco naufragó y el secreto se hundió con él.

Los ojos de O'Meara reflejaron curiosidad e interés.

– Pero esto -dijo- no puedes saberlo.

– ¿Por qué otra razón podía LeBaron estar buscando lo que creía que era La Dorada?

– Has planteado muy bien la cuestión -confesó O'Meara-. Pero has dejado la puerta abierta a una pregunta difícil de contestar. ¿Por qué no mató Gottschalk a Sigler después de encontrar la estatua? ¿Por qué respetó la vida del inglés?

– Elemental. La fiebre del oro consumía al cónsul general. Quería La Dorada, pero también la ciudad de esmeralda. Sigler era la única persona viva que conocía su emplazamiento y podía llevarle hasta ella.

– Me gusta tu manera de razonar, Dirk. Tu fantástica teoría se merece otro trago.





– Demasiado tarde; han cerrado el bar. Creo que todos están deseando que nos marchemos para poder irse a la cama.

O'Meara fingió una expresión alicaída.

– El estilo de vida primitivo tiene una gran ventaja. No hay reloj, ni hay toque de queda. -Apuró su copa-. Bueno, ¿cuáles son tus planes?

– Nada especialmente complicado -dijo sonriendo Pitt-. Voy a encontrar el Cyclops.

11

El presidente se levantaba temprano; se despertaba a eso de las seis de la mañana y hacía gimnasia durante media hora, antes de ducharse y tomar un desayuno frugal. En una vuelta ritual a los días que siguieron a su luna de miel, bajaba con cuidado de la cama y se vestía sin hacer ruido, mientras su esposa seguía durmiendo. Ésta se acostaba tarde y por nada del mundo se habría levantado antes de las siete y media.

Se puso un traje deportivo y después tomó una pequeña cartera de cuero de un armario del cuarto de estar contiguo. Después de dar a su esposa un beso cariñoso en la mejilla, bajó por la escalera de atrás al gimnasio de la Casa Blanca, debajo de la terraza oeste.

La espaciosa estancia, que contenía muy diversos aparatos de gimnasia, estaba desierta, salvo por un hombre gordo que yacía de espaldas levantando pesas. Cada vez que las levantaba gemía como una mujer dando a luz. Brotaba sudor de su cabeza redonda, cubierta de espesos cabellos de color marfil, cortados al cepillo. La panza era enorme y vellosa, y los brazos y las piernas parecían nudosas ramas de un árbol. Tenía el aspecto de un luchador de feria muy lejos de la flor de su juventud.

– Buenos días, Ira -dijo el presidente-. Me alegro de que hayas podido venir.

El gordo dejó la barra de las pesas en un par de ganchos, se levantó del banco y estrechó la mano del presidente.

– Me alegro de verte, Vince.

El presidente sonrió. Nada de reverencias ni de dar el tratamiento de «señor presidente». El duro y estoico Ira Hagen, musitó. El valiente y viejo agente secreto no se inclinaba ante nadie.

– Espero que no te importe que nos encontremos aquí.

Hagen lanzó una ronca risotada que resonó en las paredes del gimnasio.

– He recibido órdenes en lugares peores.

– ¿Cómo marcha el negocio del restaurante?

– Rinde buenos beneficios desde que dejamos la cocina refinada y nos dedicamos a la sencilla comida americana. El costo de la materia prima nos estaba comiendo vivos. Veinte entradas con salsas caras y hierbas eran demasiado. Ahora nos especializamos en sólo cinco platos: jamón, pollo, cazuela de pescado, estofado y empanada de carne.

– No está mal -dijo el presidente-. Yo no he comido una buena empanada de carne desde que era pequeño.

– A nuestros clientes les encanta, especialmente desde que tenemos un buen servicio y un buen ambiente íntimo. Todos mis camareros visten de smoking, hay velas en las mesas, la decoración es excelente y los platos se presentan a la manera europea. Y lo mejor es que los clientes comen más deprisa y las mesas se llenan varias veces.

– Y con la comida no ganas nada, pero sacas un buen provecho del vino y los licores,¿eh?

– Vince, eres estupendo. No me importa lo que diga de ti la prensa. Cuando seas un viejo ex político, llámame y montaremos juntos una cadena de bares -dijo Hagen riendo.

– ¿Echas de menos la investigación criminal, Ira?

– Algunas veces.

– Eras el mejor agente secreto que tuvo jamás el Departamento de Justicia -dijo el presidente-, hasta que murió Martha.

– Investigar para el Gobierno ya no parece tener importancia. Además, yo tenía tres hijas a las que educar y las exigencias del trabajo me tenían alejado de casa durante semanas seguidas.

– ¿Están bien las chicas?

– Muy bien. Como sabes, tus tres sobrinas son felices en sus matrimonios y me han dado cinco nietos.

– Lástima que Martha no pudiese verlos. De mis cuatro hermanas y dos hermanos, era mi predilecta.

– No me has hecho venir aquí desde Denver en un reactor de la Fuerza Aérea sólo para hablarme de los viejos tiempos -dijo Hagen-. ¿Qué sucede?

– ¿Has perdido tu olfato?

– ¿Te has olvidado tú de montar en bicicleta?

Ahora fue el presidente quien se echó a reír.

– A preguntas necias…

– Los reflejos son un poco más lentos, pero la materia gris sigue rindiendo al ciento por ciento.

El presidente le arrojó la cartera.

– Empápate de esto, mientras yo hago un par de kilómetros en la cinta sinfín.

Hagen se enjugó la sudorosa frente con una toalla y se sentó en la bicicleta fija, amenazando con romperla por su corpulencia. Abrió la cartera de cuero y no interrumpió la lectura de su contenido hasta que el presidente caminó un par de kilómetros.