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Dos

Moore estaba parado en la vereda del barrio del South End donde Elena Ortiz había muerto. Alguna vez había sido una calle de lúgubres pensiones, un mugriento barrio periférico separado por las vías del ferrocarril de la más cotizada mitad norte de Boston. Pero una ciudad en crecimiento es una criatura voraz, siempre en busca de nuevas tierras, y las vías del ferrocarril no constituyen una barrera para la mirada ávida de los urbanistas. Una nueva generación de bostonianos había descubierto el South End, y las viejas casas de alquiler gradualmente fueron convertidas en edificios de apartamentos.

Elena Ortiz vivía en uno de esos edificios. A pesar de que la vista desde su segundo piso no era inspiradora -sus ventanas daban al lavadero de enfrente-, el edificio al menos ofrecía una valiosa comodidad difícil de encontrar en la ciudad de Boston: una cochera privada, medio oculta en el callejón adyacente.

Moore caminaba ahora por ese callejón, siguiendo con la vista las ventanas de los apartamentos superiores, preguntándose quién lo estaría mirando en ese momento. Nada se movía detrás de los ojos vidriosos de las ventanas. Los inquilinos de este callejón ya habían sido interrogados; nadie había podido dar información de valor.

Se detuvo bajo la ventana del baño de Elena Ortiz y levantó la vista hacia las escaleras de emergencia que llevaban a ella. El último tramo de la escalera estaba replegado y asegurado en su posición horizontal. La noche que Elena Ortiz murió, el auto de un inquilino estaba estacionado justo bajo las escaleras de emergencia. Huellas de zapatillas tamaño cuarenta y uno fueron encontradas más tarde sobre el techo del auto. El asesino lo había utilizado como peldaño para darse envión y alcanzar las escaleras de emergencia.

Vio que la ventana del baño estaba cerrada. No lo estaba la noche en que ella encontró a su verdugo.

Abandonó el callejón y volvió hacia la entrada principal a fin de entrar en el edificio.

Las cintas protectoras de la policía colgaban como flojas serpentinas sobre la puerta del departamento de Elena Ortiz. Corrió el cerrojo y el polvo para huellas digitales se le pegó a la mano como hollín. Una cinta suelta revoloteó sobre sus hombros cuando entró en el departamento.

El living estaba tal como lo recordaba desde su inspección del día anterior junto con Rizzoli. Había sido una visita desagradable, cargada de rivalidad latente. El caso Ortiz había comenzado con Rizzoli como detective en jefe, y ella era lo bastante insegura como para sentirse amenazada por cualquiera que cuestionara su autoridad, en particular un policía varón y mayor que ella. A pesar de estar ahora en el mismo equipo, un equipo que se había ampliado a cinco detectives, Moore se sentía como un intruso en su terreno, y había tenido el cuidado de manifestar sus sugerencias en los términos más diplomáticos. No tenía ganas de embarcarse en una batalla de egos, aunque en eso se había convertido. Ayer había tratado de concentrarse en la escena del crimen, pero el resentimiento de Rizzoli pinchaba a cada momento la burbuja de su concentración.

Únicamente ahora, solo, podía concentrar por completo su atención en el departamento donde había muerto Elena Ortiz. En el living notó un mobiliario mal combinado alrededor de una mesa ratona de mimbre. En un rincón había una computadora, y en el piso una alfombra beige con un diseño de hiedras y flores rosadas. Nada había sido movido desde el asesinato, nada había sido alterado, según Rizzoli. Las últimas luces del día empalidecían detrás de la ventana, pero no encendió la luz. Se quedó allí por un largo rato, sin siquiera mover la cabeza, a la espera de que una quietud absoluta se apoderara del ambiente. Era la primera oportunidad que tenía para visitar a solas la escena, la primera vez que veía este cuarto sin voces ni caras vivas que lo distrajeran. Imaginó que las moléculas de aire, apenas agitadas por su entrada, ya volvían a su imperceptible deriva. Quería que el cuarto le hablara.

No sintió nada. Ninguna sensación de maldad, ninguna vibración de terror.

El asesino no había entrado por la puerta. Tampoco había paseado por su recién conquistado reino de la muerte. Había enfocado todo su tiempo y toda su atención en el dormitorio.

Moore pasó despacio por la diminuta cocina y enfiló hacia el pasillo. Sintió que los pelos de la nuca comenzaban a erizársele. En la primera puerta se detuvo y miró dentro del baño. Encendió la luz.

Jueves… una noche cálida. Tan cálida que en toda la ciudad las ventanas están abiertas para captar cualquier brisa perdida, cualquier bocanada de aire fresco. Te encaramas sobre la escalera de emergencia, transpirando en tu ropa oscura, mirando fijamente el baño. No hay sonido alguno; la mujer duerme en su dormitorio. Tiene que llegar temprano a su trabajo en la florería, y a esta hora su sueño atraviesa la fase más profunda y ensimismada.

Ella no oye el rasguño de tu cuchillo mientras abres la ventana.

Moore observó el empapelado, adornado con pequeños pimpollos de rosa. Un diseño femenino, nada que un hombre elegiría. En todos sus detalles era éste un baño femenino, desde el champú con aroma a frutilla, la caja de tampones bajo el lavatorio o el botiquín atestado de cosméticos. El tipo de chica que usa sombra para ojos color turquesa.

