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Uno
Un año después
Al detective Thomas Moore le desagradaba el olor del látex, y mientras se colocaba los guantes con un chasquido, liberando una nubecita de talco, sintió la consabida punzada de una náusea en camino. El olor estaba relacionado con los aspectos más desagradables de su trabajo, y al igual que el perro de Pavlov, entrenado para salivar ante un estímulo, había llegado a asociar ese aroma gomoso con el inevitable complemento de sangre y fluidos corporales. Una advertencia olfativa para ponerse en guardia.
Y eso hizo, mientras esperaba fuera de la sala de autopsias. Venía directo del calor, y la transpiración ya le hacía picar la piel. Era una húmeda y brumosa tarde la de ese viernes 12 de julio. A lo largo de la ciudad de Boston los equipos de aire acondicionado rechinaban y goteaban, y la temperatura no hacía más que subir. Los autos sobre el puente Tobin ya estarían retrocediendo en su huida al norte, hacia los frescos bosques de Maine. Pero Moore no estaba entre ellos. Había sido llamado de nuevo al trabajo en sus vacaciones para ver un horror que no tenía deseos de confrontar.
Ya estaba vestido con el guardapolvos quirúrgico que había tomado del carro de ropa blanca de la morgue. Luego se colocó una gorra descartable para contener los pelos rebeldes, y deslizó sus zapatos en unos escarpines de papel. Sabía qué era lo que a veces se derramaba de la mesa hacia el suelo. La sangre, los pedazos de tejido. No era de ningún modo un hombre prolijo, pero no tenía interés en llevar a su casa, encima de los zapatos, algún resto de la sala de autopsias. Se detuvo por unos pocos segundos frente a la puerta y respiró profundo. Entonces, resignándose al duro trance, se abrió paso hacia la sala.
El cadáver cubierto -una mujer, a juzgar por su figura- yacía sobre la mesa. Moore evitó mirar demasiado a la víctima y prefirió concentrarse en la gente viva que estaba en la sala. El doctor Ashford Tierney, médico forense, y un asistente de la morgue disponían los instrumentos sobre una bandeja. Del otro lado de la mesa Moore tenía frente a él a Jane Rizzoli, también de la Unidad de Homicidios de Boston. Rizzoli, de treinta y tres años, era una mujer pequeña de mandíbulas cuadradas. Sus indomables rizos estaban ocultos bajo la gorra quirúrgica, y sin el pelo negro para suavizar sus rasgos, la cara parecía toda ángulos ásperos; sus ojos oscuros, desafiantes e intensos. Había sido transferida de Vicios y Narcóticos a Homicidios seis meses atrás. Era la única mujer en la Unidad de Homicidios, y ya se habían producido problemas entre ella y otro detective, acusaciones de acoso sexual y contraataques de implacable ferocidad. Moore no estaba seguro de que le gustara Rizzoli, o de que Rizzoli gustara de él. Hasta el momento habían mantenido sus interacciones dentro de lo estrictamente profesional, y él consideraba que ella lo prefería de ese modo.
De pie junto a Rizzoli estaba su compañero Barry Frost, un policía de inclaudicable placidez cuya cara anodina y lampiña lo hacía parecer mucho más joven que sus treinta años. Frost, que trabajaba con Rizzoli desde hacía dos meses sin una sola queja, parecía el único hombre lo suficientemente apacible como para soportar sus rudos modales.
Mientras Moore se acercaba a la mesa, Rizzoli dijo:
– Nos preguntábamos cuándo aparecerías.
– Estaba en la autopista de Maine cuando me llamaste.
– Estamos esperando aquí desde las cinco.
– Y yo recién comienzo el examen interno -dijo el doctor Tierney-. De modo que el detective Moore llegó justo a tiempo.
Un hombre en defensa de otro hombre. Cerró la tapa del botiquín con vehemencia, dejando en el aire un reverbero metálico. Era una de las raras ocasiones en que demostraba su irritación. El doctor Tierney, nativo de Georgia, era un cortés caballero que creía que las damas debían comportarse como tales. No disfrutaba trabajando con la quisquillosa Jane Rizzoli.
El asistente de la morgue acercó una bandeja de instrumentos quirúrgicos a la mesa, y sus ojos se cruzaron brevemente con los de Moore, como diciendo: «¡Esta mujer es imposible!»
– Lamento lo de tu viaje de pesca -le dijo Tierney a Moore-. Da la sensación de que tus vacaciones han sido canceladas.
– ¿Estás seguro de que se trata nuevamente de nuestro muchacho?
Como respuesta, Tierney alcanzó el extremo del lienzo y tiró para atrás, revelando el cadáver.
– Su nombre es Elena Ortiz.
Si bien Moore se había preparado para esta visión, la primera imagen de la víctima tuvo el impacto de un golpe físico. El pelo negro de la mujer, pegoteado de sangre, resaltaba como agujas de puercoespín contra una cara del color de un mármol con vetas azules. Tenía los labios entreabiertos, como congelados en medio de una frase. Ya habían lavado la sangre del cuerpo y sus heridas se abrían en rasgaduras purpúreas sobre la tela gris de la piel. Había dos heridas visibles. Una era un corte profundo alrededor de la garganta, que se extendía debajo de la oreja izquierda, pasaba por la arteria carótida izquierda y dejaba al descubierto el cartílago laríngeo. El coup de grace. El segundo corte se ubicaba en el bajo vientre. Esa herida no estaba destinada a matar; había servido a un propósito completamente distinto.
Moore tragó saliva.
– Ya veo por qué interrumpieron mis vacaciones.
– Esta vez yo estoy a cargo -dijo Rizzoli.
Advirtió la nota de amenaza en su declaración; ella protegía su terreno. Comprendió por qué. Las constantes recriminaciones y el escepticismo que debían afrontar las mujeres policías hacía que se ofendieran con facilidad. En realidad no tenía intenciones de desafiarla. Deberían trabajar juntos en esto, y el juego recién comenzaba como para ya estar batallando por el dominio de la situación.
Tuvo el cuidado de mantener un tono respetuoso.
– ¿Podrías ponerme al tanto de los hechos?
Rizzoli hizo un breve gesto de asentimiento.
– La víctima fue encontrada a las nueve de esta mañana, en su departamento de Worcester Street, en el South End. Por lo general comenzaba a trabajar a las seis de la mañana en Celebration Florists, a unas pocas cuadras de su casa. Un negocio familiar, regenteado por sus padres. Como no apareció, ellos se preocuparon. Su hermano fue a buscarla. La encontró en el dormitorio. El doctor Tierney estima que el momento del deceso se produjo entre la medianoche y las cuatro de la mañana. De acuerdo con la familia, no tenía novio, y nadie en el edificio recuerda haber visto a una visita masculina. No era más que una chica católica que trabajaba duro.
Moore observó las muñecas de la víctima.
– Fue inmovilizada.
– Sí. Con tela adhesiva en las muñecas y los tobillos. La encontraron desnuda. Sólo llevaba unos artículos de joyería.
– ¿Qué clase de joyas?
– Una cadena. Un anillo. Aros. El alhajero de la habitación estaba intacto. El móvil no fue el robo.
Moore miró un hematoma horizontal a lo largo de la cadera de la víctima.
– También le inmovilizaron el torso.
– Tela adhesiva alrededor de la cintura y en los muslos. Y también en la boca.
Moore dejó escapar un profundo suspiro.
– ¡Dios! -Observando a Elena Ortiz lo asaltó el confuso recuerdo de otra joven mujer. Otro cadáver, una rubia, con cortes rojo carne atravesando el cuello y el abdomen.
– Diana Sterling -murmuró.
– Ya conseguí el informe de la autopsia de Sterling -dijo Tierney-. En caso de que necesites revisarlo.
Pero Moore no lo necesitaba; el caso Sterling, en el que había sido detective en jefe, nunca se había apartado demasiado de su mente.
Un año atrás, Diana Sterling, de treinta años, empleada de la agencia de viajes Kendall y Lord, había sido descubierta desnuda y atada a su cama con tela adhesiva. La garganta y el bajo vientre habían sido cortados. El asesinato seguía sin resolverse.
El doctor Tierney dirigió la luz hacia el abdomen de Elena Ortiz. Ya se había limpiado la sangre, y los bordes de la incisión eran de un rosa pálido.
– ¿Hay rastros de evidencia? -preguntó Moore.
– Recogimos unas pocas fibras antes de lavarla. Había un cabello adherido al margen de la herida.
Moore levantó la vista con súbito interés.
– ¿De la víctima?
– Mucho más corto. Castaño claro.
El pelo de Elena Ortiz era negro.
Rizzoli dijo:
– Ya pedimos muestras de cabello de todos los que estuvieron en contacto con el cuerpo.
Tierney dirigió su atención a la herida.
– Lo que tenemos aquí es un corte transversal. Los cirujanos lo llaman una incisión Maylard. La pared abdominal fue cortada capa por capa. Primero la piel, luego la capa superficial, luego el músculo, y por último el peritoneo pélvico.
– Igual que Sterling -dijo Moore.
– Sí. Igual que Sterling. Pero hay algunas diferencias.
– ¿Qué diferencias?
– En Diana Sterling había algunas irregularidades en la incisión, lo que indica vacilación, o duda. Eso no se ve aquí. ¿Ves con qué prolijidad ha sido cortada la piel? No hay una sola melladura. Hizo esto con absoluta confianza. -Los ojos de Tierney se encontraron con los de Moore.
– Nuestro individuo está aprendiendo. Ha mejorado su técnica.
– Es el mismo sujeto desconocido -dijo Rizzoli.
– Hay más similitudes. ¿Ves este borde cuadrado al final de la herida? Indica que el instrumento se movió de derecha a izquierda. Como Sterling. La hoja utilizada en esta herida es de un filo liso, no serrado. Como la hoja utilizada con Sterling.
– ¿Un escalpelo?
– Podría ser un escalpelo. La prolija incisión me dice que no hubo tercedura de la hoja. La víctima estaba inconsciente o tan bien atada que no se podía mover, no podía luchar. No pudo hacer que la hoja se desviara en su trayecto rectilíneo.
Barry Frost parecía tener ganas de vomitar.
– Oh, Jesús. Por favor díganme que ya estaba muerta cuando él le hizo esto.
– Me temo que no fue una herida post mórtem. -Sólo los ojos verdes de Tierney aparecían por encima del barbijo, y se veían enojados.
– ¿Hubo sangrado antes de la muerte? -preguntó Moore.
– Derrame en la cavidad pélvica. Lo que significa que su corazón todavía bombeaba sangre. Todavía estaba viva cuando este… procedimiento tuvo lugar.
Moore observó las muñecas, rodeadas de moretones. Había moretones similares en ambos tobillos, y una franja de petequia -puntitos de hematoma en la piel- extendida alrededor de la cadera. Elena Ortiz había forcejeado contra sus ataduras.