Trepas por la ventana, y algunas fibras de tu camisa azul marino quedan atrapadas en el marco. Poliéster. Tus zapatillas, tamaño cuarenta y uno, dejan huellas que avanzan sobre el revestimiento del piso. Hay trazos de arena, mezclada con cristales de yeso. Típica mezcla que a uno puede adherírsele caminando por la ciudad de Boston.

Tal vez te detienes, escuchando en la oscuridad. Respirando la dulce extrañeza de un espacio femenino. O tal vez no pierdes el tiempo sino que vas directo a tu objetivo.



El dormitorio.

El aire parecía más pesado, más denso, a medida que seguía los pasos del intruso. Era algo más que una imaginaria sensación de maldai; era el olor.

Llegó a la puerta del dormitorio. Ahora los pelos de su nuca estaban electrizados por completo. Ya sabía lo que iba a ver dentro del dormitorio; pensó que estaba preparado para hacerlo. Pero cuando encendió la luz el horror lo asaltó una vez más, como si fuera la primera visita a ese cuarto.

La sangre ya tenía dos días. El servicio de limpieza todavía no había sido admitido. Pero ni siquiera con sus detergentes y su limpieza a seco y sus latas de pintura blanca podrían borrar del todo lo que había sucedido allí, porque el aire mismo permanecía contaminado por el terror.

Te abres camino por la puerta, hacia este dormitorio. Las cortinas son finas, sin forro, y la luz de las lámparas de la calle se filtra a través de la tela, sobre la cama. Sobre la mujer dormida. Seguramente necesitas asomarte un momento y estudiarla, considerando con placer la tarea que tienes por delante. Porque es placentero para ti, ¿cierto? Tu excitación crece a cada momento. El estremecimiento corre por tus venas como una droga, despertando cada nervio, hasta que incluso tus yemas palpitan por anticipado.

Elena Ortiz no tuvo tiempo de gritar. O si lo hizo, nadie la oyó. Ni la familia del departamento de al lado ni la pareja del piso de abajo.

El intruso llevó consigo sus herramientas. Tela adhesiva. Un trapo empapado en cloroformo. Una colección de instrumentos quirúrgicos. Fue totalmente preparado.

El proceso habrá durado más de una hora. Elena Ortiz estuvo consciente al menos una parte de ese tiempo. La piel de sus muñecas y tobillos estaba escoriada, señal de que se resistió. En su pánico, en su agonía, había vaciado la vejiga, y la orina había traspasado el colchón mezclada con su sangre. La operación era delicada, y él se tomó el tiempo necesario para hacerla, para llevarse sólo lo que quería, nada más.

No la violó; tal vez era incapaz de hacer algo así.

Cuando terminó con su terrible extirpación, ella todavía estaba viva. La herida pélvica continuaba sangrando, el corazón latiendo. ¿Por cuánto tiempo? El doctor Tierney arriesgaba que al menos por media hora. Treinta minutos que deben de haber parecido una eternidad para Elena Ortiz.

¿Qué hacías durante ese lapso? ¿Guardabas tus herramientas? ¿Colocabas tu premio en un frasco? ¿O tan sólo permaneciste allí de pie, disfrutando del espectáculo?

El acto final fue rápido y expeditivo. El atormentador de Elena Ortiz había sacado lo que quería, y ahora era el momento de terminar las cosas. Se movió hacia la cabecera de la cama. Con su mano izquierda tomó un puñado de pelo y tiró para atrás con tanta fuerza que desprendió más de dos docenas de cabellos. Esto se encontró más tarde, desparramado sobre la almohada y el piso. Las manchas de sangre indicaban a gritos los acontecimientos finales. Con la cabeza inmovilizada y el cuello completamente expuesto, hizo un único y profundo corte que comenzó por la mandíbula izquierda y se extendió hacia la derecha, atravesando la garganta. Había cortado la arteria carótida izquierda y la tráquea. La sangre manó a borbotones. Sobre el lado izquierdo de la pared había densos racimos de pequeñas gotas circulares derramándose hacia abajo, características tanto de la aspersión arterial como de la hemorragia traqueal. La almohada y las sábanas estaban saturadas por este goteo. Algunas gotitas más lejanas, expelidas cuando el intruso retiró el filo, habían salpicado el alféizar de la ventana.

Elena Ortiz vivió lo suficiente como para ver su propia sangre surgiendo a chorros de su cuello y dando contra la pared como un aerosol de pintura roja. Vivió lo suficiente para aspirar la sangre por su tráquea seccionada, para escuchar el gorgoteo en sus pulmones, para toser en explosivos accesos y escupir una flema carmesí.

Vivió lo suficiente como para saber que moría.

Y cuando todo estuvo hecho, cuando sus agónicos esfuerzos cesaron, nos dejaste tu tarjeta de presentación. Doblaste con prolijidad el camisón de la víctima y lo colocaste sobre la cómoda. ¿Por qué? ¿Fue acaso un retorcido signo de respeto por la mujer que acababas de masacrar? ¿O es tu manera de burlarte de nosotros? ¿Tu manera de decirnos que tienes el control?

Moore regresó al living y se hundió en un sillón. El apartamento estaba caliente y sin aire, pero él temblaba. No sabía si el escalofrío era físico o emocional. Le dolían los muslos y los hombros, por lo que tal vez se tratara de algún virus en camino. Una gripe de verano, la peor clase de gripe. Pensó en todos los lugares en los que preferiría estar en ese momento. A la deriva en el lago de Maine, cortando el aire con su caña de pescar. O de pie frente a la orilla del mar, observando el avance de la niebla. En cualquier lugar menos en ese lugar de muerte.